Sara es una empresaria de éxito que, sin embargo, no consigue evitar sus fluctuaciones de peso desde que inició su aventura empresarial. Sale de casa sin desayunar, come a deshora y delante del ordenador. Cuando llega a casa, pica compulsivamente mientras prepara la cena para los niños y después de acostarlos engulle la suya. Luego, cuando todos duermen, mientras repasa la agenda del día siguiente, asalta la nevera en busca de chocolate. La historia de Sara es la de muchos de nosotros. De hecho, según datos de la OCDE, la obesidad ha crecido de manera alarmante en los últimos años en nuestro país. A día de hoy, uno de cada seis adultos españoles y tres de cada seis niños sufren obesidad. ¿Cuál es la razón de nuestros problemas de peso? ¿Por qué no podemos parar de comer?

Antes se organizaba la actividad diaria en torno a la búsqueda de alimento; hoy es lo de menos

Inadaptados
“Portamos prácticamente los mismos genes que dieron lugar al Homo sapiens en África hace 180.000 años. Sin embargo, hemos acabado con nuestros potenciales depredadores, y los adelantos tecnológicos han cambiado de forma drástica nuestro estilo de vida”, me cuenta Marcelo Rubinstein. Este genetista que trabaja en el Instituto de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular de la Universidad de Buenos Aires es un gran experto en obesidad. Su equipo, junto a otro de la Oregon Health Sciences University, fue el responsable de la investigación que descubrió cómo funciona la leptina, la hormona que segregan las células adiposas y que avisa al cerebro de que estamos saciados, para que este nos ordene que paremos de comer. Según Rubinstein, el problema es que nuestro metabolismo no funciona como nuestra temperatura corporal, que el cuerpo autorregula con los mecanismos necesarios para bajarla o subirla con el fin de preservarnos. “Nuestro balance energético funciona de forma similar al de los osos, que no compensa las calorías que ingerimos con las que gastamos, sino que guarda para un futuro en el que, supuestamente, habrá escasez de alimento”, apunta Rubinstein. Pero ¿por qué?

La era ‘prefrigorífico’
“En los mamíferos hay una zona de nuestro cerebro, el hipotálamo, que gestiona toda la información –interna y externa– relacionada con la alimentación. Controla desde los niveles hormonales y de nutrientes en sangre,  hasta si estamos en una etapa de reposo, de gasto energético, etc. También tiene en cuenta otras variables, como el momento del día y del año en el que estamos, la situación del ciclo reproductivo, etc. Porque para los animales la forma de conseguir alimento varía mucho de unas épocas a otras en función de todas estas cosas. Esto también le ocurría al hombre primitivo; y no me refiero al de las cavernas, sino al de la época anterior a los frigoríficos”, explica el genetista. Hoy tenemos costumbres culturales diferentes de las de entonces. Unas circunstancias para las que nuestros genes, y también nuestro comportamiento, fueron seleccionados. Así que nuestro cerebro desarrolló estrategias para tener en cuenta nuestra situación presente y pasada, pero también para adelantarse a un futuro de escasez. “La prueba está en que, desde que somos un embrión, nuestro organismo trabaja para alimentarnos y crecer”, dice Rubinstein.

Sin embargo, hoy en día tenemos cantidades ilimitadas de alimentos, y en muchos casos (normalmente los menos saludables) dotados de un aspecto y un sabor de lo más atractivo, al alcance de la mano en todo momento. Lo que ha cambiado definitivamente nuestra relación con la comida. “Cuando le explico a mi hija de cuatro años que puede comerse una naranja de verdad en vez de un zumo envasado, no lo entiende. ¿Por qué, si el envasado es mucho más fácil de comer, lo puedo transportar más fácilmente y además tiene un sabor más rico? Y es que la industria crea alimentos cada vez más apetecibles que nos vende a través de un marketing muy agresivo y a precios cada vez más bajos. Estamos inmersos en una sociedad que yo denomino obesogénica; especialmente en culturas como las nuestras, en las que la comida es un lubricante social”, asegura Rubinstein.

Detrás de muchos casos de sobrepeso hay un trastorno de la conducta alimentaria (TCA)

Otro entorno en el que últimamente se ha descubierto que reside también en parte la razón de nuestra gula es en los microorganismos (bacterias, hongos, arqueas, etc.) que pueblan nuestro intestino, lo que se denomina microbiota intestinal. De hecho, según un estudio publicado recientemente en la revista Cell, si entre los bichitos que llevas en tu intestino se encuentra la bactería Christensenellaceae, no te preocupes, porque esta te protegerá de un posible aumento de peso. En 2009, el equipo del catedrático de la Universidad de Washington  Jeffrey Gordon investigó qué relación había entre nuestro metabolismo y la microbiota. Para ello, estudiaron qué les ocurría a dos gemelas con diferente masa corporal si intercambiaban sus microorganismos intestinales. Y llegaron a la conclusión de que la microbiota de personas obesas predispone a la obesidad, y la de las delgadas, a la delgadez. Entonces, ¿nacemos con un microbioma que nos predispone a comer de más?

