Como si se tratara de la sección de sucesos de un periódico local, la web del Gobierno de Alaska (EEUU) publicó en abril un titular de este pelo: “El oso polar muestra signos de una enfermedad misteriosa”. Es cierto. Es extraña e indetectable. Es persistente. Y se está extendiendo a otras especies. Ahora que caen en la cuenta, llevan viendo algunas leves alopecias en osos silvestres y en cautividad desde 1999, pero nunca se les había ocurrido pensar que estuviera extendida a muchos más ejemplares de la zona del mar de Beaufort. Este año ya son nueve de los 33 ejemplares estudiados los que muestran pequeñas calvas en la cabeza, el cuello y las orejas, y lesiones dérmicas en diferentes puntos de su blanco abrigo. Son ya demasiados.
Y cuanto menos se sabe del misterioso agente que los deja calvos, más animales se añaden. Ahora son también las morsas y las focas árticas. De nuevo, alopecia y sarpullidos en la piel cuyo origen la policíaca labor de investigación del Servicio Geológico de EEUU –uno de los múltiples “seprona” del país– no logra desvelar. Por lo pronto, han declarado lo que llaman un “Incidente de muertes inusuales”, una especie de estado de emergencia asilvestrado.
Siguiendo sus huellas
¿Muertes? Sí, otro detalle que despista: últimamente, todas las focas que han muerto prematuramente entre la zona de Barrow (Alaska) y Tuktoyuktuk (Canadá) padecían estas calvicies. O sea, que esa enfermedad debe de debilitarlas. Pero a las morsas y osos no les causa ningún problema de salud. El sospechoso no está dejando pistas a la Administración Nacional Atmosférica y Oceánica, que está llevando la investigación biológica.
De hecho, visto que a unas especies les acorta su blanca vida y a otras no, están barajando la posibilidad de que los agentes causantes sean más de uno. Enviamos un correo electrónico al laboratorio del biólogo investigador Bruce Woods, del Fish and Wildlife Service de EEUU. Y nos contesta con mil cautelas y pocas palabras: “No tenemos pruebas ni siquiera de que las alopecias de las tres especies estén relacionadas; tampoco sabemos si las muertes prematuras las causa el mismo agente que las pérdidas de pelaje”, escribe desde EEUU.
Las garras del calentamiento
Woods y sus compañeros tratan de hallar la clave en las bacterias y virus que habitualmente anidan en los corpachones de los osos polares y sus vecinos; pero nada, no hay proporciones mayores ni parecen haber mutado en “socios” de los fabricantes de abrigos y alfombras. Nada. En las focas –que sí mueren– al menos se observa aletargamiento y una respiración trabajosa, pero en los osos polares su vida helada sigue igual. A la desesperada, le preguntamos en otro correo: aunque sea lejanamente, ¿puede tener algo que ver con el calentamiento y el deshielo del hábitat del plantígrado? Escuetamente, como molesto con su propio desconcierto, responde: “No tenemos constancia”.
En cambio, el calentamiento no esconde sus garras cuando se trata de engullir cachorros de oso polar. Con su ayuda indisimulada, el mar se los está tragando, rendidos ante la imposibilidad de nadar muchos más kilómetros que hace unas décadas para alcanzar la siguiente placa de hielo firme. Es tan sencillo de entender como penoso de ver. La organización ecologista WWF encargó al Centro Científico de Alaska que analizase las causas de mayor mortalidad de las crías de oso polar (Ursus maritimus) en los últimos años. Porque eso, evidentemente, está mermando la población adulta, ya que pocos llegan a una edad suficiente para resistir nados tan largos.
Las mediciones en los mares de Beaufort y Chukchi arrojan que el período entre el momento del deshielo y la congelación viene alargándose en las últimas décadas; es decir, hay más agua entre masas de hielo, que es donde viven los osos polares, pero también sus escasas presas (porque a ellas les pasa cosa parecida). La tierra firme, evidentemente, no ha disminuido, pero sí las balsas de hielo para retomar el resuello en la travesía. Baste un ejemplo: los datos de la Universidad de Bremen (Alemania) reflejan que el hielo del Ártico ocupaba 6.500 kilómetros cuadrados en 2004, pero ya en 2007 la superficie helada era de solamente 4.240 km2. Y si se le pregunta al Polar Science Center de la Universidad de Washington (EEUU), dice que el oso polar no sale sonriendo nunca en las fotos por satélite que lleva recopilando desde 1979, porque, desde entonces, las islas flotantes donde vivía se han reducido a un 50%. Eso se llama calentamiento.
