Para fiarse de los oráculos. A nadie se le ocurriría hoy en día ir o no a la guerra siguiendo el horóscopo, pero los antiguos hacían algo parecido consultando a augures y adivinos. Como Creso, el rey de Lidia, quien, según una leyenda recogida por Heródoto, consultó con el Oráculo de Delfos si debía o no invadir Persia. “Atácales y destruirás una gran nación”, fue el vaticinio. Pero el monarca tal vez no supo interpretarlo correctamente. Ordenó a sus ejércitos comenzar la invasión, pero fueron los persas los que aniquilaron a los lidios en la batalla del río Halys (547 a. C.). Luego invadieron el reino de Creso y arrasaron sus ciudades.
La absurda batalla de Karansebes. En 1788, durante la guerra ruso-turca, el ejército austríaco, aliado del zar, tomó posiciones en la planicie de Karansebes para hacer frente a las tropas otomanas que avanzaban hacia el lugar. Por allí aparecieron unos cíngaros que vendían ron, y los húsares les compraron alcohol. Varios soldados de infantería se acercaron a ellos para que les invitaran, pero estos se negaron a compartir el licor. Empezó una discusión, a la que siguió una refriega a puñetazos, algunos sacaron sus sables, otros empezaron a disparar… Al llegar los turcos, sobre la llanura yacían los cadáveres de 9.000 austríacos.
La guerra más corta de la historia duró ¡38 minutos! En1896, Inglaterra y el sultanato de Zanzíbar se enzarzaron en el conflicto bélico más breve que se recuerda. Tras la muerte del sultán subió al poder su primo, Khalid Bin Bargash, quien, en vez de seguir las relaciones comerciales con los ingleses, prefirió establecerlas con los alemanes. Los británicos, furiosos, mandaron una flota de cinco barcos. El Ejército de Zanzíbar, formado por 3.000 hombres y un solo navío, no tenía nada que hacer contra ellos. Los ingleses bombardearon la isla y en 38 minutos acabó la contienda.
Béisbol con granadas de mano. El catcher John Spillane sirvió como cabo en la II Guerra Mundial. Durante la batalla de Tarawa, los japoneses le acorralaron en una hondonada. El enemigo le lanzó una granada de mano, y Spillane la agarró y la devolvió como si fuera una pelota. Llegó a devolver cinco. Pero la sexta le estalló en la mano. Sobrevivió, pero su carrera deportiva quedó truncada.
Tres siglos de hostilidades sin disparar ni un solo tiro. En 1639, Inglaterra vivió una contienda civil que enfrentaba a los partidarios del Rey con los del Parlamento. Finalmente, los monárquicos se vieron obligados a refugiarse en las islas Sorlingas, cerca de la costa de Cornualles. Allí sobrevivieron ejerciendo la piratería, especialmente contra barcos holandeses. Cuando las autoridades de los Países Bajos enviaron una delegación a las islas para pedir que cesaran los ataques contra sus barcos, los realistas dieron una negativa como respuesta. Los holandeses le declararon entonces oficialmente la guerra a las islas Sorlingas. Se organizó incluso una flota para invadirlas, pero el ataque nunca se produjo. Es más, los monárquicos británicos no volvieron a asaltar otra nave holandesa. De esta forma, y aunque nunca se disparó ni un solo tiro entre ambos bandos, nadie derogó la declaración de guerra y tuvieron que pasar ¡355 años! antes de que volviera a firmarse oficialmente la paz.
Firmar la paz con ¡el pene! En 1425, en pleno Renacimiento italiano, las repúblicas de Florencia y Génova decidieron poner fin a la guerra que libraban con una curiosa competición. Según cuenta una leyenda, se decidió que el bando vencedor sería aquel cuyo condottiero (jefe de las tropas) tuviera el pene más largo. Pero la tradición dice que el pensador florentino Poggio Bracciolini afirmó que los vencedores serían los genoveses. Cuando le preguntaron por qué, afirmó: “Su miembro viril posee tal longitud que llega a cubrir enormes distancias. ¿Cómo se explica si no que, cuando pasan años a cientos de millas de su hogar, encuentren a su retorno que son padres de varias criaturas?” Los genoveses, ofendidos, reanudaron las hostilidades.
La guerra más ‘cerda’. En 1859, estadounidenses y británicos se disputaban la soberanía de las islas de San Juan, minúsculo archipiélago que está frente a la costa noroccidental de EEUU y en el que ambas naciones habían instalado colonias. Un mal día, un campesino americano llamado Lyman Cutlar mató a un cerdo que se había colado en su sembrado. Lamentablemente, el gorrino era británico. Los ingleses le reclamaron que pagara su importe al propietario. Pero como él se negó, lo encerraron en un establo. Los colonos americanos pidieron ayuda y cuatrocientos soldados fueron enviados a la isla a rescatar al granjero. Los ingleses respondieron enviando una pequeña flota y milllar y medio de hombres. Finalmente, ambos bandos aceptaron que Alemania ejerciera de árbitro en la cuestión, que se zanjó en definitva concediendo la soberanía a Estados Unidos.
Las muertes más grotescas. Sir Arthur Aston, comandante del Ejército del rey Carlos II, murió a manos de los soldados de Cromwell, que le abrieron la cabeza golpeándole con su propia pierna de madera. Al rey Carlos Gustavo de Suecia le mató una flecha durante la batalla de Lützen en 1632, después de que se negara a ponerse su coraza, aduciendo: El Señor es mi armadura”. Pero ninguna comparada con la del general John Sedgwick, quien, durante la batalla de Spotsylvania (Guerra de Secesión Americana), desafió al fuego de las tropas sudistas, gritando: “No le daríais ni a un elefante”. Y cayó abatido acto seguido por un certero balazo que le atravesó el ojo izquierdo.
La carga de caballería más ridícula. Fue la del 14º regimiento de dragones británicos durante la batalla de Chillianwala, en la India, en 1848. De forma inexplicable, los ingleses cargaron en la dirección contraria a la que estaba el enemigo, atacando, por tanto, a sus propias líneas y causando la desbandada aterrorizada de su Ejército.
El batallón gay. Cuenta Plutarco que en el siglo IV a. C., el general griego Górgidas formó el Batallón Sagrado de Tebas, tropa de élite compuesta solamente por parejas de amantes masculinos. La razón, según explica el historiador, es que los generales griegos pensaron que no existían lazos más fuertes que los del amor, y que eso en la batalla valía su peso en oro. El regimiento fue masacrado por Filipo de Macedonia (padre de Alejandro Magno) en la batalla de Queronea. Plutarco lo relata así: “Victorioso Filipo, posó su mirada en los cadáveres y preguntó: quienes son estos muertos abrazados entre sí. Le respondieron: Son los de Tebas y el Batallón sagrado de amantes y amados viriles”.
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