Sentimos miedo desde que nacemos. Entre el 30 y el 50% de los niños experimentan algún tipo de temor con intensidad. Una persona desconocida, un ruido repentino y de apariencia fantasmal, unos pasos imaginarios que se oyen en la oscuridad… El miedo es una señal básica: protegía a nuestros ancestros primitivos de otros depredadores y nos ha permitido sobrevivir como especie. Y ahora, ¿qué se puede hacer para eliminarlo? ¿En qué punto se encuentra la investigación científica?
Los investigadores españoles Raúl Andero, de la Universidad de Emory (Atlanta), y Antonio Armario, del Instituto de Neurociencias de la UAB, han encontrado algunas claves esperanzadoras. Coordinados por el doctor Kerry Ressler, han detectado que en los cítricos y el chocolate, entre otros alimentos, reside un derivado flavonoide llamado 7,8-dihidroxiflavona con una cualidad insospechada: si se inyecta, reduce la sensación de miedo en ratones afectados por un trauma. “Inmovilizamos al animal, durante dos horas, para inducirle estrés y alterar su conducta.
Luego, durante varios días le dábamos una descarga eléctrica que asociamos a un tono musical. Así, el ratón aprendía lo que significa tener miedo y cada vez que volvía a escuchar el tono, se mantenía atento, con los músculos en tensión, esperando otra posible descarga. Pero si le inyectábamos el fármaco 7,8-dihidroxiflavona, su actitud cambiaba. Sentía menos miedo al escuchar el tono”, comenta Raúl Andero.
¿Dicho fármaco conseguirá eliminar el miedo humano? Los especialistas carecen de respuestas. El doctor Armario tiene claro el camino que tomará la investigación durante los próximos años: “Intentaremos descubrir si el fármaco, inyectado inmediatamente después de haber sufrido el trauma, impide la aparición de su recuerdo a medio y largo plazo”.
Edad crítica
Por su parte, el equipo de Francis S. Lee, de la Universidad de Cornell, en Nueva York, ha descubierto que podría ser que el cerebro eliminara los recuerdos de miedo durante la adolescencia. En pruebas con ratones, han observado que durante el tránsito a la edad adulta se produce una reordenación cerebral que afecta, sobre todo, a la amígdala y al hipocampo. Quizá con los humanos pueda ocurrir lo mismo.
El filósofo José Antonio Marina, en su obra Anatomía del miedo, dice que somos una especie temerosa:
“Vivimos entre el recuerdo y la imaginación, entre fantasmas del pasado y fantasmas del futuro, reavivando peligros viejos e inventando amenazas nuevas, confundiendo realidad e irrealidad; es decir, hechos un lío. Para colmo de males, no nos basta con sentir temor, sino que reflexionamos sobre el temor sentido, con lo que acabamos teniendo miedo al miedo, un miedo insidioso, reduplicativo y sin fronteras”.
Para todos los gustos
Algunas personas, eso sí, tienen fobias extrañas. Alfred Hitchcock no soportaba ver las yemas de huevo, le provocaban un trauma indescriptible. Y al actor Billy Bob Thornton le tiemblan las piernas cuando adivina la presencia cercana de muebles antiguos y cuberterías de plata. Pero para casos raros, el de The Beatles. Tocaban con miedo sobre el escenario por culpa de unas gominolas con figuras de niños llamadas Jelly Babies, que les lanzaban sus fans. Más de una vez sintieron ganas de cancelar el concierto para salir corriendo. “Antes de tirarlos contra nosotros, imaginad cómo nos sentimos cuando estamos de pie intentando esquivar todo eso”, confesó angustiado George Harrison a una fan por carta.
Algunos miedos entre los adultos son capaces de provocar el caos, como demostró Orson Welles en 1938 con la radioemisión de La guerra de los mundos en la que narró a través de la CBS una supuesta invasión marciana. “Cuando escribí Anatomía del miedo me interesó un tipo de fobia social muy concreta que guarda relación con la necesidad de quedar bien ante la mirada ajena. Recuerdo haber leído el caso de un hombre, en Francia, que fue despedido de su trabajo. Incapaz de contárselo a su mujer, salía todas las mañanas de casa hacia su puesto laboral como si no hubiera ocurrido nada. Conseguía dinero donde podía, necesitaba guardar las apariencias. Hasta que un día sus amigos le dijeron que debía confesar a su mujer que estaba en el paro. La vergüenza de quedar al descubierto le pareció terrible, humillante. Incapaz de hacer frente al problema, mató a su familia y luego se suicidó”, comenta José Antonio Marina.
