Sir David Attenborough tiene 92 años, pero que no cunda el pánico. Le han puesto dos rodillas “muy buenas” y puede caminar dos horas sin problema. Con suerte, igual llega a inmortal. “¡Ya lo soy!”, exclama. Unos frikis de la realidad virtual le han metido en un holograma, y ya está ahí arriba con todos los demás dioses –Michael Jackson, Roy Orbison, Tupac– lanzados a la inmortalidad vía holograma. Pero, sobre todo, se sabe muy afortunado por cómo envejece su cuerpo.
“Es una suerte, ¿verdad? Tengo buenos y queridos amigos que no recuerdan nada, ni pueden sumar dos y dos. Es terrible visitar a alguien que aprecias y que no te reconozca. Alguien como yo debe sentirse agradecido, y yo lo estoy”.
Nos encontramos en el Festival de Charleston (East Sussex, Reino Unido), donde va a dar una conferencia. En la magnífica granja Charleston se reunía el grupo de Bloomsbury –John Maynard Keynes, Virginia Woolf, E. M. Foster, etc.– y Attenborough ha elegido un título artístico, La bella y las bestias, para disertar sobre si los animales aprecian la belleza.
Todo está abarrotado y vamos a una caseta calurosa y sin encanto. Por la puerta abierta nos llega el espléndido coro de las aves de Sussex, adecuado para la ocasión.
Se muestra esquivo ante las ideas abstractas, intelectuales o morales. ¿Entonces ha llegado a la conclusión de que los animales poseen un sentido estético?
“No es una conclusión mía, sino de Darwin y sí, lo poseen. No sé si tendrá relevancia, pero los animales son así, en especial las aves”.
Como muchos de su generación, no muestra sus sentimientos, ni se aferra al dolor. Sus hermanos, Richard y John, murieron, y su esposa, Jane, falleció en 1997. Él reside desde hace más de 60 años en su casa de Richmond, donde su hija, Susan, se ocupa de él. Evita hablar de la soledad.
Le pregunto por los títulos a su nombre –27, aunque superan los cien si contamos los honoríficos–. Ríe, y me siento aliviado.
“La verdad, la mitad no significan nada. La Orden del Mérito sí tiene importancia, pero no creo que los jóvenes valoren esas cosas.
Los títulos honoríficos se conceden para contar con alguien de renombre en la ceremonia”.
Será ilegal mirar un nido
Los ‘jóvenes’ salen a relucir una y otra vez. Habla de ellos con asombro, indulgencia y admiración, quizás los mismos que dedica, en su trabajo, a los seres no humanos. Ni rastro del resentimiento o propensión a la crítica de algunos ancianos. Pero cree que los jóvenes se están perdiendo algo –la libertad, que él disfrutó de niño, de vagar por la naturaleza, coger huevos de pájaro, observar y aprender. ¿Los niños están desconectados de la naturaleza?
“Sí, mucho, por muchas razones. La dificultad física de acceder a ella y la legal de que te dejen hacer lo que quieres. Cuando no vienen los de salud y seguridad a decirte que te pongas una máscara de gas, otro dice que es ilegal coger una pluma de ave. Debe de ser ilegal hasta curiosear el interior de un nido. Sin duda todo eso es necesario por el bien de la naturaleza, que ha de primar, pero la interacción entre los humanos y ella se ha reducido y nosotros salimos perdiendo. Al final, podría perder también el mundo natural, porque vamos a dejar de comprenderlo”.
Confrontar a los humanos con la naturaleza ha sido la obra de su vida. O, al menos, su trabajo desde que dejó su puesto directivo en la BBC. Como director en los inicios de la BBC 2, encargó programas que marcaron una época, como Civilización o El ascenso del hombre. También El circo volante de Monty Python, cuyo mérito no se atribuye: solo firmó la aprobación, “la visé”. En 1969, lo nombraron director de programas de la BBC y, en 1972, despuntaba entre los candidatos a director general. Pero se retiró de la candidatura y se dedicó a grabar programas a tiempo completo. ¿Por qué no director general?
“No habría sabido hacerlo. Quien llega a ese puesto debe gestionar un montón de actividades. Te pasas el 70% del tiempo mintiendo, engañando a gente para que crea que entiendes algo de esas cosas. Yo no habría podido con eso. Lo hice más o menos bien durante un tiempo, cuando dirigí la introducción de los ordenadores en la BBC. Ahora mis hijos se parten de risa cuando lo digo. No tengo ni idea de ordenadores, pero en esos puestos tienes que hacer cosas así”.
Considera su carrera en la BBC un “privilegio”, especialmente por su absoluta autonomía. “Cuando pregunte a mis superiores cuál era la política, dijeron: ‘Es tu trabajo. Averígualo tú’. ¿En qué otro sitio”, pregunta, “le dicen eso a alguien de 40 años? Cosas de la época”.
Así se convirtió en un presentador querido y admirado. Lo consiguió a base de explicarnos la vida. Repaso algunos títulos: La vida en la Tierra, El planeta viviente, Vida en el congelador, La vida de los pájaros, El planeta azul. Se ríe. “No hay diferencia, ¡son todos iguales! Mirad, otro animal raro. Pero frente a la tele siempre hay algún niño que nunca ha visto a un león cazar un ñu”.
No amo a los animales
¿No le parece extraordinario que se estén fusionando los mundos humano y animal? Hay zorros en los jardines urbanos, nuevas especies de mosquitos en el metro de Londres y halcones peregrinos que escudriñan Oxford Street.
“No. Porque ¿de dónde salieron las palomas? Vinieron de los acantilados, no los distinguían de las casas o los edificios de oficinas. Pero ¡ojo con ensalzar lo maravilloso de todo esto si tienes un tejón excavándote el jardín!”.
