Mi nombre es Miguel Barral. Soy periodista científico. Padezco algunos achaques y problemillas de salud, que adoptan la forma de estrés crónico, una acusada delgadez que sitúa mi IMC (índice de masa corporal) por debajo del límite mínimo recomendado y, por encima de todo, una especial propensión a que se me produzcan en la lengua unas desquiciantes vesículas llenas de sangre, casi siempre durante el ejercicio de comer –alguna vez, también mientras duermo–, bien como consecuencia del contacto con algún alimento crujiente o con aristas, desde una patata frita hasta un trozo de corteza de pan, pasando por el a priori inofensivo crujiente reboce de una croqueta, o bien por contacto con mis dientes, sobre todo cuando de por medio hay alimentos que exigen masticarlos a conciencia.
Hace ya más de dos años que me he obligado a no probar una patata frita
Desquiciantes porque han acabado por mediatizar por completo mi forma de enfrentarme a la comida, porque ya hace mucho que he dejado de disfrutar ante el plato y he empezado a temerlo. Hace ya más de dos años que me he obligado a no probar una patata frita. Y donde digo patata frita podría decir también fruto seco, cruasán, queso curado, pizza, chocolate… También me ha llevado a renunciar en gran medida a mi vida social, a base de evitar comidas con los amigos, reuniones familiares y, en definitiva, a encerrarme en casa para librar en la intimidad la batalla que supone cada una de las tres comidas del día que me obligo a cumplir.
Un problema que ninguno de los numerosos y variados especialistas a los que he acudido –desde el médico de cabecera hasta internistas, desde un cirujano maxilofacial hasta un otorrinolaringólogo– ha conseguido solucionar, ni siquiera dar una explicación definitiva. Todo lo más, me remiten a otro especialista, señalando los unos que se trata de una cuestión mecánica, fruto de una mordida defectuosa, los otros a un sistema inmune deficitario, y los de más allá a una cuestión de índole nerviosa o, simplemente, a una especial y fastidiosa propensión que no tiene otro remedio que “ajo y agua”.
Claves de la homeopatía |
Razones de la ciencia |
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Cada persona posee una energía, o ‘fuerza vital’. Las enfermedades surgen como consecuencia de alteraciones o desequilibrios en dicha fuerza vital: se manifiestan primero como síntomas emocionales, y posteriormente como físicos. | Lo similar cura lo similar. En virtud de esto, los tratamientos consisten en administrar al sujeto dosis ínfimas –obtenidas por dilución- de sustancias activas que en dosis mayores producirían en un individuo sano esos mismos síntomas a tratar. | Remedio homeopático es tanto más potente cuanto más diluido esté. Los efectos terapéuticos se mantienen porque las moléculas del agua “guardan memoria” de aquellas sustancias activas con las que estuvieron en contacto. | Muy selectiva tendría que ser la ‘memoria’ del agua para acordarse solo del principio activo, y no de todo lo demás con lo que alguna vez ha convivido. El agua ha estado en contacto con millones de sustancias a lo largo de su historia. | La mínima dilución. En los tratamientos homeopáticos que han sido analizados en laboratorio no existe ninguna garantía de que contenga ni siquiera una miserable molécula del principio activo. Por eso, solo pueden considerarse placebo. |
Así que, tras la aparición de una nueva vesícula de tamaño extragrande que me obligó a permanecer quince días a dieta líquida, con la secuelas anímicas y mentales que ello implica, mi desesperación me llevó a acudir a la llamada de mi mejor amigo, hasta hace bien poco “solo” un médico de familia, y ahora reciclado en flamante médico integrativo. La esencia de la medicina integrativa consiste en conjugar los métodos de la medicina convencional o moderna con las terapias “naturales” y alternativas, con especial afinidad por la homeopatía. Me puse en sus manos. Mi formación científica me impide creer en una medicina que receta no-medicamentos, o si lo prefieres, agua, ni que fuese bendita. Pero ante esto, la respuesta del terapeuta no tenía dobleces: “Si crees que los tratamientos homeopáticos son solo agua, no te va a hacer ningún mal; de modo que, ¿qué pierdes por intentarlo?”
Primera consulta
Tras confesarme durante más de hora y media, el doctor emitió su diagnóstico: encajo en el perfil natrum. En homeopatía se entiende por perfil o tipología la suma de los síntomas de un paciente y sus características físicas y emocionales, su estilo de vida y otros factores. Cada medicamento homeopático tiene asociado un perfil homónimo. A mí me iba a tratar con el conocido como natrum muriaticum, es decir, sal marina. “¿Como la que venden en el súper?”, pregunto. “No, como la que puedes encontrar en muchas farmacias, que la mayoría vende medicamentos homeopáticos; por algo será”.
