Un taxista ofrece una tela rosa a su pasajera. “Ponte el pañuelo”, le dice. “Pero cariño, si yo ya estoy bien”, responde ella, desvelando que en realidad son pareja. “Esta vez en los ojos”, la anima con complicidad. Al final del trayecto, la luz de un ventanal prende la excitante oscuridad y ella se ve en el centro de una fiesta sorpresa en la que decenas de personas celebran su regreso con sonrisas y abrazos.
Así de optimista es el último anuncio de televisión que anima a apoyar la investigación en cáncer de mama. Ni alopecia, ni cirugía. Como ocho de cada diez mujeres que se enfrentan a la enfermedad en España, Ana puede contar que ha vencido. Y la televisión refleja la esperanza de una sociedad que empieza a comprender que el cáncer no es una sentencia de muerte.
¿Una investigación sin rumbo?
La clave del éxito está en el diagnóstico precoz y en el estudio genético, que permite adoptar la mejor solución desde el primer momento, lo que ahorra tiempo y efectos secundarios. “Ahora estamos probando los nuevos tratamientos y las nuevas estrategias en tumores humanos que implantamos en ratones. Así aprendemos mucho mejor por qué los medicamentos funcionan y por qué no”, revela el director del Vall d’Hebron Instituto de Oncología (VHIO), Josep Tabernero. La idea es emplear fármacos dirigidos a alteraciones específicas, conocidas como dianas moleculares.
Por ejemplo, las pacientes de cáncer de mama con exceso de la proteína HER2 tienen el trastuzumab, y las que han heredado cierta mutación en el gen BRCA-1, que eleva hasta el 80% el riesgo de sufrir la patología, pueden recurrir al tamoxifeno incluso como prevención.
Pero el desarrollo de más de 170 fármacos oncológicos no ha impedido que la tasa de supervivencia a los cinco años del tratamiento sea inferior al 6% cuando el cáncer aparece en el páncreas, ni que apenas supere el 10% cuando conquista el pulmón o el hígado. Los pacientes con metástasis han ganado un tiempo impagable, pero la dispersión de los tumores sigue siendo un obstáculo fatídico. Además, a pesar de que la mortalidad desciende poco a poco, el número de casos aumenta a rebufo del envejecimiento de la sociedad. Que nuestro propio cuerpo geste la segunda causa de mortalidad en España da miedo. Quizá la ciencia deba buscar estrategias más eficaces para tranquilizarnos, como recientemente sugirió el premio Nobel James Watson.
A sus 84 años, este científico ha hecho mucho más que contribuir a revelar la estructura del ADN. Podría decirse que ha dedicado su vida a resolver los interminables retos con los que el cáncer desafía a los científicos. Y en su camino no ha dejado de levantar ampollas en carnes ajenas. “Seremos testigos de una expansión masiva de la mediocridad bienintencionada”, advirtió cuando el Senado estadounidense debatía la ley con la que el presidente Nixon declaró la guerra al cáncer a base de inversiones multimillonarias. “Envenenaremos la atmósfera del primer acto hasta tal punto que nadie con un mínimo de decencia querrá ver la obra hasta el final”, opinó sobre las quimioterapias radicales allá por 1975. Casi cuatro décadas después, ha vuelto a calentar el debate sobre “la naturaleza intrínsecamente conservadora de los sistemas actuales de investigación del cáncer” en un artículo publicado el pasado enero en la revista especializada Open Biology.
“A muchos científicos veteranos les parece que la ‘curación’ es un objetivo más intimidante ahora que cuando el presidente Nixon declaró la ‘guerra contra el cáncer’ en 1971”, afirmó, restando importancia a las modernas terapias personalizadas basadas en el estudio genético del paciente. También lamentó la falta de inversión para acorralar a la metástasis: “El factor principal que nos separa de vencer la mayoría de cánceres metastásicos en la próxima década puede no ser tanto la falta de conocimiento como el creciente fracaso de nuestro mundo para dirigir con inteligencia su poderío económico por rumbos más beneficiosos para la sociedad”.
Tratamiento personalizado
“Pero no es un artículo desesperanzador”, opina Tabernero. “Watson explica que hay que pensar en toda la dimensión del tumor, que tiene muchas características que lo hacen diferente del tejido normal, aparte de las alteraciones genéticas.” Su metabolismo, su capacidad de reducir la inmunidad del organismo y su manía de producir inflamación son algunas de esas particularidades. Todas ellas encierran estrategias potenciales para atacar a los tumores. “Lo que no va a pasar es que encontremos un medicamento que sirva para todo, pero sí vamos a ser capaces de parcelar cada vez más la enfermedad y de dar a cada enfermo el tratamiento adecuado”, adelanta Tabernero. Y añade: “La buena noticia es que se está investigando en todos los tumores”.
