Au Qun Tiqi Wiraqucha Pachayachachiq, es el nombre que los antiguos incas le daban al dios Sol. Y el explorador noruego Thor Heyerdahl se inspiró en el mismo para bautizar la balsa con la que en 1947 realizó la última gran travesía épica de la historia. Por eso, ahora, cuando se estrena en los cines Kon-Tiki, la espectacular recreación fílmica de aquella gesta (que fue nominada al Oscar al mejor filme en lengua no inglesa de 2012) es una ocasión magnífica para recordar aquel heroico viaje. Una epopeya marítima que comenzó a gestarse poco antes de la II Guerra Mundial, cuando Heyerdahl, licenciado en Geología y Biología por la Universidad de Oslo, visitó por primera vez la Polinesia. El explorador creyó encontrar paralelismos notables entre los habitantes de aquellas islas y la cultura precolombina de Perú. Concretamente, le llamó la atención la existencia de una deidad polinesia a la que llamaban Kon-Tiki, el dios solar, que parecía hermana de la de los incas. Heyerdahl pensó entonces que podría haber existido algún contacto entre ambos pueblos. ¿Pero cómo, si ambos territorios estaban separados por casi ocho mil kilómetros de océano?
Seis hombres sin miedo
Terminada la guerra, Heyerdahl retomó su teoría sobre los posibles contactos entre incas y polinesios. Pero la mayoría de historiadores a los que se la expuso la consideraron cuando menos improbable. Lejos de rendirse, Thor llegó al convencimiento de que la única manera de demostrar su tesis era con hechos… aunque estos le costaran la vida. Y tomó la decisión que le hizo pasar a la historia: construir una balsa similar a la de los antiguos polinesios y cruzar con ella el océano Pacífico.
La balsa se fabricó en Perú, y una vez terminada, Heyerdahl comenzó a reclutar a la tripulación. Enroló a cuatro noruegos: Erik Hesselberg, marino; Knut Haugland, especialista en raidotransmisiones; Torstein Raabi, oceanógrafo; y Herman Watzinger, ingeniero. La expedición se completó con un sexto tripulante: el sueco Beng Danielsson. Sociólogo de profesión y aventurero por vocación, Beng no poseía ninguna habilidad práctica específica para participar en la travesía, pero Heyerdahl confesó en su biografía que le reclutó por otros motivos: “Suecia y Noruega eran dos países que no mantenían buenas relaciones desde que el segundo se independizó del primero. Por eso, un sueco que estuviera dispuesto a pasar meses confinado en una balsa con cinco noruegos tenía que ser un tipo hecho de una pasta muy especial. Y yo necesitaba gente especial”.
La Kon-Tiki se hizo a la mar el 28 de abril de 1947, zarpando del puerto peruano del Callao. Heyerdahl y sus compañeros sabían que no iba a ser una aventura fácil. “Una balsa no se puede gobernar”, explicó el explorador, “navega a merced del viento”. Por eso, el plan de viaje consistía en dejarse llevar por la corriente de Humboldt. Pero hacerlo no era tan sencillo como decirlo.
Bebiendo la sangre de los peces
Durante los primeros días, los seis aventureros se vieron superados por la fuerza de los elementos. Los potentes vientos alisios les hacían navegar contra corriente y amenazaban constantemente con sacarles fuera de su ruta. Lo intentaron todo para mantenerse en ella, incluso remar, pero finalmente, al terminar el tercer día de extenuante lucha, Heyerdahl y sus compañeros, agotados y al límite de sus fuerzas, se dieron por vencidos. Arriaron su vela y se retiraron a dormir. Pero al despertar descubrieron que había sucedido un milagro inesperado: los vientos habían amainado, la balsa había girado por sí sola y se dejaba arrastrar plácidamente por su querida corriente… ¡rumbo a la Polinesia!
Respecto a los víveres, al cabo de unos días comprobaron que las provisiones que habían guardado en cajas de cartón (frutos secos) resistían perfectamente, mientras que las latas de conserva se estropearon por infiltración del agua salada. Aun así, en alta mar no les fue difícil proveerse de alimento fresco pescando. Incluso, como contó Thor: “Raro era el día que no encontrábamos peces voladores agonizando sobre cubierta. Solo les faltaba arrojarse ellos mismos a la sartén”.
Respecto al agua, a las cuatro semanas de viaje la que habían cargado se les había vuelto rancia. El problema lo paliaron haciendo acopio minucioso del agua de lluvia, y racionando estrictamente el líquido a un litro diario por tripulante. Pero además, los expedicionarios saciaron su sed aprendiendo a ingerir la linfa de los peces que apresaban, tal y como habían leído en los relatos de algunos náufragos.
Atados, como Ulises
Viajar en una balsa de troncos a través del océano Pacífico no es una empresa fácil. Heyerdahl y sus compañeros lo sabían antes de hacerse a la mar, pero no fueron del todo conscientes de los peligros que les aguardaban hasta bien avanzada su aventura. Thor aprovechó el viaje para grabar un documental. Por eso, cada día hinchaba un pequeño bote de goma y se alejaba varios metros de la Kon-Tiki para filmarla con su tomavistas. Fue en una de esas ocasiones cuando, según sus propias palabras, se dio cuenta de su fragilidad: “El mar estaba picado, y vi cómo la cresta de las olas subía hasta tapar completamente la Kon Tiki. Solo podía ver la punta del mástil. Y entonces comprendí realmente que estábamos a merced de la voluntad del océano”.
Sus pensamientos fueron proféticos. Esa misma noche estalló una tormenta que duró cinco día. Como Ulises, los seis viajeros tuvieron que atarse para no ser arrastrados por las olas que barrían la cubierta. Pero la balsa resistió y siguió su rumbo.
La fauna marina también les deparó algún susto. El mayor fue cuando su rumbo se cruzó con el de una ballena azul que pasó por debajo de la balsa, amenazando con hacerla volcar. Heyerdahl y sus compañeros tuvieron que arponearla para hacer que se alejase. Igualmente, al inicio de la travesía arponeaban a los tiburones que se aproximaban demasiado. Pero poco a poco empezaron a perderle el miedo a los escualos, y jugar a tratar de cogerlos por la cola se convirtió en una de sus escasas distracciones.
La marsellesa en versión polinesia
Los momentos de calma y aburrimiento tampoco ayudaron a mejorar el ánimo de los tripulantes. Y conforme pasaron las semanas, la convivencia empezó a hacerse difícil. Heyerdahl recuerda que una noche que se levantó a beber pisó sin querer a su compañero Erik, quien le correspondió mordiéndole en el tobillo con saña. Otra noche se sorprendieron al ver cómo asomaban por la superficie unos extraños peces luminosos. Rápidamente despertaron a Torstein, el oceanógrafo del grupo, quien vencido por el sueño y el tedio, solo acertó a decir: “Esos peces no son reales”.
Finalmente, tras 101 días y más de 7.000 km de travesía, la Kon-Tiki encalló en el arrecife de Rarola, en la isla de Tuamotu. Por fin habían llegado a su destino. Los seis hombres bajaron a tierra, cogieron algunos cocos y, tras saciar su hambre y sed, se tumbaron en la arena. Poco a poco fueron llegando lugareños y, tras enterarse de la odisea de aquellos personajes, los samoanos les honraron a su manera: ¡cantándoles La Marsellesa!, el único himno europeo que conocían. Fue un momento especialmente emocionante, y Heyerdahl lo recreó en su libro diciendo: “El purgatorio era un poco más húmedo de lo que creía. Pero el paraíso es tal y como lo había imaginado”.
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