Ser la primera persona en 1.500 años que entra en una tumba egipcia excavada en la roca es el sueño de todo arqueólogo. Inscripciones, objetos de la vida terrena del difunto, papiros, ese ambiente inquietante… Es una sensación que ya ha experimentado el investigador del CSIC José Manuel Galán, quien cuenta a Quo, paso a paso, cómo dio con la tumba de Djehuty, el escriba de la reina Hatshepsut. Es todo un manual de instrucciones, por si te atreves.
1. Busca, compara…
Lo primero es elegir un objetivo claro. Galán hurgó en la dinastía XVIII, objeto de su tesis doctoral, y se hizo una lista de tumbas que cumplieran varios requisitos: que fueran históricamente relevantes, que se supiera que existían –eso no siempre quiere decir que estén excavadas–, que tuvieran inscripciones –él es filólogo– y que no estuvieran saqueadas. Investigando varias, descubrió que Champollion estuvo en la necrópolis de Dra Abu el-Naga en 1829, y que vio la tumba de Hery (colindante), pero no la de Djehuty, que estaba tapada por derrumbes de la colina. En 1845, el arqueólogo Lepsius sí vio parte de la entrada y lo documentó en su cuaderno de notas. Así que el investigador del CSIC eligió “consagrarse” a lo que bautizó como Proyecto Djehuty, orgullo de la egiptología española.
2. A localizar
El segundo paso fue salir de la biblioteca, vestirse de campaña y lanzarse al desierto, a ver in situ la tumba donde se pretendía trabajar, cerca de la antigua Tebas. Galán y algunos colaboradores siguieron en 2002 las notas de Lepsius y constataron que la entrada de la tumba, lo único visible entonces, estaba llena de inscripciones y relieves en los que el funcionario egipcio revelaba importantes detalles de la vida del Imperio, como la intendencia de la corte, sus creencias…
Y solo era la entrada. Comprobaron también que al menos la siguiente sala, ya excavada en la montaña, estaba derrumbada, lo que podía causarles problemas si se ponían a ello. Lo que no sabían era que la tumba de Djehuty estaba conectada con otras, como la de Hery, otro alto funcionario, y la del arquero Iqer (“el magnífico”).
3. Con su permiso
José Manuel Galán se entusiasmó y decidió lanzarse (“tuvimos esa inocencia o esa arrogancia”, nos dice), pero antes tuvo que cerciorarse de que nadie había publicado trabajos sobre su nuevo “tesoro”. Y aún más importante: comprobó en el Servicio de Antigüedades de Egipto que nadie más gozaba de la licencia de excavación allí, ya que estas se conceden de por vida. Así que obtuvo el permiso después de presentar un informe sobre el monumento, quién dirige la investigación (un CV) y lo que se pretende hacer. Ahí estuvo listo el equipo de investigadores, ya que propuso un proyecto de restauración, y no de excavación pura. ¿Por qué? “Las Autoridades egipcias no dan abasto a conservar todo lo que se encuentra”, comentan. Pero restaurar incluye apuntalar y consolidar las salas.
4. La excavación
Es el gran momento, el de mancharse las manos. Y de nuevo, ese instante se hace esperar, porque antes hay que planificar. ¿Qué medios y qué personal hay que llevar? Apunta: unos 20 investigadores, más otros 80 obreros egipcios. Durante las seis semanas que dura la campaña de excavación, el equipo científico varía levemente, en función de las necesidades. Normalmente trabajan en Dra Abu el-Naga cuatro egiptólogos epigrafistas –para leer inscripciones– dos geólogos –que controlan el “comportamiento” de la montaña, la humedad, etc., y que son los mismos que trabajan con las Cuevas de Altamira–, tres arquitectos –encargados de la topografía, planos, dibujos–, un entomólogo –que estudia la microfauna que se halla en vendajes, ataúdes…–, tres restauradores de arte, un fotógrafo, una paleopatóloga especialista en huesos y dos ceramistas. Pero cuando algún hallazgo inesperado lo ha exigido, se ha contratado a la especialista en momias Salima Ikram –quien ayudó a estudiar el sarcófago de Iqer, el arquero– y a la conservadora de papiros Bridget Leach, del Museo Británico, con unas manos que son una joya a la hora de desdoblarlos sin que sufran.
El trabajo menos soñado es el del pico y la pala, pero también tiene gran importancia, y sin el ejército de obreros contratados en Luxor y sus alrededores, buscar una momia se reduciría a vestirse de Indiana Jones. Cada egiptólogo supervisa un área, y en cada área hay una o varias cuadrillas que se componen de un excavador con palaustrín –es quien hace el trabajo “fino” de desenterrar–, dos asistentes de este y unos diez obreros que se ocupan de portar las espuertas (sacos de escombro) para que se revisen en las dos cribas que hay. Todo ello, bajo las órdenes de un capataz. Una “fiesta” de la arqueología de un mes y medio que, entre transporte, estancias y obreros contratados, cuesta unos 70.000 euros, financiados por diferentes instituciones privadas en estos diez años de trabajos arqueológicos.
5. ¿Qué tenemos?
De nuevo las películas nos engañan cuando el enterado de turno toma una pieza del suelo y dice: “Dinastía VIII. Corte de Hatshepsut. La inscripción dice…” Es cierto que durante la excavación Galán y su equipo hacen estudios preliminares de las piezas, salas e inscripciones que van alumbrando, pero el gran trabajo de investigación se realiza al volver; a primera vista es difícil calibrar la magnitud de los hallazgos. Por eso, lo más importante es tomar buenas fotografías, dibujos y notas de todo tipo que permitan valorar los hallazgos durante el resto del año; Egipto se queda las piezas en depósito, no se pueden sacar.
Así que apunta otros 50.000 euros para pagar a dos egiptólogos más, que ayudan a profundizar. Eso sí, el Servicio de Antigüedades exige un informe preliminar al salir del país, y otro en profundidad meses después. Ese mismo trabajo sirve de base para los artículos que todo investigador publica en revistas científicas como Journal of Egyptian Archaeology y en grandes publicaciones de divulgación como… vaya, ahora no caigo.