Sentir el agua de la ducha, ver pasar un perro y dejar descansar el peso del cuerpo sobre una silla. Eso es lo que se echa de menos cuando se vive un año en el espacio, sin gravedad y a 400 kilómetros sobre las cabezas terrestres. Eso y el espontáneo canto de un pájaro, el olor de las verduras recién cortadas y, claro, el contacto con la familia y los amigos. Así lo cuenta el astronauta de la NASA Scott Kelly en su libro Resistencia, publicado en España por Debate. Con ayuda de la escritora Margaret Lazarus Dean, condensó en él –salpicándola con su biografía– la experiencia de pasar 340 días en la Estación Espacial Internacional (EEI), ese gran laboratorio metálico flanqueado por paneles solares que completa una vuelta a nuestro planeta cada 90 minutos.
El único hábitat humano más allá de la atmósfera. En él, astronautas de Europa, Canadá, Japón yEstados Unidos experimentan la vida sin gravedad. Tanto para avanzar en campos científicos en los que esa variable es importante, como para ir entrenando hacia misiones de más altas miras. La primera de la lista: la conquista de Marte. Las estancias habituales van de los dos a los seis meses y el propio Kelly ya había realizado una de cinco entre 2010 y 2011.
“El espacio huele a metal quemado y bengalas, mientras la Estación Espacial desprende siempre olor a coche nuevo. Aún más intenso, porque las partículas flotan en el aire”
Por eso, su segunda visita, iniciada en marzo de 2015, puede considerarse una hazaña, compartida por el ruso Mijaíl Korniyenko. El objetivo de mantenerlos tanto tiempo allá arriba en la misión ‘Un año en el espacio’ era observar en ambos cómo afecta al cuerpo y el comportamiento humanos la exposición prolongada al espacio, en confinamiento. Las dimensiones totales de la estación son de 11 x 100 x 30 metros, repartidos en varios módulos.
Ya se sabía que el entorno espacial debilita los huesos y músculos, deteriora la vista, alarga la estatura, provoca destellos en los ojos cerrados y desplaza los líquidos del cuerpo hacia la cabeza –con la consecuente congestión–, entre otros muchos síntomas de los que no suelen hablar las películas de exploración espacial. Pero ¿se mantendrán en viajes de larga duración, se agravarán o irán remitiendo? ¿Aparecerán otros? ¿Cuántos podrían cronificarse?
Una batería de pruebas al ruso y a él serían las encargadas de proporcionar respuestas. En el caso de Scott, una batería ampliada para un estudio adicional. Cuando supo que había sido seleccionado para la misión, propuso a la NASA aprovechar su condición de gemelo para indagar también en los cambios genéticos que propicia el espacio. Tanto más cuando su hermano Mark –nacido del mismo óvulo y, por tanto, con el mismo ADN– también había sido astronauta de la agencia espacial. Muestras de sangre, saliva, orina y heces de ambos desde un año antes hasta años después de la misión hablarían de dichas modificaciones.
Objetivo: la nave más compleja
Lo que colocó a Scott Kelly en semejante situación fue su sentido del deber. “Hace tiempo que decidí que aceptaría cualquier reto que me propusieran”, escribe. Aunque no a la primera. En ese caso habría preferido el puesto de astronauta jefe, al que se postuló en la misma época. Pero su agencia eligió enviarle a la EEI y lo admitió. Su recorrido hasta allí no había sido el de una vocación clara y temprana.
“El espacio huele a metal quemado y bengalas, mientras la Estación Espacial desprende siempre olor a coche nuevo. Aún más intenso, porque las partículas flotan en el aire”
Mal estudiante en la infancia, en su primer año en una universidad que eligió por error este aspirante a ingeniero con problemas de concentración recibió su revelación para el futuro del libro Elegidos para la gloria, de Tom Wolfe. Decidió pilotar la nave más compleja de la Tierra. Daba igual hacia dónde.
