Parece broma, pero el trabajo de preproducción y “maquillaje” de una sesión de fotos de moscas y mosquitos atropellados no tiene nada que envidiarle a los preparativos para la portada de una gran revista de moda. Lo primero es causarles un accidente con un mimo pasmoso: se forra el parabrisas de un coche con plástico adherente extrafino (como el de conservar los alimentos) y se circula a unos estrictos 70 km/h.
Esa es la velocidad precisa a la que esta minifauna muere con la suficiente fotogenia: “Las moscas quedan como ángeles caídos”, cuenta el fotógrafo Volker Steger a la revista del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT). A menos velocidad no siempre mueren, y si va más deprisa se parecen demasiado a la papilla. Y aun así, el autor ha de contar con la suerte de pillarlos comiendo, luchando, copulando… Después hay que retirar con cuidado a los “peatones” incrustados y secar del todo los especímenes, porque de otro modo, al aplicarles el bombardeo del microscopio de barrido de electrones, la evaporación de los fluidos produciría aberraciones en los haces y deformaría la imagen.
Un momento, ¿hemos dicho bombardeo? Sí: estos microscopios no recogen los fotones (la luz) que reflejan las muestras –ni, por tanto, el color– sino el baile que origina el torrente de electrones que les propinan. Por eso, el fotógrafo rocía a sus fantasmagóricos modelos con una aleación metálica rica en platino, que favorece la conductividad a lo largo del cuerpo de los insectos, y los convierte, así, en minicondensadores.
Lo que obtiene realmente no es una imagen tal como la concebimos, sino más bien una suerte de mapa de energía. A cambio, gana algo que Steger explota al máximo en su libro Buzz, the intimate bond between humans and insects: detalles micronésimos de una nitidez hiperrealista, porque la zona que se logra enfocar con esta tecnología es mayor que en otros dispositivos.
La paleta digital
Al fotógrafo ya se le habrá pasado, pero es de suponer que la primera vez que se inclinó sobre un microscopio de este tipo para hacer su foto de debut se llevaría una bonita decepción, porque las imágenes que se obtienen no pasan del blanco y negro. Steger soñaba con ese momento desde que, aún en el instituto, dio con su extraña vocación al ver los primeros bichos en el microscopio.
Quedó desde entonces prendado de “esa anatomía por módulos de los insectos, ese diseño tan ingenioso. Yo, por eso, prevengo a todos los padres del mundo para que no regalen microscopios malos. Así es como tantos niños acaban de abogados. Si les das uno en el que se vean cosas interesantes, es otra cosa”, comenta con humor.
O sea, que sí; es cierto: después de la sesión de fotos, el autor se ve obligado a recrear el color que supuestamente tienen sus “presas”, mediante retoque digital por ordenador (el todopoderoso Photoshop). Bueno, recrear no, porque, precisamente, ningún microscopio óptico –sensible al color– ha podido recoger esos tonos con precisión, así que se los inventa tratando de no exagerarlos: “Hay que tomar estas fotos más como una ilustración que como algo realista. La gente tiende a creer todo lo que ve. Por eso les pido simpre a los editores que mencionen expresamente que son coloreadas”. Dicho y hecho. Lo que sí procura siempre es que no tengan “un aspecto Disney”, para no restarles seriedad ni realismo. Pero sí busca la espectacularidad y la belleza, porque “al fin y al cabo, yo vivo de vender fotos”.
Eso no le quita ni un ápice de mérito a su reputado trabajo. Porque si en medio de todo este proceso de atropellado, secado y untado ninguno ha vomitado las tripas, es que ha habido suerte. Y por eso, sus modelos no sonríen, porque quizá Steger ya no se atreve a pedirles nada más
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