En realidad, esa es la razón última de secuenciar el ADN de la especie evolutiva más cercana a nosotros: compararlo con el nuestro y detectar aquellos genes o mutaciones que solo aparecen en este último. Después habrá que comprobar qué función cumplen y si su labor puede haber contribuido a la selección positiva, es decir, a nuestra capacidad de adaptarnos al entorno para sobrevivir y tener más descendencia.
Es lo que mueve al equipo internacional de investigadores que ha publicado en la revista Science lo que aún consideran un borrador del genoma neandertal. Con Richard E. Green, de la Universidad de California (EEUU), y Svante Pääbo, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig (Alemania) a la cabeza, han invertido en el empeño años, esfuerzo y “entre 2 y 3 millones de euros”, según la vaga estimación del propio Pääbo.
De momento, ya tienen el 60 por ciento del mensaje en clave química que rigió la vida de la especie desaparecida. Y al contrastarlo con el que llevamos nosotros también han identificado 20 regiones genéticas que pudieron desempeñar un papel importante en nuestro triunfo como especie.
En ellas se incluye un gen cuya participación conocemos en el desarrollo de nuestros cráneo, costillas y clavícula, y que, por tanto, podría ayudar a explicar cómo y por qué hay diferencias entre nuestro esqueleto y el neandertal.
De otros tres genes en exclusiva humanos sabemos que intervienen en el autismo, el síndrome de Down y la esquizofrenia. Esto no implica en modo alguno que los neandertales las padecieran, sino solo que quizá participaron en procesos evolutivos relacionados con el desarrollo cognitivo.
Otras regiones identificadas apuntan a la diabetes (y por tanto, al metabolismo) y a aspectos como el sudor y el gusto.
También se han localizado diferencias en genes relacionados con la piel, lo que podría interpretarse como que “algo ha cambiado en la fisiología o morfología de la piel humana comparada con la neandertal”, en opinión de Pääbo.
Pero, para conocer el auténtico significado de estos descubrimientos, necesitaremos investigar más y, sobre todo, recurrir a una tercera especie. “Habrá que colocar la versión humana de un gen en unos ratones y la neandertal en otros. Y estudiarlos”, explica Carles Lalueza-Fox, paleogenetista del Instituto de Biología Evolutiva (CSIC-UPF) y participante en el estudio.
Cosas de familia
Mientras tanto, podemos ocuparnos de la otra gran cuestión: ¿Se aparearon o no?
Pocas veces la pregunta más repetida del cotilleo universal ha alcanzado el rango de incógnita científica. Y muchas menos hay pruebas de la respuesta.
El rumor se centra esta vez en dos especies que compartieron el nada desdeñable territorio de Europa durante unos 60.000 años. Por un lado, los neandertales, surgidos como tal especie en suelo europeo hace unos 400.000 años y borrados de la faz de los fósiles hace unos 28.000. Por otro, los primeros humanos con rasgos modernos. Con cuna en África, se lanzaron a ampliar horizontes hace unos 100.000 años y conquistaron el mundo en una evolución cuyo testigo portamos los hombres y mujeres de hoy en día. Empeñados en saber si de verdad aquellos tatarabuelos se pasaron unos 70.000 años sin llegar a mayores con esos otros seres con pinta de gente con los que compartían mundo.
Pues sí, lo hicieron
La respuesta es: sí. Y las portadoras de tal misiva han sido tres chicas. O mejor, apenas 500 miligramos de polvo extraídos con un taladro de dentista de lo que, hace unos 30.000 años, debieron de ser sus tibias.
Cuando las descubrieron en el yacimiento de Vindjia, en la actual Croacia, ya se encontraban fragmentadas. Se las seleccionó gracias a la buena calidad de su ADN, un material cuya composición empieza a alterarse en cuanto un ser fallece y que se contamina fácilmente con el de cualquier otra forma de vida de su cercanía, ya sea microbio o investigador. Aun así, el 95% de los resultados obtenidos con las avanzadísismas técnicas de secuenciación del Proyecto Genoma Neandertal pertenecían a microorganismos instalados durante siglos en los huesos.
El resto compone ese 60% de genes que deberían empezar a hablarnos de la especie a la que una vez dirigieron. Pero para que sus mensajes tengan sentido hace falta un contexto.
Carles Lalueza nos explica que la mejor forma de hacerlo es: “Alinear los genomas del chimpancé, el humano y el neandertal, y ver en qué posiciones el neandertal es idéntico al chimpancé y diferente del humano”.
