A caballo. Así fue como un grupo de agricultores pudo adentrarse entre las nubes y la selva amazónica peruana, y ganar la Laguna de los Cóndores. Porque ese es el único transporte que se puede tomar desde la vecina ciudad de Leymebamba, siempre que uno tenga espalda para cabalgar diez horas hasta la boca de la laguna y otras dos hasta las tumbas, bordeando la orilla. El lugar, según se contaba desde siempre en la zona, había sido un mausoleo (o chullpa) al aire libre varios siglos atrás, cuando los chachapoyas escondían y veneraban allí a sus difuntos.
Tan bien las ocultaron que cinco siglos de sueño eterno no fueron interrumpidos más que por algunos huequeros (saqueadores), hasta que este grupo de expedicionarios los violentó a golpe de machete. ¡Ay de ellos si las momias se hubieran llegado a despertar!, porque este pueblo que habitó el extremo norte de los Andes desde el siglo VIII era temido por sus vecinos precisamente por su habilidad al batirse el cobre. Un ardor guerrero que, sin embargo, no les bastó para evitar la invasión del todopoderoso Imperio Inca hacia 1470. La venganza solo se hizo esperar hasta 1532, cuando los “hombres de las nubes” –esa es una de las traducciones propuestas para chachapoyas– se unieron a los recién llegados españoles para derrotar definitivamente al pueblo del rey Atahualpa.
Vivir con los muertos
Dominación aparte, fue en la época llamada chachapoya-inca cuando el culto a los antepasados y las técnicas de momificación alcanzaron su esplendor. Las doce momias escogidas de esa época –se hallaron unas 200– son una joya doble: primero, porque fueron preparadas para la eternidad con una técnica exquisita solo comparable a la de los egipcios. Y segundo, porque esa misma virtuosidad funeraria ha conservado de modo impagable vestigios muy valiosos para desenmascarar a un pueblo hasta ahora misterioso. Los análisis de su ADN y el estudio de sus ropas, zapatos, joyas y utensilios están arrojando luz sobre una cultura que, según la directora del Museo de Leyabamaba, Sonia Guillén: “Es casi desconocida por los propios peruanos”.
Y era algo pretendido. Los chachapoyas aprendieron de sus dominadores la costumbre de ocultar sus panacas (momias incas) en lugares destinados a la veneración de los muertos como deidades. Guillén cuenta que “estas participaban en la vida cotidiana” de la comunidad. Y para ello, tenían que estar guapas. De ahí el esmero con el que evisceraban los cadáveres, los trataban con hierbas aún desconocidas y culminaban la operación con una sofisticada taxidermia: rellenaban la boca, los pómulos y las fosas nasales con bolas de algodón, para conservar el aspecto de vivos. Después, reducían los cuerpos tensando sus articulaciones para que cupieran dentro de unas canastas de paja envueltas en telas. Y colgando de ellas, el último secreto por descifrar: el que los cordeles (quipus) que las atan llevan escrito.
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