Lo primero que nos viene a la cabeza es el aviso de la azafata y un repentino sudor frío corriendo por nuestra espalda. La mayoría de nosotros asociamos la idea de turbulencia a los vuelos, pero, en rigor, se trata de cualquier corriente inestable y caótica de fluido. Por tanto, se produce también cuando el humo de una barbacoa comienza a ascender sereno y en línea recta y, a una determinada altura, se acelera y empieza a originar remolinos. O cuando un ciclista avanza a toda velocidad y crea una corriente de aire mientras corta el viento. La naturaleza aprovecha las características de estos fenómenos para facilitar la vida a muchas de sus criaturas: cuando los gansos, por ejemplo, vuelan en su típica formación en “V”, las alas de cada uno de ellos dejan en el aire unos remolinos que sirven para empujar ligeramente hacia arriba al siguiente. Así, este no tiene que gastar tanta energía para volar. Mientras tanto, los humanos intentamos aprovechar esas lecciones para nuestros desplazamientos. De este modo, sabemos que los aviones pueden provocar el mismo efecto que las alas de los gansos. Pero los remolinos creados aumentan en intensidad al ascender por el aire. Si otro avión que vuele más alto se topa poco después con las llamadas turbulencias de estela puede salirse de su rumbo. Esta es la razón de que se estipulen tiempos mínimos de espera en las pistas de despegue y aterrizaje de los aeropuertos.
Mejor, cuanto más claro
Por supuesto, todo sería mucho más fácil si pudiésemos contemplar a simple vista las vueltas y revueltas de fluidos. Eso solo ocurre en contadas ocasiones, como la de los llamados vórtices de Karman que forman las nubes cuando se topan con una hilera de islas. Pero, por fortuna, los humanos hemos desarrollado tecnologías para asomarnos al mundo que no vemos. Una de las primeras fueron las cámaras Schlieren. Sus fotografías reflejan los cambios en la densidad del aire en forma de diversos colores y niveles de brillo, lo que permite ver las turbulencias. Con el tiempo, el afán de profundizar en estos estudios ha dado lugar a una nueva rama de la ciencia, la dinámica computacional de fluidos (CFD). Su objetivo es crear una especie de túnel de viento virtual. Para ello, los especialistas generan un modelo informático del objeto de estudio y dividen su superficie en millones de elementos o puntos de rejilla. Luego, un programa informático calcula con complejas ecuaciones matemáticas cómo reaccionaría cada uno de esos puntos a las turbulencias que le afecten. De esta forma, puede estudiarse desde la manera de mejorar la bicicleta de un ciclista a lo que ocurre cuando explota una determinada estrella en el espacio.
Redacción QUO
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