Puede que los antiguos nórdicos lo supieran mucho antes que nosotros. Ellos ubicaban en los hombros del dios Odín (la principal deidad de su panteón) a dos cuervos cuya misión era viajar alrededor del mundo para regresar y contarle lo que ocurría. Sus nombres eran Hugin y Munin, que podrían traducirse como Memoria y Pensamiento. Y no es extraño. Para John Marzluff, un experto en córvidos de la Universidad de Washington, estas aves son más inteligentes de lo que pensamos. “El notable éxito de algunos cuervos –explica a Quo– para resolver problemas difíciles es muy similar al desempeño de los humanos. Obviamente hay algunos más inteligentes que otros, igual que ocurre con los niños pequeños. Esto sugiere que existe una gran diversidad entre los cuervos al evaluar la atención, la capacidad de aprendizaje, la concentración y las habilidades que estas aves comparten con los humanos”. ¿Tan inteligentes como niños pequeños? No solo eso. Un reciente estudio realizado por Nathan Emery y Nicola Clayton, de la Universidad de Cambridge, señalaba que el tamaño de su cerebro es, proporcionalmente, muy similar al de los primates no humanos. Pero hay más.
Las habilidades cognitivas de los cuervos se asemejan a las de chimpancés y gorilas y, aunque tengan una estructura cerebral diferente, tanto cuervos como primates utilizan herramientas muy similares a la hora de resolver los mismos problemas, como la imaginación o la posibilidad de deducir lo que puede ocurrir en el futuro. Y este no es el único ejemplo de que deberíamos desterrar aquello de “cabeza de chorlito”, para referirnos a alguien poco agraciado en lo mental.
Los humanos no somos los únicos capaces de predecir la conducta ajena
Los científicos han visto cómo las palomas toman el metro para evitar volar (es cierto que todavía no se explican cómo saben dónde bajarse). El ostrero euroasiático utiliza herramientas para abrir las conchas de bivalvos y comer su contenido y las cacatúas (rivales cerebrales de los cuervos) son capaces de hacer la misma herramienta a partir de diferentes materiales, según un estudio. Esto último fue lo que más sorprendió a la doctora Alice Auersperg, de la Universidad de Medicina Veterinaria de Viena, responsable la investigación. Auersperg “desafió” a unas cacatúas goffini (nativas de Indonesia) a obtener comida que estuviera fuera de su alcance.
Sin entrenamiento alguno, les dejó tres tipos de materiales diferentes: una rama, un tallo flexible y una pieza de cartón. Y en todos los casos consiguieron su premio. “Para nosotros –afirma a Quo Auersperg– la herramienta que desarrollaron con la pieza de cartón resultó la más interesante, ya que se trata de un material que no está predeterminado, como las ramas o los tallos, y requería una participación más activa y deductiva por parte de la cacatúa. De hecho, la longitud de la herramienta de cartón siempre era apenas un poco mayor que la distancia a la que se encontraba la comida”.
Bien, las aves son inteligentes, ¿y entonces? ¿Qué sacamos de estudiar la inteligencia en otros animales? La primera clave la da Irene Pepperberg, experta de Harvard, que estudió las habilidades comunicativas de loros y cacatúas. “Se trata de una forma de rastrear los orígenes de la inteligencia –declaraba la investigadora en una reciente entrevista–. Al contrario de lo que ocurre con los primates, estas aves aprenden vocalmente. Y es que tienen en su cerebro el mismo número de áreas dedicadas al aprendizaje vocal que los humanos, aunque estén organizadas de modo diferente”.
