Con 65 años, Jonathan I. lleva toda una vida dedicado a plasmar el color en sus versiones más variadas. Se inició con una de las pintoras estadounidenses más célebres, Georgia O’Keeffe, pintó decorados para Hollywood e incluso tuvo una época como expresionista abstracto en Nueva York. Pero el fatídico día en que este hombre sufrió un accidente de tráfico, en principio leve, el mundo se volvió en blanco y negro.
Y lo que es peor. “No solo habían desaparecido los colores, sino que lo que veía tenía un aspecto desagradable, sucio, con unos blancos deslumbrantes y, sin embargo, descoloridos, color hueso y unos negros cavernosos: todo falso, antinatural, turbio e impuro”, explicaba el propio señor I. al neurólogo Oliver Sacks en Un antropólogo en Marte (Ed. Anagrama). Ahora veía a las personas “como estatuas grises y animadas”, lo que le llevaba a recluirse en su estudio y relacionarse cada vez menos incluso con su esposa y amigos.
Era incapaz de distinguir entre ketchup y mayonesa, escoger qué ponerse cada día era todo un suplicio, y no podía conducir, pues no sabía si el semáforo estaba en rojo. A medida que pasó el tiempo, empezó a echar de menos los colores de la naturaleza, los tonos vivos de la primavera. También, la falta de percepción de los matices, de los detalles, le llevó a no poder distinguir un rostro hasta que no estaba muy cerca, y a ver grietas y baches donde solo había cambios de color. Y es que su vida no era exactamente como una película en blanco y negro. Para explicarlo, creó una habitación en tonos de gris, tal y como él veía. Pero lo peor de todo es que, aunque en teoría conocía los colores, cuando intentó pintarlos se dio cuenta de que ya no podía. Los había olvidado. Un día, de camino a su estudio vio la salida del sol y cayó en la cuenta de que solo él podía verla de ese modo. Así que comenzó una nueva fase artística plasmando lo que veía en Amanecer nuclear.
Tras una gran variedad de pruebas, el diagnóstico fue unánime: Jonathan I. sufría una verdadera acromatopsia causada por la conmoción cerebral que le produjo el accidente. Su corteza visual primaria estaba intacta, por lo que era capaz de percibir cambios en la longitud de onda según la iluminación y las formas. El daño se encontraba en la corteza secundaria, exactamente en la V4 o sus conexiones. Una zona muy pequeña, pero en la que reside toda nuestra percepción del color, la capacidad de imaginarlo y la de representarlo.
Redacción QUO