Y la buscó en los reactores que volaban desde portaaviones de la Armada. Una vez superados, como capitán, los aterrizajes nocturnos sobre un buque en movimiento, sintió el guiño del siguiente reto desafiándole desde la NASA: el transbordador espacial.
Aquel niño que había presenciado el duro entrenamiento de su madre para entrar en el cuerpo de Policía, imitó ahora su ejemplo de tesón y disciplina y, a los 35 años, dirigía el transbordador Discovery hasta el telescopio espacial Hubble en una misión de reparación.
Tres años después, un trágico acontecimiento sumergiría al astronauta en la amarga realidad del inmenso peligro asociado a su trabajo. En febrero de 2003, otro transbordador, el Columbia, se desintegró tras su reentrada en la atmósfera, esparciendo sus restos por miles de kilómetros cuadrados. No sobrevivió ninguno de sus siete tripulantes. Al dolor por la pérdida de su amiga Laurel Clark se sumó para Kelly la noticia de que los responsables de organizar la misión habían echado a suertes el puesto de piloto entre él y su colega Willie McCool. Solo el azar le había librado. Sin embargo, el miedo nunca le ató a la Tierra, ni le frenó a la hora de emprender las más arriesgadas tareas.
Dos horas de ejercicio al día
“Misha, acabo de caer en la cuenta de que se acabó nuestra vida sin ruido”, confiesa Kelly a su compañero ruso apenas despega la nave rusa Soyuz que les transportará a la EEI. A partir de
ahí, el rugir de motores, el zumbido de los sistemas de soporte vital o el permanente ronroneo de los experimentos invadirán el silencio. La primera de un largo martirio de molestias. “A las pocas horas de vuelo, mi vista aún no es buena […]. Empiezo a sentirme congestionado, un síntoma que ya he experimentado antes en el espacio. Tengo calambres en las piernas de llevar horas embutido en el asiento, y sigue también el eterno dolor de las rodillas”, a pesar de que se las habían infiltrado previamente, según nos contó en una entrevista en enero con ocasión de la presentación de su libro en la Fundación Telefónica.
Una vez en la estación, solo un estricto plan de dos horas de ejercicio diario podrá contrarrestar hasta cierto punto el desgaste muscular y óseo. Las sesiones se encajan en una agenda del día organizada desde tierra en períodos de cinco minutos.
Para los estudios a largo plazo debe tomarse regularmente muestras de orina y sacarse sangre él mismo. Mientras, no recibe muy buenos augurios de la elevada velocidad a la que se pudre la poca fruta fresca que llega a la estación. Ni de los abatidos ratones con los que experimenta allá. Para llevar a cabo pruebas relacionadas con el envejecimiento tuvo que aprender expresamente a diseccionarlos. “El mayor problema es la radiación”, nos contó en directo. La que les llega sin la protección de la atmósfera: allá están expuestos al equivalente a unas diez radiografías torácicas diarias. Tal cantidad se relaciona con la alta incidencia de cáncer en esta profesión. Scott lo padeció –y se recuperó– tras su primera visita a la estación.
No se flota como Superman
El auténtico pánico, no obstante, surge al pensar que algo malo pudiera ocurrirle a un ser querido cuando las comunicaciones se reducen al teléfono o la videollamada. No es un temor hipotético. Durante su primera estancia en la EEI, un asesino disparó en un mitin a la congresista Gabrielle Giffords, esposa de su hermano Mark, que resultó gravemente herida. Murieron seis asistentes al acto. Kelly recuerda como una pesadilla la incertidumbre,pero también el apoyo de sus compañeros.
A lo largo de su año, Korniyenko y él coincidieron con un total de trece personas, repartidas en varias misiones. Algunos eran “novatos” a los que había que ayudar a flotar en la dirección adecuada (la gente tiende a desplazase en horizontal, como Superman, cuando es más sencillo ir erguidos) e incluso a vomitar debido a las náuseas durante días que puede provocar la falta de gravedad. La misma que dificulta cualquier expulsión de materia del cuerpo.