Pero Robert Henry, de la Universidad Victoria de Nueva Zelanda, va un paso más allá. “Aunque los seres humanos fueran lo único importante en el universo –argumenta en un artículo publicado en la web de su universidad–, todavía tendríamos múltiples razones para estudiar la inteligencia de los animales. Por ejemplo, aprender sobre el origen evolutivo de nuestra propia inteligencia, cómo se han desarrollado ciertos instintos que podrían facilitar la resolución de conflictos o generar una comprensión de las reglas de cooperación (como las utilizadas por murciélagos y hormigas) para facilitar la cooperación entre humanos y construir una sociedad más robusta”. El gran avance para estudiar la inteligencia animal ha sido dejar de hacerlo desde un punto de vista antropocéntrico, comparando nuestra inteligencia con la de otros animales. Esto ha permitido demostrar que nuestros compañeros de reino pueden ser tan o más inteligentes que nosotros.
“Este primate ha violado el dictamen de que los test confirman la superioridad humana” (F. de Waal)
Ejemplos hay de sobra. Uno de los más conocidos es Ayumu. Este chimpancé vive en el Instituto de Investigación de Primates de la Universidad de Kioto y lo que lo hace único es que es un campeón de la memoria. Literalmente. En una batería de pruebas que consistía en recordar y ubicar en el mismo sitio una serie de números que aparecían durante unos segundos en una pantalla, Ayumu no solo derrotó a estudiantes universitarios avanzados, también se llevó por delante, en 2007, a Ben Pridmore, campeón británico de memoria y capaz de recordar el orden de una baraja de naipes observándola solo 30 segundos. Al saber esto, el prestigioso investigador Frans de Waal escribía en un artículo: “Este primate ha violado el dictamen que aseguraba que, sin excepción, los tests de inteligencia deben confirmar la superioridad humana”. Así, detrás del estudio de la inteligencia en primates no humanos se esconde la intención de comprender cómo evolucionó nuestro cerebro y qué caminos alternativos recorrió el pensamiento en nuestros parientes más cercanos.
Una de esas rutas diferentes tiene que ver justamente con lo que mencionaba Robert Henry: la cooperación y la inteligencia. Un estudio realizado el año pasado en chimpancés del Santuario de Chimpancés de la isla de Ngamba, en Uganda, desafía la concepción que tenemos sobre el altruismo como una característica que habría llegado a nosotros desde estos primates. Un grupo de expertos de las universidades de Birmingham, Manchester y St. Andrews y del Instituto Max Planck, puso a prueba a 20 chimpancés.
Divididos en dos grupos, se les entregaba una caja cerrada con una clavija. En el interior había cacahuetes. Un grupo sabía cómo abrirla y el otro si había cacahuetes en el interior. En aquellos casos en los que el fruto de la colaboración se repartía, ambos grupos compartían conocimientos, pero si los cacahuetes iban solo para un grupo, los otros no mostraban interés en ayudar. De acuerdo con Ken Jensen, uno de los autores del estudio, “la evolución del comportamiento social y lo que impulsa a los individuos a actuar de modo altruista son un importante área de debate. Los chimpancés parecen indiferentes a los demás cuando se trata de dar comida a otros en entornos experimentales pero, sorprendentemente, se ha demostrado que ayudan a los seres humanos y a otros chimpancés en la naturaleza. Hasta ahora se sugería que las raíces del altruismo humano se extienden hasta nuestro antepasado común con los chimpancés. Sin embargo, los resultados de nuestra investigación desafían esa visión.
Por primera vez se ha utilizado una técnica de seguimiento ocular para investigar a bonobos, chimpancés y orangutanes
La colaboración o el altruismo podrían haber surgido anteriormente como subproductos para obtener beneficios. Si esto resulta ser verdad, significaría que el comportamiento prosocial se ha desarrollado después de nuestra separación de otros primates”. Pero esta afirmación no es definitiva y el cerebro es muy complejo. Volvamos al Instituto de Investigación de Primates en Kioto, donde vive Ayumu. Allí se realizó una prueba en la que dos chimpancés se enfrentaban en un juego similar al clásico “piedra, papel o tijera” donde la clave estaba en anticipar el movimiento del adversario. Y sus logros se compararon a los de un grupo de humanos. ¿El resultado? Nuestros parientes evolutivos nos derrotaron otra vez. Su desempeño alcanzó los mejores resultados de forma más rápida y efectiva que el nuestro. Para los responsables del estudio, estos significa que los chimpancés son más veloces a la hora de anticipar los posibles movimientos de un rival. Para De Waal, tendría que ver con que “el status de estos primates se basa en la alianza entre machos y los alfa mantienen su dominio ejerciendo la política de ‘divide y reinarás’”. Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿qué aprenderíamos si El Príncipe lo hubiera escrito Ayumu y no Maquiavelo?
