No sabían cómo ni de dónde venían, pero los pescadores noruegos del archipiélago de las Lofoten esperaban cada año, desde hace siglos, la llegada de los bacalaos en el mes de enero. Desde ese momento hasta abril, las aguas de los fiordos que se desparraman entre las islas, algo más cálidas que las del vecino Ártico, llenaban los estómagos y los bolsillos de marineros y comerciantes. “Frente a estas rocas deben pararse los jóvenes para dar gracias al Hombre Sentado [un pico de 942 m] la primera vez que salen a pescar skrei”, comenta el conductor de la lancha que nos guía a saltos entre las olas, antes de que abordemos una de esas embarcaciones.
Ambos rituales, la espera de los peces y el saludo, siguen en pie. Pero algo ha cambiado: ahora los marineros ya saben cuál es la aventura que culmina entre sus redes y anzuelos. Se sabe desde hace décadas que los bacalaos buscan desovar su carga de entre 400.000 y cinco millones de huevas en esas islas donde la temperatura del agua de los fiordos es más benevolente.
Lo que es más reciente es su seguimiento.Esos huevos y los alevines nacidos son transportados por la corriente del norte del Atlántico hasta Spitsbergen (también en Noruega) y el mar de Barents, donde los especímenes pasan entre 4 y 5 años creciendo, a la espera de su madurez sexual. Es entonces cuando, poseídos por un estado fisiológico especial, casi febril, sienten, a la par, la necesidad de reproducirse y la llamada de las aguas que los vieron nacer.
Y comienzan así una travesía de unos 1.000 kilómetros que los biólogos marinos monitorizan ahora con sonares de alta frecuencia. Estos instrumentos envían pulsos y miden la resonancia que devuelven los cuerpos que hallan a su paso. E identifican las especies no por las respuestas de su masa completa, sino por los ecos que devuelven sus vejigas natatorias, concretamente. Asombroso.
Pero eso no exime a los bacalaos de ponerse más tarde bajo la lupa de los científicos. En la mesa de disección se observa que el skrei no es una subespecie del bacalao (Gadus morhua) pero sí que es un tipo de espécimen que desarrolla una anatomía y una musculatura privilegiadas, gracias al tremendo esfuerzo de su viaje. Como resultado, su forma es más hidrodinámica, y su carne, más prieta.
En su peculiaridad quizá tenga que ver también que estos peces casi no comen en el trayecto, azuzados por la urgencia de la reproducción. No se sabe bien cómo se orientan para volver a casa, pero bien podría ser un mecanismo similar al de los salmones del ártico canadiense, que, según descubrió la Universidad de Oregón (EEUU), “recuerdan” la intensidad del campo magnético terrestre (única en cada punto del globo) del río donde nacieron, y buscan esa latitud y altitud exactas para desovar.
Gato por ‘skrei’
En vista de su morfología especial, “hay que saber distinguirlos; por eso, en las lonjas hay certificadores para asegurar que los peces que se venden son skrei, y no bacalao común”, cuenta a Quo Hildegunn Fure Osmundsvåg, directora del Consejo de Productos del Mar de Noruega en España. Fure nos habla en Henningsvaer mientras el cocinero noruego Jostein Medhus nos demuestra cómo separar los tres grupos de músculos del skrei antes de cocinarlo fresco. Pero hay otro atractivo culinario solo 1.000 metros más allá: el bacalao seco (stoccafisso) que pende, amarrado por la cola y descabezado, de las llamadas “catedrales” de secado.
Allí, entre febrero y mayo, una mezcla de sol, viento salado y temperaturas sobre cero dan a los skrei otra versión del digno final que corresponde a su valiente aventura nómada.
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