Sacarle partido
Para José Manuel Menchón, jefe del servicio de Psiquiatría del Hospital de Bellvitge, Barcelona: “Tener miedo resulta útil el día antes de un examen. Se lo digo a mis alumnos. Como se cierne sobre ellos la amenaza del suspenso, mejoran su capacidad de concentración y memorizan mucho más que quince días antes. Demuestran eficiencia. El miedo les permite adaptarse a la circunstancia del examen para superarlo. El problema viene si sientes demasiada ansiedad, porque te bloqueas y no aprendes nada. Entonces, hay que buscar otra solución”.
Los monos de la especie rhesus que viven en cautividad no sienten miedo de las serpientes, pero si un ejemplar adulto demuestra alarma ante el reptil, el resto de la comunidad sale corriendo para buscar refugio. Lo mismo ocurre con los ratones cuando huelen un trapo que, previamente, ha sido frotado sobre el cuerpo de un gato. Se dispara el instinto de protección, los roedores advierten una amenaza, un olor cargado de peligro. Y les entra el pánico. ¿Qué ocurre con los humanos? Pues los científicos se preguntan sobre la existencia de posibles combinaciones producidas en las redes genéticas que acaben determinando nuestra predisposición a sufrir más o menos miedo. “Las interacciones tanto de genes de un mismo cromosoma como de distintos cromosomas son múltiples y desconocidas. Justo ahora empezamos a disponer de las herramientas necesarias para desvelar el misterio”, comenta esperanzado Alberto Fernández Teruel, investigador de la Unidad de Psicología Médica de la UAB.
Por su parte, la neurobióloga y científica del Centro de Regulación Genómica de Barcelona Mara Dierssen cree que “estamos más cerca de entender lo que sucede en nuestro cerebro cuando sufrimos un miedo patológico. Hemos comprobado que si tienes un exceso de copias del gen de la neurotrofina-3, se construye un cerebro más susceptible de padecer ataques de pánico. Todas las partes de nuestro cerebro se relacionan creando un equilibrio muy fino”.
Sensor cerebral
La amígdala desempeña un papel importante a la hora de generar miedo. Se trata de una pequeña estructura que resulta crucial para la formación de nuestros recuerdos sobre experiencias emocionales significativas. Además, se comporta como un sensor de gran utilidad si detecta que nos ahogamos. Al registrar la presencia de dióxido de carbono, conecta con otras regiones cerebrales y orquesta una respuesta rápida en todo el cuerpo que empuja a alejarnos del peligro. En un plano menos dramático, también sabemos que la amígdala disparará las alarmas cuando vamos, por ejemplo, en un ascensor demasiado lleno. Interpretará que nuestro espacio vital ha quedado muy reducido y empezaremos a mirar al techo, intentando evitar los ojos y la nariz de la persona que tenemos casi enganchada con pegamento.
Los ratones de laboratorio, que carecen de dicha estructura, demuestran una actitud muy valiente ante la presencia de un gato si no fuera porque, al final, se acaban convirtiendo en un menú de comida rápida. Quizá los humanos nos enfrentemos con el mismo problema. Sin amígdala, nuestra supervivencia podría ponerse en un brete. “Nada que sea emocional reside en una parte exclusiva del cerebro. Podríamos vivir sin amígdala, pero en muy malas condiciones”, advierte el filósofo José Antonio Marina.
Eso mismo le ocurre a una mujer norteamericana, identificada con las iniciales SM. El investigador de la Universidad de Iowa Justin Feinstein descubrió sorprendido que ella no le tiene miedo a nada porque carece de amígdala. Su equipo la expuso ante la presencia de arañas y serpientes; después, decidieron llevarla a una casa embrujada. Rellenó un cuestionario donde explicó que no tenía miedo a hablar en público. El hecho de morir tampoco le supone un trauma existencial. Durante un período de tres meses, SM registró sus emociones en una agenda electrónica. Y lo hizo con gran precisión. En todos los cuestionarios, mediciones y situaciones, fue incapaz de sentir pánico.
Bumerán
Un equipo de investigación de la Universidad de Granada (UGR) liderado por María José Fernández Serrano ha realizado un trabajo pionero. Fernández Serrano explica que han detectado que el consumo de alcohol, cannabis o cocaína reduce el tamaño de la amígdala y, en consecuencia, el toxicómano reconoce menos una emoción tan básica como el miedo. “Un alto porcentaje de drogodependientes rehabilitados vuelve a caer. Barajamos la posibilidad de que eso ocurra porque no reconocen el peligro que supone tomar sustancias nocivas, ya que su amígdala es pequeña. Y queda atrapado de nuevo”, comenta María José Fernández Serrano.
De este trabajo, recuerda a una mujer con una enfermedad degenerativa: “Un amigo le aseguró que si tomaba cocaína se vendría arriba y podría cuidar mejor de sus hijos. Lógicamente, fue peor el remedio que la enfermedad”. Quizá algún día la ciencia, con sus múltiples avances, logre emparentarnos con la estirpe de Juan sin miedo.
Redacción QUO