El 26 de junio del año 2000, la fecha en la que se hizo pública la secuenciación del genoma humano, marcó un antes y un después en la medicina. Fue el día en que, en palabras del entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton: “Aprendimos el idioma con el que Dios creó la vida”. Once años después, ningún científico sostendría las palabras de Clinton. Más bien conocemos parte del léxico de ese idioma, lo que no quiere decir que sepamos hablarlo.
Sí es cierto que ha habido investigadores que, como ocurre con algunos currículos, han dicho que dominaban la lengua y luego se ha averiguado que apenas la balbuceaban.
El caso más célebre es el de Hwan Woo Suk. El científico surcoreano “vendió” en 2004 que había conseguido introducir en un óvulo material genético de un adulto, con la pretensión de obtener células madre. Hace dos años, un tribunal le condenó por “inventar mentiras”. Ahora, esta vez sin trampas, lo han conseguido investigadores del New York Stem Cell Foundation Laboratory. ¿Qué novedad supone para la ciencia? Que, en teoría, a partir de las dos semanas de desarrollo que han logrado en el embrión ya se pueden obtener células madre. La peculiaridad es que no se extrae el ADN que ya tiene el óvulo.
Pero hay un problema: aunque se consigan células madre, de momento no tienen aplicación práctica, porque son óvulos con tres copias de cada cromosoma, y los humanos solo tenemos dos. Al margen de la trascendencia del avance, la investigación plantea el debate sobre los límites de la ingeniería genética y sus aplicaciones futuras. ¿Cómo se utilizará el genoma?
The Lancet contaba hace poco el caso de un paciente de 40 años, en principio sin factores de riesgo cardiovasculares, que acudió a un centro hospitalario neoyorquino preocupado por sus antecedentes familiares de problemas cardíacos. Las dos preguntas que le hizo a su médico fueron muy directas: ¿puedo morir de un infarto como ha muerto mi sobrina de 19 años? ¿Hay alguna forma de saberlo?
El médico le hizo las pruebas habituales: un electro, un ecocardiograma y una prueba de esfuerzo. Pero además, le planteó la posibilidad de rastrear su genoma. Los resultados respondían por sí solos a las preguntas que había planteado. Se le encontraron tres alteraciones genéticas relacionadas con un mayor riesgo de muerte súbita, otra que explicaba la repetición de casos de enfermedad coronaria en la familia y una última que indica que el paciente no respondería bien al tratamiento con uno de los fármacos anticoagulantes más habituales, Clopidogrel. El mismo análisis decía que sí lo haría, en cambio, a los fármacos contra el colesterol. Ante noticias como estas, mucha gente con posibilidades económicas se plantea secuenciar su ADN para buscar y prevenir posibles riesgos para su salud.
Si resulta tan eficaz, ¿por qué no se incorpora a la práctica clínica habitual? Una de las razones por las que no se analiza el genoma de forma rutinaria es el precio. Secuenciarlo ya no es prohibitivo, pero no está al alcance de todos: cuesta unos 2.000 euros. Pero el precio no es la razón más importante por la que estas pruebas no se generalizan. “El problema es que en muchos casos todavía no se sabe interpretar la información que proporciona el genoma; es mucha, pero no sabemos qué significa”, explica Soledad Puertas, del Hospital Clínico San Carlos de Madrid.
Por otra parte, la dicotomía que solía establecerse entre genoma y ambiente ha resultado falsa. En realidad, ambos interactúan mucho más de lo que se creía, de manera que lo que una persona come, respira, etc., regula la actividad de su genoma. “En el cáncer, por ejemplo, la expresión de entre 300 y 450 genes cambia en las células tumorales debido a variaciones en los patrones epigenéticos”, explica María Berdasco, del Instituto de Investigación Biomédica de Bellvitge, Barcelona.
La posibilidad de que las pruebas genéticas solo se practiquen en centros privados plantea además una cuestión: ¿estamos a las puertas de una medicina para ricos (los que puedan pagarse un análisis genético), por los menos en algunos países?
El consejero de Salud de Cataluña, Boi Ruiz, ya ha dejado caer la propuesta de que las personas con una renta de más de 50.000 euros tengan la obligación de pagarse un seguro privado. Según dice, así se reducirían las listas de espera de la Sanidad pública. Sin embargo, algunos expertos en economía de la salud ven en esta propuesta una segregación peligrosa. A la diferencia en la asistencia sanitaria por niveles de renta habría que sumar la que ya se produce según la comunidad autónoma en la que se resida.
La posibilidad de que estén disponibles tratamientos surgidos de la ingeniería genética tropieza también con el problema de las patentes sobre algunos genes. El 20% de las secuencias de ADN ya están patentadas. Hay empresas que se han adjudicado la propiedad intelectual de nuestros propios genes, algo así como si alguien hubiera patentado el oxígeno de la atmósfera.
El precedente está en una sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, que dictaminó que se podía registrar la propiedad de una bacteria modificada genéticamente para disolver el petróleo, lo cual sentó jurisprudencia en campos como la medicina. En el mismo ámbito, en el Supremo se está debatiendo ahora si una empresa tiene derecho o no a hacer lo mismo con los genes BRCA1 y BRCA2, relacionados con el cáncer.
Nadie duda de que los análisis del genoma son una herramienta de primera línea para mejorar la medicina. Esa es la cara de la moneda; la cruz es que plantea nuevos problemas sociales que ni siquiera han empezado a debatirse, como, por ejemplo, el uso forense del genoma. Podemos identificar a una persona de forma mucho más precisa por medio de un análisis de su ADN que recurriendo a sus huellas dactilares.
Pero eso plantea una cuestión: ¿la policía tendrá que tenernos a todos identificados genéticamente desde el nacimiento o desde que cumplamos la mayoría de edad? Las preguntas son interminables, y las dudas, legítimas.
Ahora, un trabajador no tiene ninguna garantía de que los análisis rutinarios de sangre que le hacen en su empresa se utilizan solo para medirle el colesterol y los triglicéridos, y no para conocer su predisposición a sufrir enfermedades neurodegenerativas, por poner un caso. Es evidente que la ingeniería genética se mueve en terrenos resbaladizos y que del hecho de que se definan bien sus fronteras depende que todos nos beneficiemos de la “revolución de la medicina que supera el descubrimiento de los antibióticos”, tal y como definió Tony Blair la secuenciación del genoma humano.
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