Cada parte del principio activo, la milagrosa sal marina, es diluida en 100 partes de agua
El tratamiento consistía en tomar cinco gránulos al día de natrum muriaticum 30 CH. 30 CH significa que ha sido sometido a un proceso de dilución centesimal (1:100) según el método de Hahnemann, sucesivamente una treintena de veces. Vamos, que cada parte del principio activo, en este caso la milagrosa sal marina, es diluida en 100 partes de agua y, a su vez, una parte de esta mezcla es diluida en otras 100 partes de agua… y así, sucesivamente, 30 veces.
Cada vez que diluyes la sustancia, hay que agitar esta mezcla cien veces, método que en homeopatía se llama hacer sucusiones; si no, el remedio no es eficaz. Esto supone que al final tenemos una parte del principio activo por cada 1060 partes de agua. En lugar de hablar de “partes”, hablemos de moléculas. ¿Qué cantidad de agua tendré que ingerir para tomar al menos una molécula del principio activo? Sabemos que un mol equivale a 6,023 x 1023 moléculas, y un mol de agua corresponde a 18 ml.
Si no me fallan las cuentas, tendría que ingerir casi 30.000. 000.000.000.000.000.000.000.000. 000.000 litros del medicamento para garantizar que ingiero una molécula del principio activo.
Estoy a punto de abandonar, pero el homeópata me pidió tres meses de prueba. Y acepté.
¿Por qué ‘funciona’?
El tratamiento prescrito pasaba por, una vez al día y en ayunas, extraer cinco gránulos del tubo expendedor y depositarlos debajo de la lengua hasta que se disolviesen y fuesen absorbidos. Todo ello, sin manipularlos en ningún momento con las manos, pues, al parecer, este contacto podía romper el encantamiento… quiero decir, alterar las propiedades del natrum muriaticum.Un ritual –no se me ocurre otra forma mejor de definirlo– con el que cumplí religiosamente todos los días. Mi terapeuta me interrogaba en cada consulta, tratando de averiguar si realmente estaba aplicando el tratamiento como debía y siguiendo a rajatabla sus “integrales” instrucciones, que también afectaban a mis hábitos alimenticios, etcétera.
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Por qué cada vez hay más |
Si realmente la homeopatía no cura, ¿por qué cada vez más farmacias venden tratamientos y más personas la utilizan? Un estudio reciente, publicado en Plos ONE, lo explica. Investigadores australianos han desarrollado un modelo matemático que razona por qué, en determinadas condiciones, tratamientos ineficaces alcanzan gran popularidad. Está basado en el concepto de “aprendizaje social”, según el cual aprendemos imitando lo que vemos hacer a nuestros congéneres, y asumimos así que, si ellos lo hacen, es porque reporta ventajas. |
Cada vez que nos veíamos, él, y solamente él, apreciaba cierta mejoría que únicamente era posible mantener si no me saltaba un solo gránulo. Mientras tanto, ¿qué tal las linguales vesículas sanguinolentas? Pues mal, gracias. Lo que significa que seguían apareciendo periódicamente. De hecho, demasiado periódicamente para mi salud mental. Apariciones que, no obstante, el galeno siempre conseguía justificar como respuestas de mi organismo a episodios muy concretos de estrés, tensión, ansiedad… extremos. El doctor aseguraba que acabarían por desaparecer cuando el tratamiento homeopático restableciese mi equilibrio interior y mi paz de ánimo.
“¿Estás menos fatigado mentalmente?” “No.” “¿Y menos irritable?” “Tampoco.”
Transcurridos los tres meses demandados y concedidos, llegó el momento de acudir a la consulta “definitiva”, que reproduzco tal y como aconteció: “Bueno, ¿qué tal estás, cómo te sientes?” “Más o menos, como antes de empezar el tratamiento.” “¿Estás menos fatigado mentalmente?” “No.” “¿Y menos irritable?” “Tampoco.” “¿Y has recuperado algo de peso?” “La báscula dice que no.” “¿Y las vesículas, notas que van a menos?” “No…” Y así, un largo etcétera de nos que desconsolarían al médico más pintado. Como cabía esperar, el no-tratamiento no ha funcionado. Mi homeópata sonríe: “No esperaba que dijeses otra cosa. Yo sí creo que has evolucionado”.
Y anuncia que hay esperanzas: “En estos casos, lo recomendable es dar un medicamento ‘lanzadera’, que despierte la reacción orgánica remediando el desequilibrio o preparando el terreno para que otro medicamento realice la curación. Vas a empezar con sulphur 30 CH, sin dejar natrum, como hasta ahora ¿Qué me dices?” Aún lo estoy pensando.
Redacción QUO