“En nuestro organismo está todo conectado; también los intestinos, los microorganismos que allí habitan y nuestro cerebro. Esta conexión es posible gracias al conocido como eje microbiota-intestino-cerebro. Así, sabemos que lo que sucede en nuestro intestino influye en nuestro circuito cerebral del hambre. No nacemos con un intestino estéril, sino que, desde lo que come nuestra madre en el embarazo pasando por el parto y terminando en la lactancia, todo influye en la composición inicial de nuestra microbiota. De hecho, se sabe que aquellos cuyas madres tomaron antibiótico durante el embarazo, nacidos por cesárea y que no hicieron lactancia materna, tienen más probabilidades de desarrollar obesidad y otras patologías. Aunque la herramienta clave para modificar la microbiota intestinal son los alimentos. El primer paso para mejorarla es dejar los procesados y comer comida”, asegura Jesús Sanchís, nutricionista y experto en microbioma de la Universitat de València.
Pero la culpa de que no podamos parar de comer no es solo de nuestra genética y de la población de nuestro aparato digestivo.

Festín emocional
“Comemos por ansiedad, aburrimiento, rabia, ira, soledad, frustración, indecisión, culpa, vacío… Usamos la comida para gestionar nuestras emociones, porque no tenemos o no encontramos otras herramientas”, me comentan Nerea Gómez y Judith Etxezarreta, psicóloga y nutricionista de Kaizen, un gabinete con sede en San Sebastián especializado en la dimensión emocional de la nutrición.
Y es que si hay algo que la ciencia ha demostrado, es que la comida tiene un fuerte poder calmante. Según varias investigaciones, la ingesta de comidas azucaradas o con mucha grasa activa el mismo circuito cerebral de recompensa y placer que las drogas. “Sentimos una especie de chute que, además de aliviarnos, nos anima cuando estamos tristes. Comer parece que nos ayuda a anestesiar esas emociones desagradables, al menos a corto plazo”, apuntan Gómez y Etxezarreta. Una respuesta que también tiene en el fondo una raíz biológica. Tras comer, nuestro cerebro nos premia por el esfuerzo físico realizado para conseguir ese alimento. Lo que pasa es que en la actualidad ese esfuerzo se reduce a abrir el frigorífico o entrar en la app de tu pizzería preferida.

El futuro de las dietas pasa por no hacer dieta, sino por volver a comer de forma consciente

Combatir las falsas hambres
Otro motivo por el que tendemos a comer como respuesta emocional es el aprendizaje. “Desde pequeños, cuando un bebé llora, se le da de comer. Algo que nos enseña que en la edad adulta, cuando haya una emoción negativa o pasemos un momento malo, debemos comer para sentirnos mejor”, explica Itziar Digón, psicóloga experta en nutrición del centro Tacha en Madrid.

Además, a menudo tenemos lo que se denomina “hambre virtual”, es decir, la que sentimos cuando nos ponen algo muy apetitoso en el plato y esto desencadena síntomas físicos de hambre.  
Para combatir las falsas hambres, Digón aconseja practicar lo que se denomina mind-fulleating, o “alimentación consciente”, que propone: dejar de engullir, aprender a diferenciar entre el apetito emocional y el real, retomar el ritual de la comida poniendo la mesa y masticando de forma consciente, sin hacer otra cosa a la vez, como ver el móvil y la televisión, o trabajar. Y por último, aprender a ajustar la cantidad según la intensidad del hambre. “Volver a cuando éramos bebés y, si no teníamos hambre, apartábamos el plato. Se trata de reconciliarnos con la comida y alcanzar con ella una relación de confianza, y no de culpa. No es lo mismo engullir una tableta de chocolate que comerse una onza de forma consciente, porque te apetece mucho”, dice Digón.

Una embajadora de esta nueva forma de enfrentarse a la comida es la famosísima Oprah Winfrey. De hecho, la diosa de la televisión estadounidense aconseja preguntarnos, siempre que vamos a comer, si realmente tenemos hambre. Y después, esperar a ingerir el alimento cuando la gusa que tenemos pueda ser calificada de diez.

Así que, como explican Gómez y Etxezarreta: “Deberíamos preguntarnos: ¿en este momento comería cualquier cosa (una ensalada, un plato de verduras…) o tengo hambre de algo concreto (chocolate, embutido…)? El hambre es una necesidad fisiológica no selectiva. Así que, si nos apetece algo concreto, se debe a otra necesidad, posiblemente emocional”. Piénsalo.

Estás medicado

Algunos antidepresivos, corticoides e incluso antihistamínicos, estimulan el apetito. Si es así, estará indicado en su prospecto.
Lo mismo ocurre con la marihuana, de la que un equipo de la Universidad de Yale ha demostrado ahora que nos provoca más hambre. ¿La razón? Porque desinhibe las neuronas involucradas normalmente en la supresión del apetito. 