Eso sí, los avances se producen en distintos niveles, no solo en el desarrollo de las nuevas terapias. La epidemiología ayuda a conocer qué induce la aparición de un tumor; las modernas técnicas de imagen hacen posibles diagnósticos precoces más certeros; la capacidad de caracterizar genéticamente las alteraciones de un tumor era un sueño hace solo una década, el tratamiento quirúrgico y la radioterapia producen hoy día menos secuelas que nunca.
No hay dinero para todos
Pero el cáncer es una enfermedad muy cara. El español Ramón Luengo-Fernández, de la Universidad de Oxford (Reino Unido), presentó en septiembre un análisis de los costes directos e indirectos que acarrea. Entre la atención primaria, el cuidado hospitalario, la medicación y la caída de la productividad de los pacientes y de sus familiares, el cáncer es un agujero de 124.000 millones de euros anuales en la economía europea. Prácticamente equivale al gasto español en pensiones presupuestado para 2013. Puede que la investigación científica sea la mejor inversión, pero no es la única partida que hay que alimentar. Si hay 200 tipos de cáncer, con sus respectivos subtipos, es difícil colmar las necesidades de financiación de todos los proyectos: no hay más que leer las últimas líneas del polémico artículo de Watson.
“Desafortunadamente, es improbable que el NCI (el Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos, por sus siglas en inglés) se vaya a hacer cargo de otro gran proyecto científico cuando está tan presionado para financiar programas ya en curso”, se lamentó. Después retiró públicamente su apoyo a la enorme inversión que el instituto dedica al Atlas del Genoma del Cáncer (TCGA, en inglés), un proyecto multimillonario que aspira a dibujar un mapa de los cambios genéticos de cada tipo de cáncer que sirva a los investigadores para guiar el desarrollo de los nuevos medicamentos. Para Watson, los verdaderos avances toman forma en una propuesta en la que trabaja el Cold Spring Harbour Laboratory, donde es rector emérito. Su objetivo es detectar las debilidades de las células cancerígenas sin necesidad de analizar al detalle todos sus genomas: “740 millones de euros bastarían para identificar las proteínas que faltan para curar la mayoría de los cánceres metastásicos”, opinó el biólogo.
La metodología que está tras el proyecto no ha desatado la euforia de la comunidad científica, pero su filosofía no es ninguna herejía. El NCI no se habrá unido a su causa en la medida que Watson desearía, pero sí lo ha hecho la farmacéutica Pfizer en una colaboración que puede ser la primera de una larga cadena. Las manos de los supermillonarios del mundo, más que las aportaciones de los fondos de investigación del Gobierno estadounidense, pueden ser decisivas, apuntó Watson, en un intento por recabar financiación: “Felizmente, el Cold Spring Harbour Laboratory tiene el propósito de avanzar casi como si estuviera en una auténtica guerra”.
¿Y si tenemos los fármacos?
El jefe del grupo de Inestabilidad Genómica del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), Óscar Fernández-Capetillo, pasó tres años en el CNI antes de incorporarse al centro español. En dicho período inició una trayectoria profesional reconocida con prestigiosos premios internacionales dirigidos a los jóvenes investigadores, lo que difícilmente habría conseguido si no conociera bien el campo en que se mueve. Así que sabe lo que dice cuando opina que el artículo del ultraclarividente Watson no es muy novedoso. Se limita a revisar los esfuerzos de la investigación al tiempo que ensalza la estrategia de estudiar directamente nuevas formas de matar tumores frente a la de buscar sus debilidades genéticas para luego fabricar fármacos certeros.
Pero si Fernández-Capetillo piensa que la polémica que ha resonado en los medios de comunicación es exagerada, no es porque no aprecie la necesidad de que se produzcan cambios de forma urgente. El descubrimiento en la década de 1980 de los oncogenes, que son los genes de un tumor que varían respecto a los de las células sanas, “generó una corriente de pensamiento, muy influida por las compañías farmacéuticas, que proponía que hay que encontrar moléculas y agentes superselectivos que no inhiban más que una sola molécula del genoma”, explica el investigador.