Podrían llegar al racionamiento
La estación es un lugar en el que el grado de intimidad entre colegas alcanza cotas muy poco frecuentes, igual que la colaboración. No hay nadie más para echarte una mano, en un artefacto permanentemente expuesto a impactos de meteoritos o de basura espacial. Que recibe todos sus suministros de la Tierra (y envía sus desechos) cada varios meses en misiones que, a veces, fallan. Kelly y sus colegas vivieron el fracaso de tres abastecimientos seguidos y empezaron a pensar en el racionamiento. Y en compartir lo que cada agencia espacial adjudica a sus enviados.
El excapitán de la Armada reflexiona especialmente sobre la relación con sus colegas rusos, algunos de ellos también militares de formación. Durante la Guerra Fría, cualquiera de ellos podría haber recibido la orden de matar al otro en una acción bélica. Ahora sus naciones han acordado el trueque de pis por energía solar. Los rusos les dan su agüita amarilla para que ellos la transformen en potable (sí, eso es lo que beben) y a cambio reciben electricidad generada por los paneles solares americanos. No es el único aspecto sin glamour de la vida en órbita: en lugar de duchas, “frotamos con una toallita la porquería de un lugar a otro”. Además, necesitan enemas antes de volar en la Soyuz, porque el intestino se bloquea en el espacio. Ya en la EEI, el inodoro y el lavabo están separados apenas por un fino panel que no llega al suelo. Los pañales necesarios en un paseo espacial se compensan con el talante heroico que requiere aventurar el cuerpo al espacio exterior, sujeto solo por unas correas.
De 130 a -170 ºC en minutos
Los paseos extravehiculares (EVA, por sus siglas en inglés) constituyen el punto álgido de cualquier misión que los incluya. Envueltos en un traje de 1.000 kilos (cuyo peso no perciben, pero sí su masa), con un delicadísimo circuito climatizador a base de tubos de agua, los astronautas se convierten en los operarios con las mejores vistas de la historia, y la peor meteorología. A 45 minutos de sol se suceden otros 45 de noche, con temperaturas que oscilan –y vuelven a oscilar– de 130 a -170 ºC. Los guantes protectores convierten la manipulación de cualquier herramienta en un deporte de alto rendimiento. Scott salió en tres ocasiones durante su misión, para realizar diversas reparaciones. En la segunda experimentó un riesgo habitual, la desorientación:“Todo lo que veo es negro. Tal vez estoy mirando directamente a la Tierra y no veo ninguna luz, porque estamos pasando sobre la inmensa extensión del océano Pacífico, o quizá tan solo estoy mirando al espacio”. Imposible saber qué es arriba o abajo respecto a la estación por cuyo exterior tendría que moverse. Hasta que distingue un dibujo de luces artificiales, que identifica de inmediato: Dubái y Abu Dabi, a lo largo del Golfo Pérsico. Girar 90 veces al día alrededor de distintas latitudes terrestres proporciona un extraordinario dominio de la geografía. Y puede salvarte la vida.
Tres horas y media de caída
Una vida no muy compatible con la entrada en la atmósfera para regresar a casa. Atravesarla supone “una caída que generará temperaturas de hasta 3.000 ºC y una deceleración de hasta 4 g”. Antes habrán pasado de 28.0000 a 0 kilómetros por hora en menos de 30 minutos por efecto de los motores de frenado de la Soyuz que trae de vuelta a Kelly, Korniyenko y el cosmonauta Sergei Volkov. Las tres horas y media de viaje empiezan a culminar con la apertura de un gran paracaídas. El tirón que provoca se asemeja a “un accidente de tren, seguido de un accidente de coche, seguido de una caída en bicicleta”. Y, por fin, el choque contra una llanura de Kazajistán. El que les devuelve a la Tierra, al olor del aire húmedo, a las caras familiares, al peso de un cuerpo que tardará tres años en recuperarse. De una aventura única.
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