El 25 de noviembre de 1970, hace exactamente 40 años, Yukio Mishima se quitó la vida mediante el sepukku, el tradicional suicidio ritual de los samuráis. Detrás de él dejaba una vida contradictoria. Con una obra poética y teatral indiscutible, pero con una trayectoria política cuando menos cuestionable, ya que el literato nipón fue el líder del partido fascista japonés y se quitó la vida justo después de dar un intento de golpe de estado. Aunque, justo es decirlo, Mishima debía de ser consciente de que dicho «golpe», que tuvo algo de sainete sangriento, estaba destinado al fracaso desde el primer instante.
He de decir que mi fascinación por la figura de Mishima viene desde que era casi un crío, cuando vi en una revista de finales de los años 70 (el Blanco y Negro, si mi memoria no me falla), una de sus típicas fotos posando semidesnudo, luciendo su físico musculoso, y blandiendo un sable de samurái. Bien es sabido que el artista fue rechazado en su juventud cuando pretendía ingresar en el ejército, por su delicada salud; una frustración, que le empujó a practicar compulsivamente ejercicio físico y artes marciales hasta labrarse un cuerpo escultural. De ahí naceria su faceta narcisista. Su bisexualidad es otro tema relacionado, pero que requeriría un artículo aparte.
Y el segundo motivo de mi atracción por este personaje fue enterarme en mi adolescencia que en 1983, Cristina Higueras, actriz que por aquel entonces ya me causaba fascinación, interpretó una de sus obras más conocidas, Aya no tsuzumi, con una compañía francesa, la del Teatro Chene Noir, en el Festival de Avignon. Aya no tsuzumi, uno de los clásicos del llamado teatro noh, cuenta la historia de un jardinero enamorado de Hanako una princesa tan bella como frívola. Él le confiesa su amor y ella, para burlarse de sus sentimientos, le promete una cita. Le entrega al desdichado un tambor de seda y le pide que cuando se haga de noche lo toque junto a la tapia del jardín. Al oirlo, ella saldrá a su encuentro. Pero como es de seda, el tambor no suena, y ella nunca aparece. El jardinero, despechado se sucida y su fantasma regresa al mundo de los vivos para atormentar a Hanako.
No les he contado el argumento de la obra por puro capricho. Es más, les pido, pacientes lectores, que lo retengan en su memoria al igual que el nombre de Hanako, porque tendrán su importancia al final de este texto que pretendo cerrar de manera casi circular. Y ahora vamos con lo prometido: el cine.
Porque, más allá, de la política la poesía y el teatro, Yukio Mishima tuvo una carrera como actor y director de cine, breve pero sustanciosa que, además, es la faceta menos conocida de su trayectoria artística.
Yukio debutó como actor en Karakkaze yaro (1960), filme dirigido por Yasuzo Masumura (cineasta al que por cierto, el Círculo de Bellas Artes de Madrid acaba de dedicarle una interesantísima retrospectiva). Se trata de una tragedia en clave de cine negro, ambientada en el mundo de los yakuzas, los mafiosos japoneses. Es sorprendente que un personaje como Mishima, de ideas claramente fascistas participara en este filme en el que se ve, entre otras cosas, como los gangsters japoneses revientan huelgas o trafican con medicamentos en mal estado.
La experiencia debió de dejarle buen sabor de boca al poeta porque tras ela rodó en 1966 Yukoku (Patriotismo), el único filme dirigido (y protagonizado) por el artista nipón. Un mediometraje en blanco y negro que visto hoy resulta casi profético. Ambientado en los años 30, Mishima interpreta a un teniente cuyos mandos piensan amotinarse contra el emperador. Fiel a las reglas del Bushido, el oficial no está dispuesto a sumarse a la rebelión, pero desobedecer a sus superiores ya es también una especie de motín. ¿Como solucionar el dilema? De la única manera que puede hacerlo un buen guerrero. Quitándose la vida. Así, vemos como el personaje de Mishima y su esposa cenan tranquilamente, toman un baño mientras frotan sus cuerpos con hierbas y unguentos, y luego se quitan la vida haciéndose el sepukku. Curiosamente, tras la muerte de Mishima, la esposa del poeta decidió destruir las copias de este filme, que se creía irremediablemente perdido, hasta que recientemente fue recuperado y restaurado. Actualmente circula una versión en DVD en el mercado anglosajón.
Tras un flme tan dramático y emotivo cómo el anterior, la siguiente experiencia cinematográfica de Mishima se limitó a una colaboración especial en La lagarta negra (1968), una extravagante comedia de acción. Su protagonista es una hábil ladrona de joyas que pretende apoderarse de un valioso diamante, La estrella de Egipto, aunque para ello tendrá que esquivar a un atractivo policía que le sigue los pasos. Finalmente la chica consigue robar el diamante y secuestrar al poli al que se lleva a su guarida secreta, situada en una isla desierta, para convertirlo en su amante. La cosa prometería placeres sin fin si no fuera porque cuando se cansa de sus juguetes masculinos, la mujer los convierte en estatuas de carne. Y precisamente, Mishima aparece como una de las estatuas humanas que forman la colección de esta perversa malhechora.
Más sustancioso fue su siguiente (y último) papel en Hitokiri (1970), un tradicional filme de samuráis, donde Yukio interpreta al villano de la historia. Curiosamente, su personaje desaparece en un momento determinado del filme sin que se de ninguna explicación pertinente. Pero si había una razón. Mishima no terminó la película, ya que el 25 de noviembre de ese año, en lugar de acudir al rodaje, reunió a su ejército privado (había pasado varios años reclutando y entrenando una tropa de fanáticos paramilitares), y se dirigió con ellos al Ministerio de Defensa de Tokio. Redujeron a los guardias y tomaron como rehén al ministro.
Cuando la milicia, la policía y los medios de comunicación cercaron el edificio oficial, Mishima se asomó al balcón, lanzó un discurso patriotico evocando la necesidad de recuperar las tradiciones del Japón feudal y, dando vivas al emperador, sacó su sable y se hizo el sepukku abriéndose el abdómen. Uno de sus colaboradores le dió el kubi o kiru, golpe de decapitación, y luego se quitó a su vez la vida, iniciando así una cadena de suicidios entre los seguidores del poeta.
Su muerte tuvo especial resonancia en Francia e Inglaterra, los dos países en los que su figura y su obra eran más conocidas en aquella época. ¿Pero que ocurrió en España? Pues que la noticia solo fue recogida en un diario, el ABC y publicada además, ¡el 6 de diciembre!, casi medio mes después de haber ocurrido. Tanta tardanza resulta alucinante en estos tiempos actuales en los que internet, Twitter y las redes sociales nos permiten conocer las noticias incluso antes de que sucedan. Pero al margen de esta curiosidad, quería cerrar mi texto reproduciendo el final de la necrológica que sobre Mishima publicó el diario madrileño y que firmó Lorenzo López Sancho. Un texto que casi es pura poesía: «Muere el escritor haciendo sonar con su sable de samurái el «aya no tsuzumi», el tambor de seda. Pero Japón, al igual que la bella Hanako de su célebre noh, no escuchará su llamada».
No se que pensarán ustedes, pero yo creo que el poeta kamikaze habría estado orgulloso de ella.
Vicente Fernández López
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