Cuando los primeros humanos descubrieron que el secreto de su supervivencia no estaba en el enfrentamiento con sus semejantes, sino en la lucha contra un entorno hostil, comprendieron que trabajando juntos serían más fuertes. Por eso, ser expulsado del grupo era uno de los peores castigos que existían en las primitivas comunidades. Las posibilidades de sobrevivir aislado eran mínimas, y solo lo lograban quienes poseían unas cualidades excepcionales… los héroes.
Dos son siempre mejor que uno
Fuertes, valientes, casi invencibles… Los griegos elevaron a sus héroes a la categoría de auténticos semidioses capaces de todo. O casi, porque hay hazañas que son demasiado incluso para un héroe. ¿Qué hacer, entonces? Formar un equipo con los mejores.
Eso es lo que cuenta la leyenda de Jasón, el hombre que se apoderó del Vellocino de Oro. Consciente de los grandes peligros que le acechaban en su aventura, reclutó a una tripulación invencible para que le acompañara en la nave Argos. Para ello, organizó unos juegos deportivos en los que participaron atletas y guerreros de toda Grecia, y después enroló a los vencedores. Los elegidos, conocidos como los argonautas, fueron 49, y entre ellos se encontraban Pólux, especialista en el combate cuerpo a cuerpo; Cástor, maestro en el arte de domar caballos; Atalanta, la única mujer de la expedición y hábil arquera… El grupo tuvo, además, una incorporación de última hora: Hércules, el héroe entre los héroes, que aventajaba en todo a sus compañeros.
La leyenda de los argonautas es la primera referencia que existe en nuestra cultura a un “equipo de profesionales”. Esa unión les permitió enfrentarse a infinitos peligros. El único que estuvo a punto de hacer fracasar la expedición fue Hércules, cuya arrogancia le hacía actuar por libre. La situación alcanzó su momento crítico al llegar a una isla en la que, mientras los demás buscaban víveres, Hércules fue a lo suyo para robar los tesoros del lugar. Aquello ocasionó la cólera de Zeus, quien estuvo a punto de destruir a los navegantes.
El genio necesita ayuda
Ya en el año 300 a. C., el filósofo Platón afirmó: “Hasta los criminales necesitan colaborar a veces para lograr sus fines”. Aunque a continuación decía que la unión de cualquier grupo no podía ser eterna, y que nacía viciada por un virus muy letal: el ego de cada uno de sus miembros. Platón solo valoraba el trabajo en grupo como recurso excepcional. No en vano, el pensador griego es uno de los que más hizo por ensalzar la imagen del genio y el artista autosuficiente.
Pero esa imagen no es forzosamente cierta, aunque hay que esperar hasta el Renacimiento para encontrarnos con un genio que reconoce, por primera vez, la importancia del trabajo en equipo: Michelangelo Buonarroti. El artista contó con la ayuda de un equipo fijo que el pintor y escultor utilizó a lo largo de su carrera.
Lo sabemos porque dejó numerosas notas manuscritas, gracias a las cuales podemos conocer que su colaborador Michele era un mentiroso, Rubecchino un sinvergüenza, y Pietro un petimetre preocupado por la ropa fina; pero también que el primero era el mejor experto que conocía para seleccionar el mármol; que el segundo era único preparando los techos donde se iban a pintar los frescos y que el tercero de ellos era un incomparable relaciones públicas que templaba los ánimos cada vez que Miguel Ángel se peleaba con el papa o el mecenas de turno.
Los 47 samuráis
“Si se quiere negociar con un chino, hay que leer a Confucio”, afirma el politólogo Jorge Malena, uno de los mejores conocedores que hay en España de las culturas orientales. El pensamiento de ese filósofo no solo es una de las bases de la civilización china, sino que ha impregnado a casi todos los pueblos de Asia. Confucio propugnó la necesidad de reprimir el individualismo, lo que ha hecho que los orientales valoren desde tiempos inmemoriales la importancia del esfuerzo colectivo y que, hoy, se considere una falta de respeto que un ejecutivo elabore su agenda de citas sin consultar con sus colaboradores más cercanos.
