En la mitología griega se cuenta que, cuando en 776 a. C. se celebraron los primeros Juegos Olímpicos en honor de Zeus, el patriarca de los dioses helenos no quiso perderse las competiciones deportivas. Bajó a la Tierra de incógnito, disfrazado de peregrino, y se alojó en la vivienda de una familia de Olimpia.
El dios disfrutó tanto que regresaba cada año, y se hospedaba siempre en una casa diferente. Hasta que, en una ocasión, un hombre muy rico le negó cobijo bajo su techo, y Zeus, furioso, destruyó su hogar y arruinó sus tierras. Esa es la razón de que los habitantes de la ciudad, temerosos de la cólera del dios, abrieran las puertas de sus casas a los viajeros que cada año acudían a ver los juegos, ya que temían que alguno de ellos fuera Zeus. Así, si hacemos caso a la leyenda, el soberano del Monte Olimpo sería el primer turista de la Historia.
Pero los historiadores van siempre más allá de la mitología. Los especialistas consideran que los orígenes del veraneo son aún más remotos, y los sitúan alrededor del año 1500 a. C., en Egipto. Coincidiendo con el actual 21 de junio, los egipcios celebraban el solsticio de verano, una fiesta de gran trascendencia social ya que tras ella llegaba la época de la cosecha y comenzaba la crecida del Nilo, cuyas aguas se desbordaban e inundaban grandes extensiones de tierra.
Eso motivaba que, tras participar en una ceremonia en honor del Sol en el templo de Amon-Ra en Karnak, los faraones comenzaran lo que podíamos llamar su “período vacacional”: abandonaban su residencia habitual y se trasladaban a sus pabellones de verano en el alto Nilo, donde se dedicaban a cazar.
Ciudades romanas para veranear
Pese a esos antecedentes, las vacaciones y el veraneo son fenómenos ligados al concepto de ocio, y este se considera una invención romana. Los esclavos hacían todo el trabajo duro en los hogares de los patricios, los ciudadanos acomodados del Imperio, que se convirtieron así en la primera clase social de la Historia que se acostumbró a gozar del tiempo libre.
No es que los personajes ricos y poderosos de Mesopotamia, Egipto y Grecia estuvieran más ocupados que ellos; lo que ocurre es que los patricios romanos presenciaron el nacimiento de una nueva corriente filosófica que defendía el disfrute del ocio como la auténtica esencia de la vida humana.?Así, en el siglo I, Séneca escribió: “A nadie compadezco más que a esos hombres atareados que viven negándoselo todo en la juventud por no tener tiempo, y en la vejez por no deprimirse al ver lo que han dejado de hacer en sus vidas”.
Los patricios romanos rendían culto al tiempo libre, y ese culto se hacía más intenso al llegar los meses del verano. ¿Por qué? Roma era la capital del mayor imperio del mundo, la metrópoli que iluminaba con su luz a los bárbaros. Pero en verano esa luz despedía olor a podredumbre por la fetidez que emanaba de sus cloacas y de las letrinas públicas. Según cuenta Petronio en El satiricón, el propio Nerón llegó a exclamar: “Qué insoportable olor despedirá la plebe ahora que llega el calor”. Por eso, en junio la corte se trasladaba al palacio de Anzio, en la costa de Sicilia. Los patricios imitaron al emperador e iniciaron un éxodo veraniego hacia sus residencias en el sur.
Uno de sus destinos preferidos era Pompeya, que se transformó en una típica ciudad de veraneo. Se edificaron lujosas villas, termas, piscinas, un anfiteatro y todo lo necesario para asegurar el bienestar de los más privilegiados.?Tanto que algunos historiadores, como Thomas Viegel, califican a Pompeya como un antecedente de los actuales resorts turísticos. Un paraíso del relax que fue arrasado en el año 76 por la erupción del Vesubio.
Los primeros souvenirs
Pero la moda romana del veraneo desapareció al mismo tiempo que el Imperio se desintegraba, y el culto al ocio que profesaban las clases altas se disolvía en el maremágnum formado por el fanatismo, la violencia y las epidemias medievales. Fue la época en que se construyeron las primeras ciudades-balneario, como Bath en Inglaterra y Aix-les-Bains en Francia, pero todas acabaron cerrándose al descubrirse que en sus baños los clientes podían contagiarse de la peste.
Es cierto que la Edad Media fue una época de grandes viajes, motivados especialmente por las Cruzadas y por las peregrinaciones a los grandes santuarios religiosos. Pero son acontecimientos que no tienen nada que ver con los modernos conceptos de turismo y vacaciones, porque carecían de su su principal motivación: el placer. Aunque hubo una excepción: las peregrinaciones a la catedral de Canterbury, en Inglaterra. Geoffrey Chaucer describió cómo alrededor del santuario proliferaban los tenderetes de artesanos y orfebres que vendían copias de las imágenes religiosas que los peregrinos se llevaban como recuerdo de su visita. Sin darse cuenta, aquellos humildes comerciantes británicos acababan de inventar el merchandising y los souvenirs turísticos.
Salvo esta curiosa pincelada, la triste realidad es que el placer, los viajes y el descanso siguieron siendo durante mucho tiempo un patrimonio exclusivo de los nobles y los burgueses ricos. Durante los siglos XVI y XVII, los campesinos trabajaban durante todo el año en agotadoras jornadas de sol a sol, y solo podían descansar los domingos, día reservado para los deberes religiosos.
La situación no cambió mucho en el siglo XVIII. Al llegar el estío, los nobles franceses marchaban de París con destino a la Champagne, región donde se encontraban sus mansiones campestres. Allí se dedicaban a hacer ostentación de sus riquezas, a la vez que practicaban la hospitalidad con los suyos, ya que siempre tenían una habitación dispuesta y la mesa bien servida para acoger a las visitas.
