En un viaje a las Azores en busca de cetáceos, partí desde la isla de Flores en dirección a la de Faial. Por el camino adelantamos a varios grupos medianos de delfines comunes y nos topamos con uno de unos 600 ejemplares, antes de encontrar a varios calderones boreales, muy tímidos, con los que pasamos un rato. En ese momento descubrí una mancha oscura y animada muy lejos, sobre el horizonte. Incluso a esa distancia podía distinguirse que estaba formada por muchísimas aves.
Cerca de la superficie debía de haber muchísimos peces, porque los pájaros se movían como locos en un estrépito ensordecedor, precipitándose al agua y peleando entre sí por sus presas, perfectamente reconocibles en sus picos cuando volvían a emerger. En medio de la melé se distinguían las aletas de varios delfines surcando el mar. Avanzamos hasta el centro del grupo y me sumergí en el agua. La locura que habíamos visto en el exterior no era nada comparada con lo que estaba ocurriendo ahí abajo. El caos y el pánico se habían apropiado de las profundidades oceánicas. Justo ante mis ojos había una inmensa bola formada por varios miles de jureles pintados (Trachurus picturatus). Por todas partes había delfines llenando el agua con sus burbujas y avivándola con sus sonidos. El ruido era tremendo. Los aterrados peces se apiñaban en una nube giratoria. Al menor intento de huida, los delfines volvían a acorralarlos, obligándolos a regresar y empujando el cardumen hacia arriba, donde le esperaban las pardelas cenicientas (Calonectris diomedea), en bandadas cada vez mayores.
Entonces divisé un predador más: varios tiburones se abalanzaban sobre los peces. Estos ni siquiera respondían al ataque. Solo se arrimaban unos a otros, completamente desprotegidos. De vez en cuando, alguno se separaba del grupo, abocado a un destino fatal.
Resultaba fascinante observar a los delfines. En vez de irrumpir en el enjambre y atrapar un puñado de peces, se aproximaban con delicadeza y tomaban solo uno, como se cogen las manzanas de un árbol. Un delfín se inclinó por encima de la esfera y eligió un jurel, cual pastel de una bandeja, con un gesto casi delicado.
El número de peces disminuía con rapidez e iba segregándose en pequeños grupos. Ahora resultaba casi doloroso mirarlos. Dediqué los últimos disparos de mi cámara a algunos delfines que mordisqueaban los bordes del último grupo, con no más de cien peces. Increíble teniendo en cuenta las dimensiones del cardumen hacía solo unas horas.
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