Así es su visión de la naturaleza. Nada sentimental. Dice que no “ama” a los animales. “Creo que la sentimentalización de los animales nos beneficia más a nosotros que a ellos”.
Entonces ¿qué siente por ellos? “La fascinación que provocan otros seres. Son seres sensibles que ocupan el mundo en maneras y lugares ajenos a los nuestros, incluso incomprensibles para nosotros. Hay excepciones obvias: los perros. Sin ánimo de resultar presuntuoso, me divierte considerar qué pensarán los pájaros sobre el medio ambiente, aunque ya estoy otra vez demasiado intelectual. El interés por otros seres vivos es algo que sienten los niños y yo sigo sintiéndolo. No creo que tenga un mérito especial. Es que a mí me interesan esas cosas”.
Un gusano que ciega
El temor a sonar “intelectual” o decir algo “presuntuoso” surge de su ser más profundo cada vez más consciente de ser una figura pública única en su género. En el pasado recibió algunas críticas. Alarmado por el crecimiento explosivo de la población mundial, comentó los beneficios de la política de hijo único en China. Pero ya no hace esas cosas.
“Lo malo de hablar de poblaciones en general es que surgen muchas implicaciones raciales, filosóficas y religiosas. Aquí no tenemos esos problemas. Esta población no ha crecido al ritmo del resto del mundo, y es muy difícil decirles desde esta cultura a personas de otras regiones qué deben hacer con sus bebés. Estamos obligados a la cautela y la sensibilidad. Esa es la actitud correcta y adecuada, y mucho más en mi posición”.
Attenborough debe contenerse al manifestar sus opiniones. Por eso no tomó partido en el debate sobre el cambio climático hasta no estar seguro de los hechos. Hace 15 años, una conferencia del científico americano Ralph Cicerone lo convenció de las evidencias y desde entonces sus programas suelen terminar con un guiño a la certeza del cambio climático
Aunque agnóstico, se distancia de las diatribas anti Dios, lideradas por Richard Dawkins y otros, con ayuda de dos historias. Una, la del gusano africano que cava su madriguera en los ojos y sobrevive dejando ciegos a niños de África Occidental. ¿Podría crear algo así un Dios bueno, en teoría preocupado por esos niños? La otra supone que le quitas el techo a un termitero –él lo ha hecho–. Las termitas siguen corriendo por doquier, ajenas por completo a que tú seas el arquitecto –similar a Dios– de su desgracia. ¿Quizá ignoran, como los humanos, la existencia de un poder superior?“¿Cómo voy a saberlo?”, afirma. “No soy una termita”.
No se implica, un rasgo característico de su yo televisivo, tan impersonal, a pesar de que todos lo conozcamos muy bien. Pero conocemos su trabajo, no al individuo detrás del mismo. Él no se sitúa en primer término, algo excepcional en el egomaniaco mundo contemporáneo. Apunto que quizá se deba a su origen en una posguerra nada egoísta y dominada por el deber.
“Permítame expresarlo así: si usted estuviera empezando, tuviera un monopolio y nómina [de la BBC], daría igual cuántos programas hiciera ante la cámara. Pero hoy la competencia por salir en pantalla es tremenda, espantosa. Miles de personas darían su brazo derecho a cambio. Por eso, cuando te dan la oportunidad de hacer algo, te aseguras de que alguien escribe al director general y le dice lo maravilloso que eres. No lo logras si pasas desapercibido”.
Si grabara ahora su primer programa, “llevaría puesto un sombrero gracioso o algo” para llamar la atención. Los tiempos cambian, y él también lo haría si tuviera que hacerlo. No le creo. Su grandeza reside en su momento histórico. Por ejemplo, en cómo responder a mi pregunta sobre Boaty McBoatface, el nombre elegido por abrumadora mayoría en una consulta online para un barco del Consejo de Investigación del Entorno Natural. A pesar de ello, llamaron al barco RSS Sir David Attenborough y dejaron la elección popular para un submarino. Attenborough hizo el servicio militar en la Armada Real.
“Me sentía orgulloso de los barcos a los que pertenecía, en especial el yate Swiftsure. La armada elegía nombres con empaque: Endeavour, Triumph, Nelson, Indomitable o Perseus. Te buscabas un problema si, en los permisos, no les mostrabas el respeto debido. Y así debía ser. Pero no parece consecuente exigir a alguien que lo dé todo por una institución cuyo barco se llama Boaty McBoatface”.
Netflix y realidad virtual
Todavía le queda mucho por hacer con sus rodillas nuevas y ese sentido del deber propio de la posguerra. Ahora recorre el río Zambeze para la serie Dinastía, sobre comunidades animales. Está grabando otra serie del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) para Netflix, un estudio de los sistemas ecológicos. Tiene tres propuestas en proceso, además de su proyecto de realidad virtual, Hold the World, para el Museo de Historia Natural. Es un glorioso superviviente de ese momento de posguerra en el que los británicos murmuraban “no te quejes” y seguían dale que dale, según la consigna de Churchill, cumpliendo con su deber. Su aversión al autobombo, a resultar intelectual o pomposo, procede de ese mundo, igual que su falta de sentimentalismo y su correcta despersonalización.
Se levanta con torpeza del sofá. Quisiera estar en un lugar donde no tuviera que dar la conferencia. Le ofrezco un tofe y se pregunta esperanzado si se le pegará al paladar y le impedirá hablar.
Pero cumple con su deber y resulta magnífico. Los habitantes de Sussex le ovacionan con cariño, risas y gratitud. Fuera de la carpa cantan las aves y, dentro, Sir David Attenborough rebosa vitalidad con sus dos rodillas nuevas.
Redacción QUO