Durante mucho tiempo se pensó que la Vía Láctea constituía por sí misma la totalidad del Universo. No fue hasta bien entrado el siglo XX cuando los avances en la instrumentación astronómica permitieron averiguar que varias de las nebulosas que se observan en el cielo no eran simples nubes de gas interestelares sino en realidad otros sistemas semejantes a la Vía Láctea, con sus miles de millones de estrellas, y a las que por extensión se llamó también galaxias. Aunque en agosto, al iniciarse la noche, la Vía Láctea cruza la bóveda celeste más o menos de Norte a Sur, el giro aparente del cielo hace que al inicio del alba esa franja parezca cruzar el cielo de Este a Oeste; tal es así que en la Edad Media muchos creyeron ver en ella el resultado de la polvareda levantada por los miles de peregrinos que dirigían sus pasos hacia Santiago de Compostela.
Por eso en España se le llama Camino de Santiago. Pero fue mucho antes, en la antigua Grecia, cuando se le bautizó como la Galaxia o Vía Láctea por una bonita leyenda: se había formado a partir de la leche derramada por la diosa Hera mientras amamantaba al pequeño Hércules.
Galileo, hacia 1610, fue el primero que apreció, con la ayuda del telescopio, recién inventado, que esa nube estaba formada por miríadas de estrellas, demasiado lejanas como para poder apreciarse a simple vista.
Hoy sabemos que la Galaxia, o Vía Láctea, contiene más de cien mil millones de estrellas, siendo nuestro Sol una de ellas. Su forma de disco muy aplanado hace que desde la Tierra se observe como una estrecha franja que nos rodea. El hecho de que el disco de la Galaxia presente un abultamiento central, y que el Sol no se encuentre en el centro –sino más próximo a su borde– permite que cuando miramos hacia el centro de la Vía Láctea –factible en verano– la franja se observe más ancha y luminosa que cuando lo hacemos hacia el exterior –ocurre en invierno–. De no ser por las nubes de gas oscuras, que nos ocultan la luz de muchas estrellas lejanas, el centro de la Vía Láctea se vería más brillante.
El espectáculo estival
En agosto, hacia la medianoche, una línea perfectamente dibujada divide el firmamento en dos mitades exactas, desde el noreste hasta el suroeste, pasando por el punto más alto del cielo. En el suroeste, donde se encuentra Sagitario, es donde observamos mayor riqueza. Diseminadas por esta región hay multitud de cúmulos de estrellas y nebulosas difusas que se ven verdaderamente bellas a través de unos buenos prismáticos.
Además, este verano el planeta Marte visita esta zona; puedes reconocerlo fácilmente como un reluciente astro anaranjado entre Sagitario y Ofiuco. Por encima de Sagitario se halla la pequeña constelación del Escudo, una de las más brillantes de la Vía Láctea. Hacia el Norte, en una zona más elevada, veremos cómo la Galaxia, que a pesar de la oscuridad se sigue mostrando espectacular, se divide en dos brazos que discurren en paralelo. Nos encontramos en las constelaciones del Cisne, la Lira y el Águila, cuyas estrellas más brillantes –Deneb, Vega y Altair– forman el Triángulo del Verano.
Si conducimos la mirada hacia el noreste veremos una Vía Láctea más estrecha, aunque no menos interesante por ello. Entre las constelaciones de Casiopea y Perseo podemos observar el Doble Cúmulo de Perseo, donde se producen las llamadas Lágrimas de Lorenzo o lluvia de estrellas.