Los conquistadores del salvaje Oeste nacieron en Extremadura, Andalucía, el País Vasco y en otros muchos lugares de la Península Ibérica. De hecho, el primer hombre blanco que recorrió parte de los territorios posteriormente conocidos como el Far West fue Álvar Núñez Cabeza de Vaca, natural de Jerez.
Tras sobrevivir en 1528 a un naufragio de la flota española en las costas de Florida, Cabeza de Vaca y un puñado de hombres recorrieron a pie los territorios de las actuales Luisiana, Texas y Nuevo México. Durante su viaje, los españoles escucharon de los indios relatos que hablaban de una región mítica llamada Cibola, formada por siete ciudades con las casas construidas de oro. Un relato que Cabeza de Vaca transmitió a sus compatriotas cuando, en 1539, por fin regresó a la civilización, y que impulsó la primera expedición a los desconocidos territorios del Oeste americano.
La ciudad de las nubes
En 1540, el salmantino Vázquez de Coronado partió de México con 400 hombres. Su misión era encontrar la mítica Cibola. La expedición recorrió todo el sudoeste de EEUU y llegó hasta la actual Kansas. En su largo viaje descubrieron el Cañón del Colorado y fueron los primeros hombres blancos que vieron a los bisontes pastando en las praderas. Por supuesto, nunca encontraron Cibola, lugar que solo existía en la imaginación de los conquistadores y los indígenas, aunque en su marcha tropezaron con otro lugar tan fabuloso que parecía irreal: Acoma, la ciudad de las nubes.
Los españoles escucharon a los indios hablar de una ciudad situada a tal altura que llegaba hasta las estrellas. Aunque la descripción era exagerada, el lugar realmente existía, y Coronado y sus hombres llegaron finalmente a Acoma, una ciudad de adobe construida en una montaña a más de cincuenta metros de altura, y cuyos habitantes, indios navajos, se pintaban el cuerpo de negro. El conquistador pasó de largo, ya que allí no había ni oro ni riquezas, pero en aquella ciudad tendría lugar años después la primera gran batalla entre los españoles y los pieles rojas.
En 1580, alarmados por la mayor presencia de europeos en su territorio, los indios planearon una rebelión, con una alianza de las distintas tribus (navajos, pueblo, zuni…). Para ello tendieron una trampa a los colonizadores e invitaron al gobernador del territorio, Juan de Zaldívar, a visitar Acoma. El español aceptó y se trasladó al lugar con treinta de sus hombres, pero en plena visita fueron atacados por los indios y diezmados poco a poco en las angostas callejuelas de la ciudadela. Acorralados y amenazados por una muerte segura, los cinco únicos hombres que quedaban con vida se arrojaron por uno de los abismos que rodeaban la ciudad saltando desde una altura de más de cuarenta metros. Milagrosamente, solo uno de ellos murió en la caída.
Los supervivientes dieron la voz de alarma y un ejército al mando del comandante Juan de Oñate se dirigió a Acoma y conquistó la ciudad tras varios días de asedio, sofocando la rebelión. Tras aquel suceso, los españoles firmaron un tratado de paz con los indios. Un tratado que únicamente no fue firmado por la tribu más montaraz: los apaches.
En 1778, el nuevo gobernador, Teodoro de Croix, escribió lo siguiente en una carta enviada a España: “Los apaches nunca dejarán de robar porque viven de este ejercicio, merodean a toda clase de gentes, ni pueden sujetarse a vida racional y cristiana porque son amantes de la libertad, acostumbrados a vivir ferinamente. Son, en mi concepto, irreducibles”. Y efectivamente, durante años lo fueron, aunque un suceso inesperado les empujó a aliarse con los españoles. Y es que, como escribió Martínez Laínez en el libro Banderas lejanas: la exploración y conquista por España del territorio de los actuales EEUU: “Todo el mundo temía a los apaches. Pero hasta los apaches temían a los comanches”.
La batalla de Cuerno Verde
Originalmente, los comanches vivían en los territorios de las actuales Nebraska y Oklahoma, fuera de los dominios españoles. Pese a ello, los conquistadores ya conocían su fiereza por referencias. El explorador Hernando de Soto, quien en 1542 había realizado una expedición hacia esas tierras y había descubierto el río Mississippi, tuvo un primer y sangriento encuentro con dicha tribu.
Alrededor de 1750, los comanches comenzaron a desplazarse hacia el sur, tratando de arrojar a los apaches de los territorios de Nuevo México y Texas. La ferocidad y crueldad de los recién llegados (a quienes los españoles apodaron “los espartanos del desierto”) empujó a los apaches a sellar la paz con los españoles para luchar contra el enemigo común.
Pronto, los comanches se convirtieron en el terror de todo el sudoeste americano. Ni blancos ni indios estaban a salvo de sus incursiones, que siempre se saldaban con decenas de muertos. Hasta que en 1779, el comandante Juan Bautista de Anza, un militar de Hernani (Guipúzcoa), recibió la orden de acabar de una vez por todas con las correrías de los comanches.
Anza reclutó una heterogénea tropa formada por cien dragones de cuera (un cuerpo especial de caballería creado para luchar contra los pieles rojas) y otros cien guerreros apaches, y con ellos marchó hacia Arkansas. A medida que se adentraban en territorio comache, el comandante ordenó cabalgar de noche y prohibió encender fogatas. Finalmente, los expedicionarios localizaron a los indios. Las distintas tribus se habían agrupado bajo el mando del jefe Cuerno Verde para organizar una campaña contra territorio mexicano.
El 3 de septiembre de ese año, españoles y comanches se encontraron frente a frente en una cañada. Anza engañó a sus enemigos haciéndoles creer que huía, pero en realidad les estaba atrayendo hacia un pantano en el que el grueso de sus fuerzas estaba emboscado. Los comanches cayeron en la trampa y se libró una encarnizada batalla. Cuentan que el jefe Cuerno Verde llegó a batirse cuerpo a cuerpo contra diez enemigos. “Una tan bizarra quanto gloriosa defensa”, escribió el propio Anza. Murieron el cabecilla comanche, otros cuatro jefes y numerosos guerreros, entre ellos un hechicero que (según el relato del español) se creía inmortal y desafiaba a sus enemigos a pecho descubierto.
Los españoles bautizaron el lugar donde se libró el combate como Los Dolores de María Santísima. Luego, pasaron varios días reuniendo a los líderes comanches supervivientes para sellar el fin de las hostilidades. Se firmó un tratado y la paz se mantuvo en los territorios del oeste, salvo incidentes aislados, hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando los territorios españoles pasaron finalmente a manos estadounidenses.
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