Nuestros antepasados prehistóricos se alimentaban sobre todo de carne, y según sus restos, gozaban de una salud envidiable. Sabemos que algunos pueblos, como los esquimales, que se nutren básicamente de ella, a pesar de que tienen una elevada mortalidad infantil, alcanzan edades avanzadas y tanto el cáncer como las enfermedades cardiovasculares, la obesidad e incluso la caries son desconocidos para ellos.
Qué hay en un filete
Sin embargo, si se hace caso a los medios de comunicación occidentales contemporáneos, la carne roja es la responsable de la obesidad, la diabetes, el cáncer y la muerte prematura. Esto indicaba un estudio reciente de la Universidad de Harvard. Aunque en realidad, leyendo un poco más a fondo se comprueba que el estudio solo establecía que las personas que comían más carne roja tendían a sufrir más enfermedades. Lo importante es que estas mismas personas resultaban ser también las que, al mismo tiempo, tenían sobrepeso, fumaban, bebían alcohol, consumían demasiado azúcar, no hacían ejercicio ni comían verdura. Pero esos detalles no quedan bien en un titular de prensa.
En ciencia es fundamental separar correlación de causalidad. Si salimos con el paraguas a la calle y llueve, las dos cosas tienen una correlación, porque una ocurre a continuación de la otra, pero no significa que el paraguas cause la lluvia. Desde hace décadas se buscan culpables para la mala salud de la sociedad occidental, aquejada de obesidad y arteriosclerosis. La tentación es buscar una respuesta simple, y la carne roja se sienta habitualmente en el banquillo.
Conviene aclarar que la denominación carne roja es más gastronómica que científica, y no está siempre tan clara. Generalmente se acepta que la carne de vaca es roja y la de pollo es blanca. Pero también se considera roja la de pato, y a veces, carne blanca la de cerdo. Por otra parte, la de cordero es roja, pero la de conejo es blanca.
El característico color rojo de la carne se debe a la mioglobina, una proteína pariente de la hemoglobina que se encuentra en el tejido muscular y que fija el oxígeno. Está presente en los músculos de contracción lenta, es decir, los que se usan para mantenerse de pie o caminar.
Por el contrario, la llamada carne blanca se compone de fibras de contracción rápida. Así, la pechuga de pollo contiene mucha menos mioglobina que los muslos. En realidad, la carne roja es una fuente excelente de proteínas, con una calidad nutricional muy superior a la de la carne blanca. También contiene mucho más zinc, hierro, tiamina, rivoflamina y vitaminas B6 y B12, así como ácido lipoico, que es un poderoso antioxidante.
Además, la diferencia en calorías entre la carne roja y la carne blanca es prácticamente mínima. Si se toma la precaución de retirar la grasa visible a un filete, solo contiene entre el 8 y el 12% de grasa. En contraste, los muslos de pollo con piel tienen un 15%, por no hablar de los nuggets de pollo, que están entre un 35 un 50%, y que en su mayoría son grasas trans que proceden del rebozado y la fritura.
La roja tiene mala fama
La mala reputación de la carne roja empezó en la década de 1970, cuando aumentaron alarmantemente en EEUU los casos de muerte por enfermedad cardiovascular. La teoría dominante en ese momento sostenía que comer grasas saturadas, como las procedentes de animales, era la causa directa del incremento del colesterol en sangre. Esto, a su vez, favorecía la arteriosclerosis, una obstrucción de las arterias que podía causar un infarto y, finalmente, la muerte.
Esta explicación tan simplista cada vez está siendo más discutida. No hay una relación clara entre el colesterol LDL (el malo) y la ingesta de grasa. La arteriosclerosis aparece más bien como una consecuencia de varios malos hábitos: poco deporte, poca fruta y verdura en la dieta, consumo de alcohol y de tabaco, exceso de peso, exceso de azúcar y estrés.
Precisamente son estas variables las que se desinflan tras el estudio de Harvard sobre la carne roja, que medía la mortalidad, la dieta y los hábitos de 100.000 personas a lo largo de 20 años.
Además de no separar la carne fresca de la procesada, el estudio tampoco tuvo en cuenta si la carne era magra o grasa, ni la forma de cocinarla. Las personas que comían más carne roja tenían, además, mayores hábitos de riesgo: tabaco, alcohol, obesidad y sedentarismo, entre otros. Aislando estos factores, el incremento del riesgo de cáncer por causa de la carne era muy pequeño, por debajo del 1,2.
Consumirla con prudencia
Para hacerse una idea, si el riesgo relativo detectado solo para la carne roja es de 1,16, el equivalente para la relación entre el tabaco y el cáncer de pulmón sería de 4,39. Esto quiere decir que las personas que comen carne tendrían un 16% más de riesgo de contraer cáncer, mientras que los que fuman tendrían un 339% más.
Aunque los peligros de la carne roja hayan sido exagerados, eso no quiere decir que haya barra libre. La carne muy grasa sigue aportando muchas calorías. La carne procesada, como los embutidos y el bacón, y la carne chamuscada en la barbacoa son fuentes de potenciales cancerígenos.
Tampoco son todas las carnes iguales. La carne de vacas criadas con pasto al aire libre contiene menos grasa, más minerales y vitaminas y más omega-3 que la de animales de granja criados con pienso. Las mismas virtudes tiene la carne de caza y la de cerdo ibérico de bellota. Puestos a comer carne roja, es mejor apostar por la calidad que por la cantidad.