Hace 47 millones de años, una hoja ovalada se elevaba del suelo y echaba a andar en la cueva de Messel (Alemania). El tatarabuelo de los actuales insectos hoja, cuyo fósil salió a la luz en 2005, ya se servía de una útil estrategia de supervivencia: adoptar un aspecto similar al de las plantas cercanas para poder ver (presas) sin ser visto (por depredadores).
Sus descendientes pueblan hoy las zonas tropicales del planeta sin modificar apenas el aspecto del ancestro, que acompañan de un contoneo al andar similar al bamboleo de una hoja mecida por el viento. La naturaleza ha conservado el truco del camuflaje porque “resulta especialmente ventajoso en las especies pequeñas, lentas y carentes de armas defensivas”, argumenta Javier de Miguel, profesor de Zoología en la Universidad Autónoma de Madrid.
Mientras algunos exhiben una piel o pelaje con el estampado más habitual de su entorno, el dibujo de otros consigue distorsionar visualmente los límites de su cuerpo, para difuminar el contraste con el decorado de su hábitat. Incluso algunos poseen un vestuario variable capaz de adaptarse a, por ejemplo, distintas tonalidades de líquenes y follaje. Los más rápidos en pasar de una apariencia a otra son los cefalópodos, como los pulpos y las sepias, aunque en estos casos “la coloración puede tener también una función comunicativa, que les sirve para cortejar y para indicar estados de ánimo”, puntualiza de Miguel.
Pero el mundo animal no apuesta todas las cartas al sentido de la vista. Las crías de ciervo y de alce nacen sin olor propio, para impregnarse de los del entorno y evitar que las rapaces cercanas las detecten por el olfato.
Aunque también hay especies que tienen que trabajar con empeño para ocultar un cuerpo demasiado notorio. El caracol Napeus barquini, autóctono de La Gomera, arranca fragmentos de líquenes de las rocas y va pegándolos con la boca a su concha hasta recubrirla con un disfraz cuyo grosor puede superar hasta cien veces al de esta.
Adaptarse o morir, literalmente, fue también la divisa de las mariposas del abedul (Biston betularia) que vivían en el (Reino Unido) cuando surgió la Revolución Industrial. Solo se había descrito una variedad blanca, pero en 1848 se avistaron en Manchester ejemplares negros, hasta entonces minoritarios e ignorados por la ciencia. En 1948, “el 95% de las mariposas del abedul eran de la variedad oscura”, relata de Miguel. La selección natural había actuado con premura, premiando a las que mejor se confundían con los paisajes ahora ennegrecidos por el hollín de las fábricas.
De la misma forma, los procesos evolutivos han llevado a muchos animales a imitar a otros para engañar a un tercero. Este fenómeno, llamado mimetismo, se aprecia por ejemplo en muchas especies distintas de mariposas con un diseño de alas muy similar. Si un ave prueba una y le resulta tóxica o le sabe mal, se cuidará mucho de intentar atrapar otra, lo que ahorra disgustos tanto a las víctimas como a sí misma.
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