Te has comido un bollo

Cualquier alimento rico en carbohidratos simples, como las galletas, los dónuts y la bollería industrial en general, producen un pico de insulina que neutraliza el azúcar en sangre y baja nuestros niveles de glucosa. Al detectarlo enseguida, el cuerpo que necesita esa glucosa para funcionar demanda la ingesta de más alimentos ricos en azúcares.

No duermes bien

Cuando no descansamos de forma adecuada, los niveles de grelina en sangre suben, lo que aumenta las ganas de ingerir carbohidratos y otros alimentos calóricos. Además, según una investigación reciente de la Universidad de Chicago publicada en la revista Sleep, la pérdida de sueño nos hace más vulnerables ante la tentación de comer galletas, dulces y patatas fritas después de haber comido.

Tienes estrés

Cuando estamos estresados, nuestras glándulas suprarrenales segregan cortisol, una sustancia que estimula la producción de insulina.  Algo que, si sucede de manera prolongada, produce aumento de peso. Además, el cortisol hace que retengamos más líquidos y reprime la actividad de la THS, la hormona que estimula el tiroides. Lo que nos puede producir un hipotiroidismo que nos haga engordar.

Desayunas mal

La primera comida del día debe incluir el 25% del valor energético total diario, aproximadamente. Y es que, según un estudio publicado en International Journal of Obesity en 2012, lo que comemos en el desayuno determina la eficiencia del organismo para quemar las grasas de los alimentos consumidos el resto del día. Por eso, lo correcto, según otro estudio publicado por American Journal of Clinical Nutrition, es incluir alimentos saciantes, como proteínas e hidratos de carbono. Así tendrás menos bajadas de los niveles de glucosa, lo que evitará que comas mal en la siguiente ingesta.

Ves demasiado ‘food porn’

Una hamburguesa rebosante, un plato de lasaña precioso… ¿A que te ha entrado hambre? Efectivamente: ver comida, y más si es tan apetecible como la que nos muestran ahora las redes sociales (con Instagram y Pinterest a la cabeza), despierta nuestro apetito. Tanto es así, que a este tipo de imágenes se las denomina Food Porn. El Dr Oz, el famoso nutricionista estadounidense, aseguraba: “La ansiedad que provocan estas imágenes causa desajustes en el apetito y acaba con todo hábito saludable”.

Necesitas ingerir más proteínas y fibra

Las proteínas tienen una gran capacidad para saciar el hambre y te ayudan a aguantar más horas sin asaltar la nevera. Lo dice una investigación publicada en la revista Cell, que demostró que, tras una comida rica en proteínas, las moléculas derivadas de su digestión se incorporan al torrente sanguíneo inhibiendo los receptores mu opioides (MORs), que regulan la sensación de hambre. También en una investigación reciente para medir la saciedad de los alimentos se demostró que la ingesta de frutas y verduras llena mucho más que los lípidos. Esta es la razón por la que una dieta rica en grasas nos lleva a sobrealimentarnos y aumentar de peso.

Comes muy deprisa

Desde que comemos hasta que nuestro cerebro recibe la información de que lo hemos hecho y que estamos saciados pasan unos 20 minutos. Pero además, según una investigación de la Universidad de Atenas, comer deprisa reduce la segregación de unas hormonas en el intestino (GLP1 y PYY) que provocan la sensación de estar lleno. Algo que explicaría por qué el ritmo de vida acelerado ha incrementado las tasas de obesidad en la población.

Eres portador del gen del hambre

Se llama el gen FTO, que porta uno de cada seis individuos y que hace que los niveles de grelina (la hormona que se dispara con el hambre)  siga alta a pesar de haber comido. El gen actúa modificando el apetito, de manera que quienes tienen la variante de alto riesgo del FTO presentan menos probabilidades de que se inhiba su apetito después de comer, sea la cantidad que sea.

Has bebido alcohol

Un estudio publicado en la revista Appetite asegura que es más probable que consumamos alimentos ricos en calorías después de haber bebido alcohol. La razón puede estar en que el alcohol te deshidrata y hace que confundas el hambre con la sed. Por otra parte, una investigación de la Universidad de Indiana demostró que la exposición al alcohol aumenta la sensibilidad de nuestro cerebro a señales externas de los alimentos, como los olores. Lo que nos convierte en un blanco fácil de la comida basura.

¿Por qué te pones de mal humor?

Cuando pasamos mucho tiempo sin comer, se produce una bajada en el nivel de azúcares en sangre, que el cuerpo percibe como una amenaza. Por eso se desencadenan mecanismos de defensa que liberan hormonas, como la epinefrina y el cortisol, que nos ponen de uñas.

¿Qué tipo de hambre tienes?

Cultural. La hora de comer es una de las señales de apetito más poderosas. En España, además, celebramos todo comiendo, quedamos a tomar el aperitivo, etc.
Estomacal. Cuando llevamos más de dos horas de ayuno, nuestro cuerpo segrega una hormona, la grelina, que avisa a nuestro hipotálamo de que es hora de comer.
De emergencia. Es el último sistema de alarma. Se produce cuando los niveles de glucosa, el combustible más importante de nuestro organismo, están al mínimo.