Hay una cosa cierta: la NASA jugó un poco a La guerra de las galaxias el pasado 1 de diciembre al adelantar que había realizado “un reciente hallazgo que impactará en la búsqueda de evidencias de vida extraterrestre”. Ya se veía uno sacando del baúl de casa el disfraz de jedi por si había que luchar con la espada láser contra seres con antenas. Dos días después llegó la aclaración: no eran habitantes de Marte, sino vecinos de California. Concretamente, eran microbios del lago Mono que son capaces de vivir en unas aguas con una concentración de arsénico tan alta que, hasta el momento, se creía que impedía el desarrollo de la vida.
Eso querría decir que otros cuerpos celestes donde hay elementos químicos igual de hostiles podrían albergar vida, y los habíamos descartado. Vuelta a revisar a qué llamamos condiciones para la vida, y por tanto, vuelta a calcular las nuevas posibilidades de hallar alienígenas. Por si lo próximo que se encuentra son seres verdaderamente de fuera –que aterricen en Cuenca o que conozcamos en un viaje espacial–, habrá que ir decidiendo qué estatus legal les daremos en la Tierra, cómo los trataremos: ¿como extranjeros? ¿Como esclavos? ¿Como prisioneros? ¿Como muestras espaciales? ¿Como humanos? ¿Como Han Solo a Chewaka (o sea, a gritos)?
La primera pregunta que se le ocurre a un profano es si habrá que distinguir primero entre seres inteligentes y seres irracionales, igual que existe la distinción entre humanos, y animales y plantas en el derecho terrícola. Juan Manuel de Faramiñán, catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Jaén, especialista en derecho del espacio, cree que esa apreciación es fundamental, pero aclara que: “Habría que determinar qué se entiende por inteligencia y qué coeficiente de la misma se valora como tal. No olvidemos que cuando los conquistadores europeos llegaron a América determinaron que los indios aborígenes no podían considerarse como personas, e incluso se les negó la posesión de alma”, recuerda el especialista.
Pero si tenemos en cuenta lo poco detallados que son los cinco llamados Tratados del Espacio que la ONU ha impulsado hasta ahora, parece que eso es afinar mucho. Alrededor de esto que algunos llaman “metaderecho” o “metalaw” orbitan dos factores que impiden que los estados concreten más: que la posibilidad de que ET nos visite o le visitemos –sin contar todas las santas Navidades en TVE– se ve como algo lejano, y que los países, igual que ha ocurrido con la Antártida, tienden a no cerrarse puertas de antemano por si resulta que lo que se encuentran son verdes y sumisos obreros poseedores de grandes minas de oro en Titán.
La opción de tratarlos como animales sugiere problemas técnicos similares a los de su inteligencia, porque el hecho de que no sean físicamente como los humanos no quiere decir nada en sí mismo: “Cuando los europeos llegaron a África consideraron a los pigmeos diferentes e inferiores” porque no eran exactamente iguales que el humano conocido (por ellos), tal como apunta el experto.
Lo que sí hay hace tiempo son precauciones por si los visitantes son microscópicos y vienen de polizones en el fuselaje de una nave o adheridos al traje de un astronauta que haya pisado la Luna. El profesor Faramiñán, quien también es miembro de la Junta Directiva del Centro Europeo de Derecho del Espacio, de la Agencia Europea del Espacio (ESA), habla del Acuerdo sobre la Luna y otros Cuerpos Celestes (1979) como norma estrella: “Su artículo 7”, nos cuenta, “reza que los Estados están obligados a evitar cualquier degradación del medio terrestre por la exportación de materia extraterrestre a la Tierra”. Y lo cierto es que eso es lo poco relativo a la posibilidad de un encuentro extraterrestre que tiene efectos tangibles en la vida de los astronautas, porque todo el instrumental de los vuelos se esteriliza al salir y al volver de las misiones (mira el cuadro de la izda.).
Antes, en el artículo 5, se hace referencia a que “los Estados que ejerzan actividades en la Luna deberán comunicar sin retrasos al Secretario General de las Naciones Unidas, así como a la Comunidad científica internacional y al público en general, cualquier tipo de fenómeno que descubran en el espacio y/o en la Luna, que pueda representar un peligro para la vida y la salud de los seres humanos, así como cualquier signo de vida orgánica”. Y también el artículo 6 habla de las muestras minerales o del tipo que sea para que los firmantes del Acuerdo tomen todas las medidas para no perturbar el equilibrio ecológico de la Luna. Por cierto, ¿qué tal si legislan lo mismo para la Tierra y los terrícolas?
Lo que sí hay es mucha legislación acerca de cómo se comparte la Estación Espacial Europea y cómo deben considerarse los posibles delitos que unos astronautas cometan allí sobre otros, o sobre el instrumental del vecino. Pero eso no sirve para regular las relaciones de un humano con los ewoks (si los hubiere, como en El Imperio contraataca), por ejemplo. Eso ha abierto un nuevo frente teórico bastante curioso, porque, ¿podría un astronauta norteamericano decir, mientras masca chicle (qué escena), y en nombre de la Humanidad, eso de: “Venimos en son de paz”? Pues parece que sí. El Tratado Espacial de 1967 y el Acuerdo sobre Salvamento y la Devolución de Astronautas habla de los cosmonautas como “enviados de la Humanidad al espacio ultraterrestre”. O sea, tendrían un estatus parecido al de un embajador pero fuera de la Tierra y, por lo tanto, podría conceder o retirar según qué derechos (al detenerlos, por ejemplo) a los alienígenas con los que se vaya cruzando por cualquier anillo de Saturno. O podría retirarle la pistola láser a Chewaka si ve que se está poniendo muy farruco.