Por eso, estas culturas también nos han legado numerosos relatos sobre cómo el esfuerzo común conduce al triunfo. La más famosa de estas historias es la de los 47 ronins, un suceso acaecido en Japón en el año 1700. Un señor feudal fue asesinado por su rival, el poderoso Aika, y los 47 hombres de la guardia personal del difunto pasaron a convertirse en ronins, nombre que reciben los samuráis que han perdido su honor. Pese a ello, juraron vengar la muerte de su amo. Una tarea difícil, ya que el asesino vivía en una fortaleza, protegido por 500 guerreros.
El vil Aika temía una reacción de los samuráis y ordenó vigilarles, así que estos usaron su astucia para engañarle. Algunos se convirtieron en monjes, otros se transformaron en mendigos y otros llegaron incluso a mutilarse la mano derecha para lavar su deshonra, aunque por las noches se entrenaban manejando la espada con la izquierda. El jefe, llamado Oishi, fingió convertirse en un borracho y, para aparentar una degeneración aún mayor, convirtió a su esposa y a sus hijas en prostitutas. La mascarada duró tres años, al cabo de los cuales los 47 ronins volvieron a juntarse una noche para consumar su venganza. La esposa y las hijas de Oishi envenenaron a varias docenas de hombres de Aika, que se divertían en el burdel. Luego, los ronins asaltaron la fortaleza y pasaron a cuchillo a sus moradores. Cortaron la cabeza de su enemigo y la depositaron sobre la tumba de su amo.
Lucha de clases
En su obra Historia de la civilización, el historiador William James Durant asegura que la Edad Media es el período en el que los desfavorecidos toman por fin conciencia de que cooperando entre ellos serán más fuertes. Esa es la primera vez que los campesinos oprimidos se sublevan contra los poderosos señores feudales.
En 1354, cerca de la costa de Normandía, una fuerza formada por varios centenares de campesinos franceses armados con hoces y horcas se enfrentó a un ejército de caballeros. Cuando los guerreros cargaron contra ellos, los campesinos huyeron en desbandada, pero era una emboscada, ya que atrajeron a sus enemigos hacia un terreno embarrado en el que los caballos quedaron inmovilizados. Mientras los animales luchaban por escapar de aquella trampa de cieno, los labriegos mataron a las monturas con sus rústicas armas, haciendo caer a los jinetes.
Ese espíritu de “cooperación” se extendió desde las clases más hu­mildes a otros ámbitos. Así, en 1660, Isaac Newton, Chistopher Wren –constructor de la catedral de San Pablo–, Gottfried Leibniz –inventor del cálculo moderno–, el astrónomo Edmund Haley y el ingeniero Robert Hooke se unieron para fundar la Royal Society of London, e invitaron a los sabios de todo el mundo a compartir sus investigaciones, sin que les importaran en absoluto los conflictos políticos y bélicos que existieran entre sus respectivas naciones.
Se buscan hombres audaces
La importancia del esfuerzo en común durante la historia ha quedado clara. Pero se necesita también un talento especial para reclutar un equipo. Lo demuestra la anécdota protagonizada por el explorador Thor Heyerdahl en 1946 mientras preparaba la expedición Kon Tiki: atravesar el océano Pacífico en una balsa de madera.
El navegante enroló a cuatro noruegos como él, pero le faltaba un hombre para completar la tripulación. Un día entró en su despacho un sueco. Alegaba una gran experiencia como navegante, pero no aportaba ni un dato que confirmara sus credenciales. “No hacía mucho que Noruega se había independizado de Suecia”, relató He­yerdahl. “Fue un suceso que afec­tó a las relaciones entre ambos paises. Por eso, un sueco que estaba dispuesto a pasar meses en una barcaza, en compañía de cinco noruegos, debía de ser un tipo curtido. Mi equipo estaba completo.”
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