Cuando te pones delante del retrato de Giovanna Tornabuoni en una sala del Museo Thyssen, percibes su rostro inexpresivo y su perfección pictórica, pero ni te imaginas lo que hay detrás. Unos pisos más arriba, en el taller de restauración: cámaras de la más alta resolución; microscopios de gran potencia y hasta máquinas de rayos X e infrarrojos velan por que estas obras de arte, con siglos a sus espaldas, no pierdan ni un ápice de su esencia. “Las obras suben aquí para realizarles un control periódico, porque van a viajar a otro museo cedidas y debemos hacer un informe exhaustivo de su estado o porque se ha detectado algún problema en ellas que hay que solucionar”, comenta Ubaldo Sedano, director de restauración del Museo Thyssen.
Además, en sus instalaciones hay un laboratorio que nada tiene que envidiar al de un departamento de criminalística, en el que un bioquímico recoge pruebas de los cuadros “enfermos” para determinar en qué estado está cada capa de pintura. Hay incluso una máquina de envejecimiento que simula qué pasará con los materiales usados para “curarlos”.
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