Si un medicamento se basa en una molécula “sucia”, que inhiba muchas cosas y no solo una de las 30.000 proteínas de nuestras células, no cumple los estándares farmacéuticos y no será aprobado. “Creo que es un error absolutamente garrafal”, opina Fernández-Capetillo. ¿Acaso no es posible investigar cómo funciona un fármaco mientras salva la vida de las personas que están agonizando?
“Estoy convencido de que es posible que ya tengamos en nuestras manos toda la farmacia que nos hace falta; solo hay que saber a quién darle qué”, razona. Claro, que eso a las farmacéuticas les interesa menos que diseñar nuevos medicamentos cuyo desarrollo solo está al alcance de empresas ultramillonarias. Por otra parte, los hospitales se las han de ver con la tentación de hacer el ensayo clínico en el que las compañías ponen más dinero en lugar del mejor. “Conozco a muchos investigadores que creen que esto tiene que cambiar y que los países deberían promover la existencia de centros nacionales de ensayos clínicos”, apunta el científico.
Secretos en el adn
En los siete años que Fernández-Capetillo lleva en el CNIO, ha observado las consecuencias de la inestabilidad genómica, una propiedad de las células tumorales que les permite reorganizar rápidamente su ADN, donde sus secretos más valiosos esperan a los curiosos. “Es enfrentarte a un organismo que evoluciona tan deprisa que es muy difícil encontrar una estrategia a la que pueda responder de manera constante”, relata. La plasticidad que da a los tumores permite que se adapten y burlen la terapia, uno de los problemas más importantes que plantea el cáncer. Por ejemplo, cuando un tumor en el páncreas se convierte en viajero y coloniza el pulmón del enfermo, se producen unas mutaciones que dan a cada “campamento” una personalidad genética diferente. La terapia personalizada pierde entonces su sentido.
Los resultados de Fernández-Capetillo han llamado la atención a escala internacional, pero lo más fascinante es cómo su trabajo trasciende la propia enfermedad. “Teniendo en cuenta que tanto el cáncer como el envejecimiento surgen a causa del daño en el ADN, este se ha convertido en un campo de estudio muy importante”, piensa el científico. Irónicamente, la temida patología puede suponer una oportunidad para estudiar, y quizá aumentar, nuestra longevidad. Puesto que las células tumorales son capaces de replicarse sin fin, una cualidad que recuerda a la inmortalidad, y puesto que no dejan de ser piezas del cuerpo humano, es casi obligado fantasear: Henrietta Lacks murió en 1951, pero sus células cancerosas circulan vivas por los laboratorios de todo el mundo.
Pero los investigadores mantienen los pies en el suelo y desentrañan lentamente las intimidades del cáncer. La naturaleza no espera a que progresen: los tumores sencillamente aparecen, tarde o temprano. Un tercio de los españoles sufrirá cáncer. Dejar atrás esta estadística es uno de los retos científicos de nuestro tiempo. “Creo que la enfermedad se irá cronificando en muchos casos”, dice Fernández-Capetillo con optimismo cauteloso. Los avances en el tratamiento de tumores de mama son la prueba de que es posible ganar la guerra.
Más vale prevenir
La mayor parte de la investigación nacional en cáncer de pulmón podría suspenderse mañana mismo. Un certero recorte de millones de euros. Sus recursos se dedicarían a avanzar en el tratamiento de los cánceres menos comunes, y la ciencia habría avanzado en un día más que en décadas… si los españoles no volviesen a fumar. A nivel mundial, la decisión evitaría el 22% de las muertes según los datos de la Organización Mundial de la Salud. Y alrededor de un tercio de los decesos que provocan todos los cánceres podrían evitarse cambiando de dieta, reduciendo el consumo de alcohol, haciendo más ejercicio, dejando de fumar y reduciendo la contaminación.
Prevenir el cáncer a diario no está en las manos de los investigadores, quienes sí se ocupan de alargar la lista de carcinógenos conocidos. Es una labor complicada: no es ético experimentar con personas, pero hacerlo con células y animales en un laboratorio no garantiza que los resultados sean aplicables a los seres humanos.
La Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC) es una veterana en la materia. Lleva más de 30 años analizando factores externos que podrían causar cáncer, un período en el que ha escrutado 900 candidatos, de los que 100 han sido calificados de carcinógenos. Y entre los 800 restantes hay muchos que no han sido totalmente descartados. Virus, bacterias, productos químicos… Todos caben en la temida lista, un inventario de amenazas que puede convertirse en el mejor de los remedios. Al fin y al cabo, acabar con el cáncer precisa de nuestro esfuerzo tanto como del de los investigadores.
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