Si el molar del mastodonte precisó de 660.000 años para lograr un tubérculo más, era fácil que Aristóteles (siglo IV a. C.) creyera que las especies son inmutables. Y si el elefante que los persas exhibían en sus idas y venidas a Grecia tardó otros 10 millones de años en aparecer como tal, no es raro que la idea de evolución ni pasara por la cabeza del filósofo. Pero ya había comenzado a hacer algo importante: preguntarse sobre el origen de la vida. Y algo aclaró: que “sus” dioses habían tenido la destreza creadora de organizar los seres en un reino animal y otro vegetal. Su teoría, bautizada como “fijismo”, ya solo la defienden los creacionistas que tanto escándalo arman en EEUU.
Si, incluso, se quiere ser tolerante con su credo de que un dios lo creó todo, la ciencia se impone la obligación de reponer: bien, y después ¿qué? Porque la filosofía, al menos, juega más limpio y con menos dogmatismo que el creacionismo, y se pregunta siquiera si a las mutaciones de los seres se les puede llamar evolución; pero en términos mucho más intelectuales. El biólogo Jacques Monod (1910-1976) en el fondo disculpaba que la extrema lentitud a ojos vista de esto que llamamos evolución llevara a Aristóteles a sus conclusiones. Él prefería el término “historia natural” porque: “Ante un hecho que no se repite, la ciencia nada tiene que hacer ni nada tiene que decir”. Pero otros contestaron que la historia también es una ciencia.
Pero, ¿hay evolución?
A Monod no parecía faltarle razón, porque sus propios adversarios de la ciencia “oficial” reconocen en la 4ª Ley del Cambio (Ley de Dollo o de Irreversibilidad) precisamente eso: que, igual que “un órgano desaparecido nunca volverá a aparecer”, “una especie extinguida nunca puede reaparecer”. ¿Por qué? Porque la 2ª Ley (de Cope) ya adelantaba que la “especialización adaptativa” genera biotipos cada vez más perfeccionados; por lo tanto, el devenir de las especies ya no volverá a generar seres más “torpes”. Así que –volviendo a Monod–, si la ciencia confirma sus sospechas a base de ver que el fenómeno se repite, ¿cómo sabe que entre el Australopithecus afarensis y el Homo sapiens hubo una evolución, una concatenación del modo en que hoy se acepta? Interesante.
Historia natural, no obstante, no es un binomio inventado por el biólogo, sino el título del libro de una de las primeras teo­rías precientíficas. Las ideas de “transformismo” del ilustrado Georges Buffon se atrevieron por primera vez a asociar las eras geológicas con el tipo de especies que cohabitaban (también en Épocas de la Tierra, en 1779). Bien visto también, porque la bioquímica no ha negado después que la vida se originó precisamente gracias a las especiales condiciones ambientales que se dieron en nuestro planeta hace 3.800 millones de años. Hasta 2006 se creía que los primeros seres “autorreplicables” (capaces de reproducirse y generar cierta herencia) surgieron del fango 400 millones de años más tarde, pero los estudios de Craig E. Manning (Universidad de California) arrojaron esta nueva aproximación de 3.800 millones de años.
¿Y cómo la calculó??Como casi siempre, a partir de fósiles y rocas; en este caso, de Groenlandia. Esos mismos fósiles cuyo revelador estudio inició el barón Georges Cuvier (y venga franceses) antes de darlos por poco útiles para establecer los vaivenes zoológicos y geológicos del Planeta Azul.
Darwin no los despreció y, con unos cuantos palos de ciego, logró romper la piñata de la que han caído desde el siglo XIX las ideas más acertadas (o al menos, creíbles) que nos han llevado a lo que hoy creemos saber. Suyo es el hallazgo de la selección natural, según la cual la jirafa no estiró su cuello para llegar a los árboles (como sostenía Lamarck), sino que solo sobrevivieron los especímenes con el cuello lo suficientemente largo para alcanzar las copas.
De ahí a la Ley de Diversificación no hay más que un paso: el número de especies de un medio aumenta hasta que llega el momento en que todos los nichos ecológicos están cubiertos; o sea, que ya no hay un modo nuevo de sobrevivir, y eso impide que del árbol evolutivo se desgaje una nueva rama. Y esto, queridos terrícolas, es lo que está logrando el hombre. Aunque eso tiene otro nombre nada científico: avasallar.
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