Paralelamente, mientras los ociosos aristócratas franceses se solazaban en la campiña, en Inglaterra surgió una nueva moda: el mar y la playa. Así, el soberano británico Jorge III se convirtió en 1816 en el primer personaje célebre que cambió el descanso rural por el frescor de la costa, ya que acudía cada verano a bañarse en la playa de Weymouth. Unos años después, en 1822, la duquesa de Berry, nuera del rey Carlos X de Francia, se hizo célebre por sus baños (totalmente vestida) en la playa de Dieppe. Pero nada de esto puede compararse con un fenómeno que la mayoría de los historiadores consideran el nacimiento oficial del veraneo moderno: el Grand Tour.
El nacimiento del turismo cultural
A finales del XVIII se puso de moda entre las clases altas británicas enviar a sus hijos varones a viajes culturales. Así, al llegar el verano estos cachorros partían acompañados por un tutor hacia el continente europeo; sus principales destinos eran Francia e Italia, y la finalidad de aquella aventura adolescente, empaparse de la cultura clásica visitando los grandes museos y los monumentos de ciudades como Roma y Venecia.
Se trataba de una experiencia muy parecida a los actuales viajes organizados, ya que el periplo de aquellos muchachos estaba trazado al milímetro: desde la fecha de salida a la de regreso, pasando por las ciudades a visitar y las distintas actividades de ocio que se iban a realizar. Algunos historiadores estiman que en diez años pudo haber unos cuarenta mil jóvenes británicos haciendo turismo cultural por el continente. Aunque no todos veían con buenos ojos esta costumbre.
Como el escritor Adam Smith, quien escribió en su obra La riqueza de las naciones: “Se ha introducido la costumbre de hacer viajar a los jóvenes por naciones extranjeras en cuanto finalizan sus años de escuela. Se dice que vuelven a su patria con una instrucción completa, pero en realidad regresan solo un poco más viejos y sin ningún aprovechamiento. Los jóvenes vuelven a la casa de sus padres más presuntuosos, más disipados en sus costumbres y más incapaces para una dedicación seria al estudio o la negociación civil”.
Vacaciones para todos los bolsillos
El siglo XIX fue la era de la revolución industrial, pero también la época en que nacieron las vacaciones escolares. Fue en 1816 cuando los colegios rurales de Gran Bretaña cerraron por primera vez sus aulas durante los meses de verano. ¿El motivo? Que los hijos de los campesinos pudieran ayudar a sus padres a recoger las cosechas y luego descansasen del duro trabajo físico antes de reanudar sus estudios. La medida se implantó rápidamente en las escuelas urbanas, y en las dos décadas siguientes se extendió a otros países como Estados Unidos, Francia, Alemania y Bélgica.
Pero la gran revolución llegó en 1844, cuando el empresario inglés Thomas Cook puso en marcha el primer turoperador de la historia: una excursión en tren para viajar de Leicester a Loughborough. Los primeros en apuntarse fueron los miembros de un grupo cristiano, la Asociación de la Esperanza, que iba a participar en un congreso de ex alcohólicos.
El negocio fue un éxito inesperado, y el empresario fundó así la primera agencia de viajes, la Cook’s Tour, que organizó excursiones a Francia para visitar la Expo de 1851 y que en 1856 fletó una flotilla de barcos para llevar a cuatro mil turistas a visitar Tierra Santa. También inventó el sistema de pago por vouches u hotel-coupons, vales que servían para abonar las cuentas en hoteles y restaurantes, y que evitaban al viajero los inconvenientes de tener que manejarse con monedas extranjeras.
Cook era un visionario; pero no el único. Uno de sus discípulos más aventajados fue Johannes Badrutt, propietario del Engadiner Kulm, un hotelito situado en Los Alpes suizos. En septiembre de 1864, cuando su establecimiento ya empezaba a vaciarse, tuvo la feliz ocurrencia de invitar a sus cuatro últimos clientes, dos parejas de jubilados, a pasar allí el invierno con todos los gastos pagados. Para entretenerles, les enseñó a practicar un deporte procedente de Escandinavia que aún era desconocido para la mayoría de los europeos, y que consistía en deslizarse por la nieve sobre unas raquetas parecidas a las que usaban los exploradores polares. De esta forma nació el esquí.
Sol y playa
Mientras los deportistas se dirigían a Los Alpes para practicar los primeros deportes de invierno, la mayoría de los europeos elegía como destino vacacional la playa. Las familias acomodadas pasaban en sus residencias de la costa la temporada veraniega completa, mientras que las clases populares se desplazaban hasta allí en tren para pasar sus días libres y luego regresaban a dormir a su ciudad. Se calcula que en el verano de 1910 hubo ya más de medio millón de personas disfrutando de sus vacaciones en las playas del continente.
Ese mismo año, el diario británico The Times publicaba una columna de J. Henry Bennet, quien, tras regresar de Biarritz, escribió: “Centenares de personas paseaban por la orilla del mar; damas y caballeros que lucían sus trajes de baño con la misma elegancia con que llevan sus vestidos de noche para ir a una soirée”.
De todas formas, el veraneo no fue un fenómeno masivo hasta después de la I Guerra Mundial. ¿La causa? La implantación de las vacaciones pagadas. Dinamarca fue el primer país que adoptó esta medida, en 1932, e Inglaterra, Francia y Estados Unidos la imitaron muy pronto. España la adoptó en la Ley de Contratos de 1938. Gracias a ello, millones de personas pertenecientes a las clases medias y trabajadoras pudieron gozar de hacer un merecido alto en la rutina cotidiana.
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