Desde el punto de vista anatómico, lo que otorga a nuestros apéndices un valor incalculable dentro del reino animal son dos características básicas, que los diferencian de las manos de nuestros parientes más próximos, los chimpancés: “Tenemos un pulgar largo y robusto, y el resto de los dedos son proporcionalmente más cortos que los suyos. Ambas características estaban definidas en el Homo habilis, hace 1,8 millones de años”, según Carlos Lorenzo, paleontólogo de la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. Desde el punto de vista funcional, nuestra originalidad reside en que tanto ese pulgar robusto como el índice y el anular pueden girar lo suficiente como para que sus extremos se toquen.
Sostener un martillo
Gracias a ello, realizamos una innumerable multitud de tareas que, según clasificó el primatólogo John Napier, se basan en tres tipos de movimientos: la prensión de fuerza (con apoyo en la palma), la de precisión (solo los dedos) y la combinación de ambas. La prensión de fuerza es un reflejo muy acusado cuando nacemos, y no empezamos a controlarlo hasta los dos años de edad. Una vez dominado, nos permitirá sostener un martillo, siempre que nuestro esfuerzo sobre el mango alcance los 350 g/cm2. Según algunos estudios, esta acción nos resultará más fácil sobre las 15 h, la hora mas favorable para esta prensión. Con independencia del reloj, Adrian Flatt ha demostrado que existe un porcentaje de fuerza fijo para cada dedo cuando trabaja la mano entera: el corazón aporta un 33% del esfuerzo, mientras el índice y el anular contribuyen con un 25% cada uno, y el meñique con solo el 16%. La unión de todos ellos (y mucho entrenamiento) consigue que un pianista llegue a pulsar el teclado 20 veces por segundo, mientras un escalador se apoya sobre las yemas de tres dedos con una presión de 6 kg/cm2. Eso sí, el grado de especialización hará que las manos del pianista se distingan no solo de las del escalador, sino también de las de otros músicos. De hecho, Wilson asegura en su libro que: “Para un pianista clásico de élite, tocar la guitarra supone exponer la mano a un riesgo de lesión inaceptable”.
Calambre musical
En otras ocasiones, la lesión viene de un desajuste en el otro gran protagonista de la actividad manual: el sistema nervioso. Uno de los ejemplos más claros es el llamado “calambre del músico”, que paraliza uno o varios dedos, sin dolor o motivo aparente. Robert Schumann tuvo que dejar de dar conciertos al sufrirlo en su dedo corazón derecho. A continuación, compuso la Toccata op. 7, obra con un altísimo grado de virtuosismo. Y que deja fuera el dedo corazón. Aunque se desconoce la causa última de esa dolencia, el profesor de anatomía Alan Watson, de la Universidad de Cardiff (Reino Unido), menciona en un estudio sobre control motor de la mano en músicos que puede deberse a la intensa “doma” a que se someten estos profesionales. Aprender a tocar un instrumento (como cualquier tarea especializada) modifica los circuitos neurológicos que controlan la parte del cuerpo encargada de hacerlo sonar. Y la “imagen” de ese miembro que crea el cerebro. Según Watson, la también llamada distonía focal podría surgir cuando el ejercicio intenso ocasiona una imagen ambigua de la mano, y el cerebro no la controla. Este accidente resulta comprensible si pensamos por un momento en la ingente actividad cerebral que respalda la vida de nuestros apéndices-herramientas. En la mayoría de las acciones, unos músculos imprimen fuerza, otros la moderan, otros la frenan y otros la contrarrestan. Además de coordinar ese delicado juego, la materia gris debe recibir permanentemente la respuesta desde el objeto sobre el que actúa, para afinar de nuevo la acción siguiente. Mientras, combina todo el sistema con la información visual que le proporcionan los ojos, las guías que preparan el camino a la actividad manual. Ese entramado de acciones alcanza su excelencia, por ejemplo, en la exhibición de un malabarista. Incluso si nació con algún dedo menos.
Redacción QUO