Hay una escena de La vida de Brian (1979) en la que miembros de la resistencia de Judea llevan un rato intentando buscarles pegas a los romanos, hasta que el cabecilla, ya sin argumentos, espeta: “Está bien, pero, aparte de la sanidad, la educación, la justicia, los acueductos, las carreteras, el comercio, la seguridad, la representación política, el derecho de asociación, la libertad de expresión…, ¿qué ha hecho Roma por nosotros?” Bien, pues el macho humano tiene muchas ventajas que más le vale mostrar cuanto antes, porque varias amenazas pueden dejarlo en breve sin razón de ser, sin justificación.
El Homo sapiens es una de tantas especies con reproducción sexual, es decir, en las que son necesarios gametos masculinos (espermatozoides) que fecunden los femeninos (óvulos). Eso daba al macho la tranquilidad de saberse imprescindible, importante, relajado. Hasta ahora…
La clonación del primer animal, Dolly, en 1996, descubrió un camino en la investigación biomédica por donde arribaron muchas esperanzas. Pero ahora, un hallazgo nuevo, que abre la puerta a otro tipo de reproducción sin padre, ha entrado de lleno en el gallinero y el gallo se ha puesto nervioso. Se trata de una investigación sobre problemas de fertilidad masculina durante la cual científicos de las universidades de Newcastle, de Durham y del Instituto de Células Madre del Noroeste de Inglaterra crearon esperma artificial. El doctor Karim Nayernia y su equipo tomaron células madre –capaces de transformarse en el tipo de tejido que se les “pida”– procedentes de un embrión de 4 ó 5 días, y las devolvieron, mediante un cultivo, a su estado anterior de células germinales. En ese estadio, las células aún no “han decidido” si van a convertirse en óvulos o en espermatozoides. Nayernia y los suyos decidieron por ellas: serían esperma. El anuncio se hizo, claro, sin tratar de extrapolarlo al ser humano, pero el equipo inglés reveló que antes había logrado embarazar a varias inocentes ratoncitas que habían tenido prole, si bien los vástagos habían fallecido a los pocos días.
Aparte de otras dudas técnicas (léase el cuadro de arriba), este sucedáneo no sería suficiente para acabar con la figura del inseminador. Los espermatozoides viajan en el líquido seminal, y este, según detalló en 2006 la bióloga Rebecca Burch, de la Universidad Estatal de Nueva York, contiene hormonas útiles para sacar adelante el embarazo y favorecer la ovulación.
Lo malo es que también en julio de este año llegó otro disgusto. La Academia China de Ciencias reveló que habían conseguido algo aún más directo: consiguieron devolver células madre de la piel de un ratón al estado inicial en el que están “dispuestas” a todo, y las inyectaron en embriones modificados para actuar como “placenta”. Tras implantarlos en ratonas, nacieron 31 crías, que han sido capaces de tener 100 hijos y 200 nietos, aunque algunos sufren malformaciones.
Otro argumento de subsistencia que Darwin nos dio fue que las especies necesitan la competencia genética, la mejora, en una palabra, para evolucionar y adaptarse a los cambios en el medio. Pero en 2004, biólogos marinos dieron con un invertebrado microscópico llamado bdelloide que, no contento con haber abandonado hace 100 millones de años la reproducción sexual (o sea, ahora tiene descendencia a base de dividir sus células), ha evolucionado y se ha ramificado en otras 400 especies, cosa increíble al no haber variedad genética. Aparte de un enigma científico, el caso de este rotífero suscitó la idea de que, quizá, la supervivencia de una especie no necesariamente dependa de que se transmitan los genes que mejor se adapten, sino de que cada grupo halle lo que llaman su “nicho de especialización”, o sea, un hábitat en el que no necesiten adaptaciones. En otras palabras, que las mujeres podrían subsistir sin nosotros.
¿Y podría ser que se necesiten menos hombres? Las especies con apareamiento entre consanguíneos, como los ácaros del género Adactylidium, tienen hembras que crían en su interior a varias “hijas” y un solo “hijo”. Este las insemina allí mismo y, horas después de nacer, muere. Esa adaptación evolutiva tan compleja asegura que la única fuente de semen no se muera.
Pero ni el hombre, ni muchos otros animales han adoptado el método porque, como dejó escrito Darwin: “La selección natural opera a través de la lucha de los individuos por maximizar su éxito reproductivo”. Y precisamente, el triunfo evolutivo del Homo sapiens ha sido extremar esa lucha, y no conformarnos con seguir simplemente vivos.
Por último, hay algo que los cambios sociales están destapando: ¿necesitan padre los niños? Las mujeres del primer mundo ya se valen por sí solas, y ser hijo de madre soltera no produce grandes traumas.
Aun así, dos cosas pueden salvar al hombre. En 2000, la Memorial University de Newfoundland (Canadá) detectó que al vivir con una embarazada, un hombre sufre un subidón de un 20% de prolactina (una de las hormonas responsables del instinto paternal y maternal). Quizá la Naturaleza preparaba así a los padres para la eventual muerte de la madre en un parto que se tornó arriesgado a medida que la evolución agrandaba la cabeza del feto pero estrechaba las caderas por la bipedación. Pero la prolactina lleva milenios sin “hacer efecto” en los maridos porque las madres, ya humanas, erguidas y sin pelo para que las crías se agarren, tenían las manos ocupadas y enviaban a sus maridos a cazar. Así que ahora bastaría con dejarse llevar por ella. En resumen, que el macho está en peligro, pero evoluciona favorablemente.
Redacción QUO
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