Akira Kurosawa decía que: “Las películas nunca se terminan, solo se abandonan”, y eso fue lo que hizo Terry Gilliam en 2002 con su Don Quijote. El actor Jean Rochefort contrajo una infección renal que le impidió seguir trabajando, y los F-16 del Ejército sobrevolaban casi a diario el lugar de rodaje, estropeando la filmación. Harto de tal cúmulo de desgracias, el director tiró la toalla y afirmó: “No la terminaré hasta que la OTAN se haya disuelto”. Años después, la organización militar aún existe, pero el ex Monty Python ha reunido fuerzas para anunciar que va a retomar el filme para acabarlo como sea.
Catástrofes en el plató
El de Gilliam no ha sido un caso único. En Hollywood todavía se acuerdan con horror de Cleopatra, Apocalypse Now y La puerta del cielo, cuyos periplos están considerados los más infernales de toda la historia del cine. Pero ha habido muchos más.
Casi ninguna superproducción se ha librado de sufrir accidentes absurdos, algunos con consecuencias mortales. Cuando Michael Curtiz rodó El arca de Noé (1920), mandó levantar un gigantesco depósito para almacenar 150.000 litros de líquido que debían arrasar los decorados, para recrear la destrucción del templo de Moloch. Pero por defectos de construcción se vino abajo antes de lo previsto, y el agua anegó el plató sin que hubiera dado tiempo a desalojarlo, lo que mató a tres extras. John Landis vivió una situación similar al filmar En los límites de la realidad (1983). Un helicóptero se desplomó y decapitó al protagonista del filme, el actor Vic Morrow, y a dos niños vietnamitas que hacían de figurantes.
A Sergio Leone no se le murió nadie mientras hacía El bueno, el feo y el malo (1966), pero sufrió un accidente realmente grotesco cuando filmaba la secuencia de “la batalla del puente de Langdon”. Se trata de la recreación de un episodio de la Guerra de Secesión que culmina con la voladura de un puente por el que avanzan las tropas nordistas. La escena se grabó en el río Arlanza, en Burgos, y una compañía de zapadores del Ejército español construyó el puente gratis. En agradecimiento, el cineasta le concedió al teniente que mandaba al equipo militar el honor de activar las cargas que lo tenían que hacer saltar por los aires.
Situado en la orilla opuesta a la que se encontraban el director y sus técnicos, el oficial debía accionar los explosivos cuando viera a través de sus prismáticos cómo Leone se quitaba el sombrero y lo agitaba. El maestro italiano iba a gritar acción, pero alguien le dijo que, ya que aquel era el único plano que quedaba por filmar, debería decir unas palabras a los presentes. Sergio se levantó de su silla, se quitó el sombrero en señal de humildad y, cuando iba a abrir la boca, escuchó una explosión. Se dio la vuelta y vio cómo el puente de Langdon había volado en pedazos sin que las cámaras lo hubieran recogido. Se tardó un mes en levantar otro nuevo.
Tres meses fue lo que se necesitó para construir una réplica exacta del navío HMS Bounty para usarla en Rebelión a bordo (1962). El barco fue botado en un muelle de Tahití, con los directivos de la MGM presentes. Ya en el agua, navegó unos metros, zozobró y acabó hundiéndose de costado por un defecto. Hubo que fabricar otra, y así empezó una pesadilla que duró dos años.
Estrellas caprichosas
La estrella del filme, Marlon Brando, llegó a Polinesia con un contrato delirante que incluía una cláusula por la que cualquier sugerencia suya debía ser tenida en cuenta. La primera fue aterradora: reescribir el guión, ya que, según él, le daba más protagonismo al personaje del capitán Bligh, interpretado por Trevor Howard. Sin guión no se podía rodar, y Brando se tiró varios meses viviendo el dolce far niente. Se hacía traer desde Estados Unidos champán y caviar cada semana en un jet privado que pagaba la MGM, y en una de sus noches de juerga se peleó por una chica con otro actor, Richard Harris. Se cuenta que, en la lucha, el protagonista de Un hombre llamado caballo le dio un salvaje mordisco en la mejilla a Marlon, y que meses después, este se tomó el desquite en una escena en la que tenía que azotar a su compañero con un látigo.