Y si hablamos de que “el fin justifica los medios”, para los chimpancés, ¿aprender es algo que debe hacerse a cualquier precio? Puede que sí. En 2016, un grupo de investigadores suizos y británicos evaluaron qué podría haber provocado el desarrollo tecnológico de los primeros humanos, estudiando a chimpancés y bonobos. Descubrieron que los que más se desplazan, aquellos que más viajan a nuevos sistemas ecológicos con diferentes desafíos, son más inteligentes, usan más herramientas y comparten el conocimiento. “Estos resultados –explican los autores en el estudio–, sugieren que viajar es un factor importante al considerar cómo evolucionó el uso de las herramientas. Más aún, las conclusiones se pueden aplicar a los humanos también. Estamos hablando de una cultura de la innovación y de cómo un entorno desafiante puede provocarla”.
Pero quizás el mayor logro de nuestros primos evolutivos no sea una conducta maquiavélica, sino algo que ya se podía intuir cuando nos derrotaron al “piedra, papel o tijera”: ellos pueden leer nuestra mente. Aclaremos que no lo hacen del mismo modo inquietante que Anthony Blake, sino con un sistema más sencillo, pero efectivo. Al menos así lo afirma uno de los mejores estudios realizados en 2016 según la revista Science.
Para conocerlo a fondo hablamos con uno de los dos autores, Christopher Krupenye, del Instituto Max Planck. “Una de las habilidades que define a los seres humanos –nos explica– es nuestra capacidad para leer la mente de los demás, es decir, hacer deducciones sobre lo que están pensando. Para construir o mantener relaciones ofrecemos regalos y servicios y no lo hacemos de modo arbitrario, sino pensando en el destinatario. Cuando nos comunicamos, hacemos lo posible para tener en cuenta lo que saben los demás para darles información comprensible”.
Los humanos a veces también engañamos a otros haciéndoles creer algo que no es verdad o les ayudamos corrigiendo falsas creencias. Estos comportamientos dependen de una habilidad que los psicólogos llaman teoría de la mente. Krupenye señala que: “somos capaces de razonar sobre pensamientos ajenos. Nos formamos ideas acerca de qué creencias y sentimientos tienen y reconocemos que pueden ser diferentes de las nuestras”.
La teoría de la mente está en el núcleo de todo lo social que nos hace humanos. “Sin ella, –concluye Krupenye– sería casi imposible interpretar y predecir la conducta ajena”.
Para saber si la teoría de la mente también formaba parte del acerbo intelectual de otros primates, Krupenye y su colega Fumihiro Kano, de la Universidad de Oxford, realizaron un experimento pionero: fueron los primeros en utilizar la técnica de seguimiento de ojos (eye tracking) para evaluar la atención de 40 primates (bonobos, chimpancés y orangutanes) sobre una escena. Esta era relativamente sencilla: un actor, disfrazado con un traje de mono y ubicado en una jaula, escondía una piedra en una de dos cajas colocadas sobre una pieza de madera. Otro humano se acercaba a la jaula y tenía que levantar la caja para encontrar la que ocultaba la piedra. “Los simios –añade Krupenye–, al igual que las personas, hacen lo que se llama anticipación: dirigen su mirada hacia los lugares donde anticipan que algo está por suceder. Esta tendencia nos permitió evaluar lo que los simios esperaban que el actor hiciera cuando volviera a buscar la piedra. Sorprendentemente, en condiciones y contextos diferentes (los actores repitieron la escena de la piedras y las cajas tanto en el interior del laboratorio como en un recinto abierto), cuando el actor se acercaba a las cajas, tanto los chimpancés como los bonobos y los orangutanes miraban al lugar donde el actor creía, erróneamente, que estaba la piedra, incluso antes de que el actor diera alguna pista de hacia dónde se dirigiría”. Esto quiere decir que ellos ya sabían hacia dónde miraría el humano.