La discusión parece tonta –bueno, lo del humor del amigo peludo de Han Solo es indiscutible–, pero a los teóricos del derecho del espacio no se lo parece tanto. Porque son unas 85.000 personas de 125 países las que ya han reservado billete en la compañía Virgin Galactic (200.000 euros, tasas de aeropuerto y equipaje incluidas) para convertirse en turistas espaciales. Así que, igual que un piloto de un avión en vuelo tiene ciertos poderes sobre los pasajeros, no será lo mismo un astronauta, con sus cursillos y su permiso en regla, que un dominguero espacial.
La Royal Society de Londres (la institución científica más añeja de Occidente, con 350 años de trayectoria) quería saber qué reacción tendrían esos viajeros o los que nos quedamos en tierra si, en efecto, nos toparamos con seres de otros planetas. Hace un año, reunió a los mayores expertos mundiales en la materia en un congreso bajo el nombre de La detección de vida extraterrestre y sus consecuencias para la ciencia y la sociedad. En ella, Lord Rees, presidente de la Royal Society y astrónomo real de la Corona, aportó una idea que pone boca abajo este reportaje, porque, a lo mejor, lo que habría que repensar son los derechos de los propios seres humanos. Según él, el hallazgo de vida extraterrestre podría hacer que los terrícolas nos replanteáramos la propia condición humana y nuestra postura un tanto egocéntrica respecto al Universo y la vida (y no hablaba solo de Cristiano Ronaldo).
Lo cierto es que, hasta el momento, los astrónomos solo han captado una señal, en 1979 (apodada Wow!), y aún es motivo de discusión si no se trata de una simple perturbación electromagnética. Pero hay que ver lo que da de sí entre astrónomos, abogados y políticos. De todos modos, estemos tranquilos, porque, como decía el viejo chiste, los marcianos por ahora no van a venir por aquí porque “con estos precios…”
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[image id=»29092″ data-caption=»» share=»true» expand=»true» size=»S»]Embajadora de nadie. Septiembre de 2010: The Sunday Times (RU) aseguraba que la ONU había nombrado a la astrofísica malasia Mazlan Othman embajadora para el espacio. Ella misma lo desmintió, pero lo cierto es que a muchos nos sirvió para enterarnos de que, de hecho, existe una Oficina de Naciones Unidas para el Espacio Exterior (UNOOSA) que Othman dirige. La noticia estricta es falsa, pero muchos expertos creen que, llegado el caso, ella sería en la práctica la persona más indicada para gestionar las relaciones.
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[image id=»29095″ data-caption=»» share=»true» expand=»true» size=»S»]Microbios del espacio. El Tratado del Espacio Exterior de 1967 ya habla de “esterilizar” extraterrestres, según apunta el experto en derecho del espacio Richard Crowther. Lo que sí se hace es limpiar los objetos que se lanzan cuando entran y cuando salen de la Tierra. Aunque las misiones Apollo ya dejaron claro a la NASA que nunca se habían detectado microbios de ningún tipo en los análisis realizados al regresar.
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[image id=»29096″ data-caption=»» share=»true» expand=»true» size=»S»]Sé dónde, pero no os lo digo. El proyecto SETI (en español, Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) busca señales que delaten en el espacio si hay seres de otros planetas. Este equipo con base en Berkeley, California (y millones de voluntarios), rastrea mediante radiotelescopios ondas de banda estrecha que vengan del exterior. Se centran en ellas porque “no se tiene conocimiento de que estas señales ocurran de manera natural, por lo que su detección puede proporcionar evidencias de tecnología extraterrestre”. Paul Davies, encargado del grupo de SETI en el que se planifica la reacción de la Humanidad ante un hallazgo así, es partidario de dos cosas: no desvelar las coordenadas desde las que han llegado las señales y, desde luego, no dejar que la respuesta parta “de un político o de un líder religioso”. Davies contestaba así al diario The Guardian: “Imagine que vamos a la ONU… donde son tan ‘expertos’ en encontrar soluciones armoniosas a los problemas del mundo… Sería un desastre. ¿Y cuáles son las agencias que pueden representar realmente a la Humanidad? Yo no acudiría a la Iglesia católica ni al Ejército de EEUU”. Además, el astrobiólogo prevé que se maltrataría y torturaría a los alienígenas encontrados.
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[image id=»29097″ data-caption=»» share=»true» expand=»true» size=»S»]El metaderecho. Bajo este confuso nombre se agrupan sobre todo aficionados (y pocos legos) que prevén cómo regular la convivencia con los de ahí fuera. Se afanan en crear incluso cartas de derechos de los alienígenas (similares a las leyes de la robótica de Asimov), de las que solo se saca en claro algo bastante obvio y que Andrew G. Haley llama la regla de oro: “Tratar [a los aliens] como nos gustaría ser tratados”.
Redacción QUO
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