¿Alguna vez has mirado con gula lastimera el jugo desperdiciado para siempre de una carne a la brasa? Los griegos y romanos también. Quizá así surgió la idea de envolver las viandas con una masa de harina, agua y grasa, que se retiraba y desechaba después de la cocción.
La costumbre llegó hasta la Edad Media, en la que se aprovechaban también esos recipientes –llamados coffyn (‘ataúd’) en Inglaterra– para conservar el guiso durante mucho tiempo, transportarlo o enviarlo como regalo a otros lugares. Únicamente los sirvientes hambrientos hincaban el diente de vez en cuando a la pasta cocida, por lo general de harina integral de centeno y de varios centímetros de grosor. Su dureza y consistencia permitían reutilizarla a veces como cualquier cazuela.
Con la abundancia de azúcar y grasa, empezaron a hacerse también dulces, más finas y más propensas a seguir el camino hacia el estómago humano junto al relleno que contenían.