Obviamente esta habilidad no la han desarrollado en los días del estudio, solo es la primera vez que la detectamos. “Aunque será necesario realizar más estudios –concluye Krupenye–, nuestros hallazgos desafían mucho de lo que la ciencia pensaba acerca de estos primates y la teoría de la mente. De confirmarse, demostraríamos que la capacidad de leer la mente de otros no es algo único de los humanos y habría evolucionado entre 13 y 18 millones de años antes de que el Homo sapiens apareciera. ¿Con qué propósito? Eso es algo que también tenemos que investigar”.
Pese a todas las similitudes observadas, hay sutiles diferencias que nos alejan de otros primates. Una de ellas es la habilidad de hablar. Desde los tiempos de Darwin había dos teorías que buscaban explicar esto. La primera de ellas, la favorita del padre de la evolución, señalaba que carecían de los mecanismos cerebrales que les permitían coordinar y controlar los sistemas vocales.
“Conocer cómo piensan y procesan el aprendizaje los animales nos permite especular sobre la inteligencia de extraterrestres” (L. R. Doyle)
Mientras que la segunda –y la más aceptada hasta el año pasado– afirmaba que esta incapacidad tenía que ver con limitaciones anatómicas. Pero una investigación publicada en Science en diciembre de 2016 daría la razón a Darwin. Científicos de las universidades de Viena y Princeton analizaron con rayos X las cuerdas vocales de los macacos y concluyeron que estas tenían la capacidad de permitirles pronunciar fonemas, pero carecían de los mecanismos neuronales para llevarlo a cabo. “Nuestra conclusión –explican los autores en el artículo– es que si los macacos tuvieran un cerebro capaz de aprender a hablar y a realizar operaciones combinatorias relacionadas con el lenguaje oral, sus cuerdas vocales les permitirían hacerlo”.
En cambio sí hay otro animal, notable por su inteligencia, que habla… aunque todavía no le entendamos. Se trata del delfín. Desde hace más de tres décadas, la especialista en psicología comparativa Diana Reiss, del Hunter College, ha estudiado a estos mamíferos y ha descubierto que son capaces de comunicarse de modos muy sofisticados. Uno de sus experimentos consistió en colocar un teclado musical bajo el agua y vincularlo a una máquina expendedora (no de café o chuches, sino de “juguetes” para delfines: aros y bolas, entre otros). Cada tecla del instrumento tenía un símbolo específico y emitía un sonido que, al presionarse, liberaba uno de los juguetes. Si bien los delfines aprendieron rápidamente a asociar los sonidos con el juguete, lo que sorprendió a Reiss fue que comenzaron a imitar la sonoridad de cada tecla y luego la combinaban para inventarse juegos que unieran bolas y aros. “Nos separan 95 millones de años –explica Reiss en el artículo– pero sabemos muy poco de cómo se comunican. Aunque sí tenemos claro que lo hacen de un modo muy sofisticado y hasta son capaces de innovar su lenguaje”.
Para explorar la inteligencia de los delfines utilizaron un teclado musical
Muchos podrán decir que era obvio que otros primates y hasta los cetáceos demostrasen un alto grado de inteligencia. Algunos no se sorprenderán
de la capacidad de ciertas aves para fabricar herramientas, pero asegurarán que no todos los animales demuestran sus cualidades pensantes y menos los insectos. No por nada se acuñó la frase “cerebro de mosquito”. Para quienes piensen así: os equivocáis. Y para demostrarlo están las abejas.