Brando pilló, además, una enfermedad venérea que le mantuvo en cama bastante tiempo. Así, pasaban los meses sin que hubiera interpretado ni una escena. Finalmente, se incorporó al rodaje y lo hizo con otra exigencia: que despidieran al director, Carol Reed, quien hizo las maletas rumbo a Inglaterra mientras el americano Lewis Milestone ocupaba su lugar.
El choque entre los egos de dos divas que se odian, como Bette Davis y Joan Crawford, más que una fuente de problemas puede ser el apocalipsis. La primera solía decir que la segunda se había acostado con todas las estrellas de la Metro salvo la perra Lassie; y la Crawford soltaba sobre la Davis lindezas del estilo de: “No le mearía encima ni aunque estuviera ardiendo”. Por eso, el director Robert Aldrich pensó que sería una idea explosiva juntarlas en una película sobre dos hermanas que se detestan. La cinta se tituló ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), y Aldrich confesó años después que hacer aquel filme fue una verdadera tortura.
Bette hizo instalar en su camerino una máquina de Coca-Cola para molestar a Joan, que estaba casada con un ejecutivo de la Pepsi. Luego, en una escena en que la Davis tenía que golpear a la Crawford, lo hizo con tanta pasión que la segunda necesitó dos puntos en la cabeza. En venganza, Joan escondió dos pesas de veinte kilos atadas a su cintura bajo su camisón, para filmar otra secuencia en la que su compañera tenía que cargar con ella en brazos, consciente de que Bette Davis sufría una grave lesión de espalda.
Lee Marvin no se llevó tan mal con Clint Eastwood mientras trabajaban en La leyenda de la ciudad sin nombre (1967), pero en cambio, no soportaba al director, Joshua Logan, y para demostrárselo, en una ocasión se orinó en sus botas mientras discutía con él. Pobre Logan. Tras una carrera llena de éxitos, como Bus Stop y Picnic, se encontró con su tumba, cinematográficamente hablando. El cineasta era un maníaco depresivo y sufrió aquí su peor crisis nerviosa, tras de la cual se convirtió en adicto a los tranquilizantes. Llegó un momento en que le tenía tal pánico a Lee Marvin que se escondía cuando le veía aparecer. Fue el productor, Alan Jay Lerner, quien acabó filmando las escenas del actor. Además, la chica del filme, Jean Seberg, se enamoró de Eastwood, y el marido de ella, el escritor Romain Gary, se presentó en el plató con un ataque de celos y pegando tiros al aire con un revólver. Al final, mató a un mulo.
Logan y Lerner se gastaron, además, un millón de dólares en construir un auténtico poblado minero: importaron centenares de árboles desde California, caballos de Nebraska y un oso. Dos semanas después, un temporal destruyó los edificios y espantó a los animales. Luego, se produjo una redada del FBI que terminó con la detención de 150 hippies que trabajaban como extras, acusados de tráfico de drogas. Y finalmente, Logan acabó tan destrozado anímicamente que abandonó el cine para no volver nunca a él.
El barco que escalaba montañas
Werner Herzog stuvo a punto de perder el juicio durante la demencial filmación de Fitzcarraldo (1982) en la selva brasileña. La película trata sobre Brian Fitzgerald, un irlandés que a finales del siglo XIX quiso construir un teatro de ópera en la jungla; una odisea que le obligó a cruzar el Amazonas en un barco de vapor que incluso tuvo que ser remolcado a pulso arriba y abajo de una montaña. Herzog se enteró de que los productores querían recrear la escena con una maqueta. “Iban a usar un barquito de plástico y filmarlo en un jardín botánico”, relató el cineasta alemán en su libro La conquista de lo inútil. El germano se negó a ello, y se empeñó en una gesta equivalente a la de Fitzgerald: filmar el barco mientras era realmente arrastrado por la montaña. Lo logró, pero tras varios meses. En medio, el actor protagonista, Jason Robards, desertó, y la multitud de técnicos, extras e indios contratados como porteadores se sublevaron y pusieron en peligro la continuidad del filme.
Robards fue sustituido por Klaus Kinski, lo que obligó a hacer de nuevo todo lo rodado hasta entonces. Actor y director ya habían tenido roces, pero esta vez se produjeron situaciones tan dantescas como ver al actor amenazando con un puñal a Herzog. El cineasta cuenta también que el intérprete se comportó de forma tan odiosa con todos que varios indios jíbaros se ofrecieron voluntarios para asesinarle. Herzog asegura que se pensó seriamente aceptar la oferta.
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