Un chapuzón de 232 horas
Entre 2004 y 2009, el Centro Científico de Alaska instaló collares con transmisor GPS a 68 hembras, y se combinaron los datos también con fotografías de satélite de la placa de hielo. Los resultados fueron concluyentes. Según el director de la investigación, Anthony Pagano, se observaron trayectos a nado de hasta 37 kilómetros sin descansar. Había no pocos casos (50) en los que los osos polares habían recorrido, por etapas, unos 870 kilómetros en un esfuerzo de doce días. Pero no todos lo consiguieron. Los adultos, protegidos contra los rigores de las gélidas aguas, provistos de reservas calóricas para comer poco o nada –y eso que su cuerpo aguanta banquetes de hasta 30 kilos de carne al día–, y con una potencia física temible y valerosa, resistieron. No obstante, cinco de las once osas observadas por WWF tenían crías; murió un 45% de los cachorros cuando, en circunstancias normales, el índice de mortalidad es del 18%.
¿No serán datos interesados o exagerados porque provienen de una organización ecologista? Por si hay dudas, navegamos hasta una investigación oficial, la del zoólogo George M. Durner, del mencionado Servicio Geológico de EEUU, publicada en la revista Polar Biology en 2011. Durner colocó un collar en un solo ejemplar y siguió sus pasos durante 12 meses. Y registró un episodio que le dejó helado: en lo peor del deshielo, su amigo peludo recorrió 687 km en 232 horas de natación ininterrumpida. Entre el esfuerzo inenarrable y que registró una temperatura del agua de entre 2 y 6ºC, el obligado régimen de adelgazamiento del oso le arrancó el 22% de su grasa corporal. Así se explica que se haya detectado un descenso general del peso de los adultos y de las crías que engendran.
Aunque es de imaginar que el mayor drama para las osas no es parirlas raquíticas, sino ver cómo se las come un macho de su misma especie. Ian Stirling, un biólogo que lleva 30 años estudiando el comportamiento del Ursus maritimus en la bahía de Hudson (noroeste de Canadá), no salía de su asombro en 2009 cuando contó que, durante ese año, había presenciado cómo seis machos adultos devoraban crías. Incluso se registró un caso de una hembra con su propia cría. “Y nunca antes había visto casos de canibalismo”, puntualizaba. Él mismo tomaba cautelas ante los “integristas” que corrieron a achacar este nuevo comportamiento al cambio climático, pero otros han señalado que sí es cierto que los osos, solitarios por naturaleza, tienden a coincidir más entre ellos dado que el espacio se ha reducido y el número de presas también. Tampoco nunca antes se les había visto acercarse tan a menudo como ahora a poblaciones para buscar comida en los vertederos urbanos.
Y otro dato apoya la posibilidad de que el cambio climático tenga algo que ver en las variaciones del comportamiento de los plantígrados: si el hielo dura menos tiempo, tienen menos oportunidades de cazar focas de las que alimentarse.
No es lo mismo matar que cazar
Quienes no están de acuerdo con la teoría de que el gran oso blanco se ha pasado al canibalismo por culpa del hombre apuntan que su “primo” el oso pardo –sin ir más lejos, el que habita en el Cantábrico español– mata crías para lograr que la hembra vuelva a ponerse en celo. Cosa que no ocurriría durante unos dos años si la osa siguiera a cargo de sus vástagos. Es un mecanismo relativamente habitual en varias especies animales. De hecho, las madres enseñan a sus hijos a protegerse ante el acecho de otros osos. Pero conservacionistas y biólogos hablan de un matiz nada desdeñable: no es lo mismo matarlas para eliminar la competencia genética que comérselas para alimentarse. Y tampoco es lo mismo matar por saciar el hambre que el hambre insaciable de matar al oso blanco que parece tener el hombre.