Ellas no solo tienen la habilidad de reconocer rostros, como comprobó un estudio de la Universidad de Monash, en Australia, también pueden ser instruidas para ser más eficientes. Investigadores de
la Universidad Queen Mary de Londres entrenaron a un grupo de abejas para que distinguieran dos colores más rápidamente premiándolas con azúcar y castigándolas con quinina si cometían un error. Tras una semana de ensayo, los tiempos y la precisión de las abejas mejoraron más de un 15 %.
Pero hay más. De acuerdo con Lars Chittka, uno de los responsables de “entrenar”a las abejas, estos insectos han sido los primeros animales en resolver el problema del viajero. Y lo hacen más rápido que un ordenador. Formulado en 1930, este dilema consiste en encontrar el camino más corto para recorrer una serie de ciudades visitando cada una de ellas solo una vez.
Y las abejas consiguieron volar entre diferentes flores haciendo la ruta más corta posible. Aunque se cambiara su ubicación y el color.
Desde insectos a cetáceos, desde primates a cefalópodos. Los científicos han analizado la inteligencia de todas las especies, pero faltaba un grupo: los reptiles. “Si pretendemos comprender la evolución del cerebro y de la inteligencia, tenemos que mirar a través de toda la gama de especies”, afirma en una entrevista Anna Wilkinson, de la Universidad de Lincoln, en el Reino Unido.
El interés de Wilkinson por las tortugas comenzó en 2006 cuando acudió a una conferencia que mencionaba la habilidad de los ratones para recorrer laberintos. La experta, que comenzó trabajando con primates, se dijo a sí misma que Moses, su tortuga, podía hacerlo mejor o igual que los roedores. Y la puso a prueba. En un laberinto de ocho recorridos, colocó comida al final de cada uno. Después de un tiempo, Moses los recorría todos, sin necesidad de volver a aquellos en los que ya había comido. Estos reptiles, descubrió Wilkinson, eran capaces de dibujar un mapa cognitivo para solventar problemas.
Interesada en la literatura que abarcara estudios sobre la inteligencia de estos animales, descubrió que no solo era escasa, sino que las pocas pruebas que se habían realizado, habían tenido lugar a una temperatura por debajo de la que resulta confortable para las tortugas, animales de sangre fría. Eso la llevó a subir a unos calurosos 29 ºC el entorno de su laboratorio: en algunas pruebas las tortugas mostraron un desempeño mejor que los perros.
Su trabajo con tortugas y lagartijas desafía la idea de que son las interacciones sociales, en lugar del ambiente físico, las que seleccionan la inteligencia. “Sabemos mucho de los animales con una vida social muy compleja –concluye Wilkinson–, pero no ha habido mucha exploración de la cognición en animales menos sociales. Creo que las habilidades cognitivas de los reptiles recibirán mucha más atención en el futuro”.
La aplicación práctica de los conocimientos que estamos adquiriendo sobre la inteligencia animal ya se está empleando en diferentes campos. Uno de ellos es la astrobiología. Para expertos como Brenda McCowan, de la Universidad de California, o Laurance R. Doyle, del SETI, estudiar las cualidades cognitivas de los animales es una puerta para comprender inteligencias alienígenas: “Del mismo modo que estudiamos a las criaturas que viven en condiciones extremas para saber cómo sería el organismo de los potenciales habitantes de otros planetas, conocer cómo piensan y procesan el aprendizaje los animales nos permite especular sobre los extraterrestres”.
Otro campo es la inteligencia artificial. En los animales, las capacidades cognitivas han evolucionado en base a diferentes arquitecturas, diseños y modos de procesar la información. Un ejemplo: descubrir qué mecanismos utilizan las abejas para reconocer rostros permite desarrollar sistemas más eficientes y que ocupen menos lugar para obtener los mismos resultados.
“La inteligencia animal –afirma Frans de Waal en su libro ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?– es como un arbusto. Los cuervos se ramifican en una dirección, los delfines en otra y los primates, incluidos nosotros, los humanos, en otra. Todos los animales son muy inteligentes en lo que tienen que hacer para sobrevivir”.
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