Ayer, numerosos medios de comunicación nacionales e internacionales acudimos expectantes a la presentación del informe de la segunda fase del Proyecto de investigación sobre el lugar de enterramiento de Miguel de Cervantes. La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, aseguraba que «dada la trascendencia, hemos hecho historia», por lo que todos los periodistas que habíamos acudido expectantes a la cita imaginábamos que veríamos algún hueso al que señalar y exclamar ¡mírale! ¡ahí está el Príncipe de los Ingenios!.
Lo cierto es que la conclusión final del equipo multidisciplinar que está llevando a cabo tan noble hazaña fue que «no habían conseguido individualizar a Cervantes«. Consideran, «sin ninguna discrepancia», que los restos del hidalgo madrileño están ahí «sin ninguna duda». Antropólogos, historiadores, arqueólogos y un nutrido grupo de profesionales están completamente seguros de ello y así lo han comunicado a los medios. ¿Por qué? Pues no es precisamente por los huesos como veréis a continuación y recuerda un poco a Expediente X, aunque buen hacer y simpatía no les faltan.
Según explican en el informe entregado a la Prensa, «el estudio antropológico forense (…) se ha basado en la realización del estudio morfométrico del esqueleto«, así como en buscar huesos que tuviesen las señales presuntamente inequívocas que se le intuyen a Cervantes, como los restos de una mano afectada o las lesiones que debió dejarle un impacto de plomo en el pecho. Pero… ¿realmente Cervantes, al que algunos consideraban un espía, dejó huella en sus huesos de las patologías accidentales que padeció?
Según explica Martín de Riquer en la RAE, consta en una información legal realizada ocho años más tarde de la Batalla de Lepanto que Cervantes «salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano» y «quedó estropeado de dicha mano». Esta circunstancia dio lugar a su apodo de Manco de Lepanto, que realmente tampoco era del todo cierto, pues su brazo no estaba dañado, tan sólo su mano. La primera idea sería pensar que estos impactos de plomo habrían dejado alguna clase de señal en los huesos, pero lo cierto es que no tiene por qué ser así. Según narran algunos historiadores, su mano se atrofió a consecuencia de daños en un nervio. Según ha explicado el médico radiólogo Arturo Cabezas para QUO: «esta clase de lesión no tendría por qué dejar lesiones óseas, como mucho una artrosis por falta de movimiento u osteoporosis, lo cual no sería visible en una persona que murió hace cinco siglos».
Según otro artículo del médico Daniel Eisenberg publicado en Cervantes Society of América hace unos años, los 20 testimonios que hablan del brazo del Príncipe de las Letras «no son idénticos». Mientras unos hablan de manquedad de brazo, otros hablan de que sólo era una mano «es muy difícil tener una mano mancada, y que el brazo—para ser más exactos anatómicamente hablando, el antebrazo—esté intacto». Recuerda además que el propio Cervantes define su herida como «fea», lo que da lugar a pensar que se trataba de una cicatriz. Teniendo en cuenta el poco avance de la época en tratar balazos de plomo, «todo este trasiego quirúrgico duraría semanas, hasta que consiguiera que ‘criara’ carne. Demasiada; casi seguro; configurándose una cicatriz hipertrófica que limitaría el movimiento de la mano».
Teniendo en cuenta que no existe una versión oficial sobre lo que realmente ocurrió, entra en juego otra posibilidad. El arma con el que Cervantes fue herido fue un arcabuz, probablemente de rueda por la época de los hechos. A pesar de la gran longitud del arma, esta era de corto alcance (50 m efectivos en el s. XVII). Las balas del arcabuz eran de entre 10 y 30 gramos de plomo y las hacían los propios soldados. Estos proyectiles, al entrar en un medio denso como el cuerpo humano, provocaban heridas mayores que el diámetro de la misma bala. Según se recoge en comentarios de antaño, en un disparo que daba en el brazo se podían encontrar fragmentos del proyectil hasta en el pecho. Provocaban graves hemorragias y se infectaban con gran facilidad. Por tanto, se puede llegar a dudar, dada la falta de unanimidad de los relatos históricos en hechos concretos, si se quedó manco como daño colateral.
Entre algunas contradicciones que pueden hallarse en el informe de prensa y que dejan lugar a dudas más que razonables, se encuentra la de su propia ubicación. Según dicho documento facilitado por el Ayuntamiento de Madrid, la muerte de Cervantes quedaba registrada en el archivo de la iglesia parroquial de San Sebastián (C/Atocha, 39) el 23 de abril de 1616, concretamente en el Libro 4º de Difuntos. A pesar de esta constancia de defunción en dicha parroquia, «en aplicación de su testamento, aún hoy perdido, fue enterrado en la iglesia del convento de San Idelfonso de Trinitarias Descalzas gracias a la caridad de la Venerable Orden Tercera».
