A las dos de la madrugada del viernes 18 de marzo (hora peninsular), la sonda Messenger de la NASA entró en la órbita de Mercurio, tras decelerar su velocidad hasta los 3.104 km/h. Durante un año, la completará una vez cada 12 horas a una altitud mínima de 200 km en un viaje de estudios destinado a ampliar nuestros conocimientos sobre un planeta que suele mostrarse esquivo a nuestro ojo desnudo. Y que se anuncia fascinante.
Normalmente, los terrícolas sólo podemos contemplar a nuestro hermano menor durante no más de una hora antes del amanecer o después del atardecer. Un punto brillante, bajo en el horizonte y cercano a la zona de inmersión del Astro Rey. La próxima cita: en los ocasos en torno al 23 de marzo. Sus breves presencias, las más veloces en nuestro Sistema, llevaron a los romanos a bautizarlo con el nombre del mensajero de los dioses, y a los mayas a calcular que surge y desaparece por el mismo punto una vez cada 2.200 días.
Su estrecho baile con el Sol ofrece resultados espectaculares, ya que al recorrer su órbita, más alargada que la nuestra, acelera cuanto más se acerca a la estrella y aminora el ritmo al alejarse. Una de esas vueltas le lleva la mitad de tiempo que girar sobre sí mismo. Como consecuencia, su superficie contempla un larguísimo día en que el Sol sale por el este y se eleva ligeramente; se oculta, sale de nuevo, continua raudo hacia el oeste, reduce la velocidad hasta casi detenerse, retrocede un poco y reanuda la marcha hasta ocultarse por occidente. Para entonces, su tamaño ha variado algunas veces, y han transcurrido dos años (allí), o 176 días (aquí).
¿Cómo se está en un mundo así? No se está. A nosotros no nos daría tiempo ni a pensar en extinguirnos. Pero podemos mirar por un agujerito, y ya hemos enviado dos. Primero, la misión Mariner 10, de la NASA, se acercó a él en varias ocasiones en 1974 y 1975, y nos ofreció un primer lote de imágenes y datos científicos que contestaron algunos interrogantes y abrieron muchos otros. Constatar los primeros e intentar responder a los segundos es ahora labor de la sonda Messenger, que partió de la Tierra en 2004. Tras dos aproximaciones con las primeras entregas de su tarea, inicia ahora el grueso de su misión.
Asuntos exteriores
Desde la órbita del planeta estudiará y fotografiará en alta resolución un rostro repleto de cicatrices: cráteres, acantilados conocidos como lóbulos escarpados y llanuras de lava. “La delgadísima atmósfera de Mercurio ha permitido que su superficie sea bombardeada por cometas y asteroides durante toda su vida. En sus cráteres está escrita la historia de la evolución de la región interior del Sistema Solar”, destaca Rafael Bachiller, director del Observatorio Astronómico Nacional, y apunta así a la información sobre nuestra propia historia encerrada en su pasado geológico. Y al primer objeto de estudio, la composición de la exosfera. En ella se han detectado moléculas de helio, sodio, potasio, oxígeno, calcio, magnesio…, en cantidad tan reducida que chocarán antes con la superficie que entre sí. “Pero aún no comprendemos sus concentraciones ni cómo varían con la iluminación solar”, añade Bachiller. Rosemarie Killen, del equipo científico de la Messenger, detectó sobre el Polo Norte una concentración constante de magnesio a más de 10.000ºC que, a veces, se desplomaba. Solo sospecha que se debe a alguna fuente de energía.
En realidad, todas esas moléculas han saltado del propio Mercurio, a consecuencia del impacto de las partículas eléctricas del viento solar, que lo azotan a unos 500 km/h. A su acción hay que atribuir también tormentas magnéticas diez veces más intensas y 50 veces más rápidas que las causantes de auroras boreales en nuestros lares.
Se producen cuando el viento solar choca contra el campo magnético de Mercurio, otro de los enigmas por aclarar. ¿Se origina, como en la Tierra, por el efecto dinamo de un núcleo de hierro con el centro sólido y una capa externa líquida? ¿O no es más que el vestigio de esa fricción en el pasado y terminará por perderlo, como Venus y Marte?
Copos de hierro
La primera opción vence en la mayoría de los modelos teóricos, como el de Ji Li y Bin Chen, de las Universidades de Illinois y Cave Western Reserve (EEUU), quienes proponen que una porción de azufre hace bajar el punto de fusión en la capa externa de hierro y lo mantiene líquido. Cuando esa zona se va enfriando, el metal se condensa en copos cúbicos que “nievan” hacia el interior del planeta y el azufre asciende hacia el exterior. Esos movimientos fomentan la actividad de la dinamo.
De lava y hielo
Comprobar esta hipótesis puede aclarar también la razón del inmenso núcleo y la historia de sus volcanes. El reciente descubrimiento de la cuenca Rachmaninov, llena de cráteres probablemente formados por lava, apunta a una actividad volcánica “más intensa y reciente de lo esperado”, en palabras de Rafael Bachiller. Sin descuidar este aspecto, los encargados de la misión dirigen también los instrumentos de la nave a ambos polos geográficos.
Las mediciones de radar desde la Tierra detectaron allí zonas que reflejan con gran intensidad la luz solar, un fenómeno inmediatamente atribuido a la excitante posibilidad de que esas regiones en permanente oscuridad alberguen hielo, que podría conservarse en el fondo de profundos cráteres.
Si los análisis lo confirman, se abrirá una nueva cuestión: ¿llegó hasta allí desde un asteroide o brotó del interior del planeta? La Messenger tiene todo un año para darle vueltas al asunto.