A veces es solo una pequeña mancha oscura entre la maleza. Otras, una traidora oquedad, apenas visible, en el suelo. No es de extrañar que solo pocos acepten la invitación de tan humildes señales. Quienes se entregan a ella reciben la recompensa de un escenario para la aventura. En ese mundo sin luz, la sólida piedra que nos sostiene habitualmente se ha ido dejando fundir por la avaricia del agua. Sin plazos, ni prisas, el líquido ha ido consumiendo la cal hasta esculpir un auténtico reino paralelo bajo los paisajes que nos rodean.
Las cuevas tienen algo de siniestro y de acogedor. Pero además de ofrecer espectáculos a estetas y adictos a la adrenalina, constituyen un campo de estudio impagable para la ciencia. En ellas habitan especies de aves y de cangrejos imposibles de encontrar en el exterior, perfectamente adaptadas a su oscuridad y su falta de mediodías o atardeceres. Los equipos que se adentran en ellas actualmente están formados por una raza híbrida entre aventureros y científicos. Escalan, bucean, reman, nadan, hacen rappel y fotografían.
El geólogo y paleontólogo Max Wisshak, de la Universidad de Erlangen (Alemania), lleva 14 años recorriendo así las grutas del mundo.
Además de intentar comprender el proceso de disolución y recomposición de la cal, recolecta las panorámicas y detalles de estos peculiares rincones. Con ayuda de su cámara, ha captado una variedad indescriptible de estalactitas y estalagmitas, las caprichosas formaciones de geiserita en torneados abanicos de ocre claro, o auténticas lenguas de hielo en una especie de animación suspendida.
En las latitudes alpinas, la diferencia entre el invierno y el verano puede medirse gracias a los entre 5 y 10 centímetros que llega a variar el espesor de esos gélidos ríos. Pero en zonas subtropicales, el agua parece estancarse en algunas zonas, y correr, como buscando alguna salida al mar, en otras.
Las imágenes que aparecen en este reportaje pertenecen al libro Inside Mother Earth, en el que ha recopilado una exquisita selección de este trabajo. Tomadas con unos medios “puristas, que prescinden de iluminación, autofoco y flash automáticos, así como de retoque o manipulación digital”, según su propia afirmación, pretenden mostrar la variedad de parajes que descansan bajo nuestros pies: desde las montañas de Tennen (Austria) y de Ardèche (Francia) a las grutas de Waikato, en Nueva Zelanda, y de Guadalupe, en Nuevo México (EEUU).
La identificación de esas cuevas en concreto es ligeramente vaga a propósito. El autor prefiere preservar el anonimato de unos parajes tan valiosos como delicados, con la intención de protegerlos de “huéspedes con poca sensibilidad y respeto por estas maravillas de la naturaleza”. Al fin y al cabo, una de las principales leyes de sus visitantes exige dejar tan pocas huellas como sea posible.
Una buena forma de disfrutar de su belleza mientras se ejerce ese respeto es, precisamente, contemplarlas en estas páginas.
Pilar Gil Villar