Según las fuentes citadas en el informe, esta iglesia habría desaparecido cuando se construyó el templo actual, cuyas obras se iniciaron en 1673 y se concluyeron en 1697. «Hay que destacar que en todos estos estudios se asume que la iglesia antigua se encontraba en una ubicación próxima a la nueva» la cual se fue ampliando hasta ocupar todos los inmuebles de la manzana. Una asunción que no fue tomada en serio por el Marqués de Molins ni por Luis Astrana «afirmaciones que abonaron la ida de que la actual cripta podría ser el emplazamiento de la iglesia primitiva». Un dato que contradicen las Actas de la Viita General de las Casas de Madrid de 1750-1751 (antecedente de la Planimetría General de Madrid) «con lo que en ningún caso tendríamos en la actual cripta el enterramiento originario de Miguel de Cervantes».
A pesar de estas contradicciones, de si ambas iglesias convivieron juntas o no y otras tantas dudas, el equipo multidisciplinar llegó a la conclusión por diversas fuentes y basándose en el ‘dogma de fe’ que había que cavar en la cripta actual. Y allí clavaron el pico. No parecían ir desencaminados y la ilusión apareció, pues encontraron varios nichos en en la pared norte de la cripta, aunque en ninguno de ellos parecía estar el escritor. Excavaron entonces el suelo de la cripta. En el primer nivel de enterramiento encontraron un número muy elevado de enterramientos infantiles, en el segundo una menor densidad de enterramientos, gran parte de ellos dispuestos en féretro. El tercer y último nivel (el más antiguo) se compone de un pequeño número de enterramientos de adultos en ataúd. Es a este al que los investigadores han dado mayor atención. «Según las fuentes documentales consultadas, los restos mortales de Cervantes y las otras personas enterradas no fueron trasladadas a la bóveda hasta 1730, por tanto, cabe suponer que fueron enterrados en la cripta formando un osario o reducción».
A una cota de 135 centímetros hallaron una reducción de huesos que podría ser compatible con el presunto osario de Cervantes. Lo que apoya esta teoría, más que huesos, lesiones u otras pruebas son los textiles hallados. Sabemos que Cervantes fue enterrado con el rostro descubierto y vestido con el sayal de los franciscanos, el cual estaba adornado por aquel entonces por una cruz y realizado habitualmente en gris con un aspecto algo ceniciento. Especialistas del Museo Nacional del Traje han afirmado que por su morfología, estas prendas podrían datar del s. XVII. Aunque Gabriel Martínez, capellán del convento de San Idelfonso fue enterrado en 1622 y Francisco de Santiago, presbítero enterrado revestido de pontifical en 1621 llevaban trajes religiosos, no parecería descabellado pensar que el traje gris de la cruz (4.2/32) podría pertenecer a Cervantes, pues hasta 1694 estos no se hicieron con mezcla de lana negra y blanca, sino con lo que la historia recoge como ‘paño’. A pesar de esto, el estudio afirma que este traje pertenecería a un sacerdote, concretamente a Francisco de Santiago. Debajo de este traje se encontraron rastros de un paño de lana basto de lo que parecía una sotana, por lo que es posible que también fuera de Cervantes y la pusiera de moda antes de 1694. No obstante, el informe no cita el color y la fotografía puede ser engañosa, ya que las prendas se han movido y enterrado durante cinco siglos.
Respecto a los huesos, es imposible saber si pertenecían a Cervantes sin un pertinente análisis de ADN. En el tercer nivel se encontraron cuatro cráneos de varón. dos probablemente de los personajes antes citados, otro que podría ser de Pimentel (por la moneda encontrada) y un pedacito de cráneo que, con no poco optimismo, podríamos adjudicar al Manco de Lepanto, pero sin ninguna seguridad. Para ello habría que localizar a algún familiar del escritor con el que poder realizar las respectivas comparaciones de ADN. Además, el informe contiene demasiadas lagunas y afirmaciones que se tratan como irrefutables cuando la historia dice lo contrario o se contradice sin un argumento único en algunos de los casos, por lo que para concluir si nuestro querido hidalgo está en la cripta sería necesario una investigación más extensa y rigurosa.
A pesar de estas dudas, hay que reconocer que el entusiasmo y la entrega del equipo multidisciplinar sí que son irrefutables. Entre ellos se encontraba el ingeniero geodésico y cartográfico Gonzalo Tapia Sánchez, director de Ubícalo, la empresa que ha realizado una técnica pionera para la medición del Convento de las Trinitarias. Como se puede ver en la imagen de la fotogalería ha ‘radiografiado’ el edificio con el fin de hacer un mapa topográfico de todo el conjunto y de cada uno de los habitáculos comprendidos dentro del convento, incluido el subsuelo.
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