La cantidad de diferencias marcará el grado de distancia evolutiva entre unos y otros, y ayudará a establecer el grado de parentesco (o su ausencia). El genoma del chimpancé está disponible desde 2005, y por la parte humana se ha secuenciado para la ocasión el ADN de cinco contemporáneos nuestros procedentes de África occidental, Sudáfrica, Papúa-Nueva Guinea, China y Francia.
Pocos, pero bien avenidos
Y al establecer la comparación, surgió la sorpresa. Los genomas de los no-africanos tenían entre un 4 y un 5% más de posibilidades de coincidir con los neandertales que el de los africanos. ¿Cómo es posible, si la rama de homínidos africanos que daría lugar a los neandertales se extinguió y los ancestros de sapiens actual salieron de ese continente cientos de miles de años después?
[image id=»19139″ data-caption=»» share=»true» expand=»true» size=»S»]A pesar del reconocido escepticismo inicial, Pääbo y sus colegas tuvieron que admitir que la pasión había podido más que las razones filogenéticas. Se abría la vía para los detalles: dónde, cuándo y cuánto se unieron neardentales y humanos? Los dos primeros interrogantes podían responderse gracias a la similitud en los porcentajes de parecido neandertal entre lugares tan distantes como Francia y Papúa-Nueva Guinea, sobre todo porque en este último no se han encontrado fósiles de esa especie.
A menos que la hibridación se produjera justo cuando los primeros hombres modernos salieron de África y se expandieron por el mundo con su porción de genes neandertales ya puestos. Esta explicación, por la que se inclina el estudio, sitúa la escena amatoria en Oriente Medio, hace entre 45.000 y 60.000 años (véase el recuadro en página anterior). En cuanto al cuánto, parece que la fogosidad “intercultural” se mantuvo en cifras más bien modestas. La porción de genes neandertales en la población actual se calcula entre un 1 y un 4%. Esta cantidad no indica que hayan descubierto un grupo de genomas concretos que todos los no-africanos compartimos a modo de escudo heráldico neandertal. Más bien se trata de una huella genérica en nuestra especie, que Svante Pääbo aclaraba al presentar el estudio: “Son partes del genoma al azar. Puede dar la casualidad de que yo tenga ciertas partes con origen neandertal y que quizá usted tenga otras. Pero nada indica que se hayan fijado partes neandertales en todos los no-africanos”.
[image id=»19139″ data-caption=»» share=»true» expand=»true» size=»S»]Quién con quién
Lo que sí aporta ese dato es una leve pista demográfica. David Reich, genetista de Harvard que también intervino en el estudio, perfila dos opciones: “Pudo ocurrir con muchos apareamientos en poblaciones muy grandes, o con pocos en poblaciones colonizadoras bastante pequeñas”.
Una duda para el futuro, como la posibilidad de encuentros posteriores en otras zonas de Europa, o si en el llamado “flujo genético” de neandertales a modernos participaron más ellos o ellas. Este detalle, para el que los investigadores no han obtenido suficientes datos, podría hablarnos de la relación entre “autóctonos” e “invasores”: ¿intercambiaban hembras, por ejemplo?
Mientras se aclara, Pääbo destaca “haber demostrado que eran biológicamente capaces de producir descendencia”. Una afirmación que algunos prefieren mantener en el rango de lo anecdótico, como manifestaba Juan Luis Arsuaga a nuestro compañero Álex Fernández Muerza, y que otros ya llevaban preconizando hace mucho tiempo.
¿novedad o confirmación?
Erik Trinkaus, antropólogo de la Universidad Washington en San Luis (EEUU), publicó en la revista PNAS en 2007 una investigación en la que defendía que ciertos rasgos físicos de fósiles postneandertales solo podían explicarse como un cruce entre aquellos y los humanos modernos. Ahora, sigue concediendo más peso al registro fósil que a una muestra genética que tilda de “patética”, y apuesta así por encuentros más frecuentes: “El estudio de Pääbo utiliza un argumento muy enrevesado para contradecir la hibridación europea, a pesar de que sus propios datos genéticos indican que había variantes ‘neandertales’ en Siberia, y por tanto, por toda Eurasia. No es más que el antiguo prejuicio de siempre contra los neandertales europeos”.
Porque existen prejuicios. Al menos, a pie de calle. A pesar de todo, descubrimientos como que enterraban a sus muertos, organizaban las “estancias” de sus cuevas y cuidaban de sus enfermos no parecen haber calado en la conciencia colectiva, porque el concepto neandertal sigue asociándose con lo arcaico y zafio, y suscita reticencia a llevar “sangre de las cavernas”.
Aunque solo será cuestión de tiempo descubrir que la tenemos todos. Pääbo considera posible que: “Formas arcaicas africanas contribuyeran a los africanos actuales”, lo que nos igualaría en el grado de “cavernez”.
Pilar Gil Villar