Sobrevives a la pesadilla de un cáncer. Ante la noticia de unas pruebas de seguimiento satisfactorias, proclamas tu agradecimiento a los médicos y enfermeros que te trataron, a familiares, amigos, psicólogos y, ya internamente, al avance de la ciencia en general. Espera un segundo. Quizá debieras dedicar un último pensamiento a los ratones. A los gusanos. A la levadura. A especies concretas de cada uno de ellos.
Sin su contribución, esa generalidad del avance científico que acaba de curarte no habría sido posible. La vida de diabéticos, artríticos o infectados con VIH es mejor y más larga gracias a un puñado de especies habituales de los laboratorios en todo el mundo. En el medio científico se conocen como organismos modelo y el término explica perfectamente su condición. Sirven para estudiar procesos biológicos (funcionamiento de las células y metabolismos, desarrollo de enfermedades, crecimiento…) o medicamentos que no podrían investigarse en seres humanos. Pero ¿por qué la mosca de la fruta, el pez cebra, la planta Arabidopsis thaliana, el gusano C. elegans… y no otros?
En primer lugar, porque todos los seres vivos tenemos un origen común. La evolución ha ido desarrollando una inmensa variedad de especies, pero, ahorrativa ella, se ha valido de sustancias, mecanismos y estructuras repetidos una y otra vez en combinaciones muy distintas. Esa eficiencia hace que una célula de levadura procese azúcares de un modo similar al de una célula de tu páncreas. Para entender los problemas de este último, resulta más sencillo (y barato y ético) colocar bajo el microscopio un cultivo de esos hongos que un trocito de ti. Lo necesario es que el objeto de estudio se parezca lo suficiente, al menos en algunos aspectos, al organismo al que se quieren aplicar los resultados. El ancestro común a nuestra especie y la levadura de la cerveza (Saccharomyces cerevisiae) vivió hace mil millones de años, pero 2.000 de sus 6.000 genes son similares a los nuestros y tienen funciones parecidas. Por eso nos resulta más útil que otros parientes quizá más cercanos.
El premio Nobel sudafricano Sydney Brenner resumía otros requisitos en 1963 al proponer al gusano Caenorhabditis elegans como modelo para estudiar el sistema nervioso y el desarrollo de los órganos: “que tenga un ciclo de vida corto, pueda cultivarse con facilidad, lo suficientemente pequeño para manejar grandes cantidades […], tener relativamente pocas células y ser susceptible de análisis genético”. Lo de fácil de conseguir y barato entra en el sentido común.
Esa vertiente práctica llevó a Thomas H. Morgan a elegir la mosca de la fruta, la Drosophila, para sus investigaciones genéticas: buscaba un ser pequeño que poder manipular en su minúsculo gabinete de la Universidad de Columbia. Él quería indagar en animales los mecanismos moleculares de las teorías genéticas de Mendel y verificar las de Darwin sobre la influencia del entorno en la evolución. Para ello puso en práctica otra de las características de los organismos modelo: que pueden modificarse genéticamente. Aplicó radiación, química y pura física a sus insectos y los cruzó en busca de mutantes que le dieran pistas sobre cómo se heredan los rasgos. Dos años tuvo que esperar hasta ver eclosionar a un ejemplar de ojos blancos, con el gen white, en lugar de los habituales rojos. Millones de cruces más le llevarían a establecer que la herencia se transmite a través de los cromosomas. Y a recoger por ello en 1933 otro de los muchos premios Nobel obtenidos gracias a estos organismos. Más tarde, “la mosca” nos ha ayudado a conocer, por ejemplo, el desarrollo y diferenciación de las células. En nuestro caso, qué genes determinan que en la cabeza haya pelo y en el extremo del pie, varios dedos. Cada uno con su uñita.
Thomas Morgan pasó dos años modificando moscas hasta obtener el primer mutante de ojos blancos
Seguimos mirándola también para saber cómo reaccionan las células a una mutación dañina para nosotros, en busca de pistas para desarrollar fármacos. En sus estadios iniciales, estos volverán a la mosca para dilucidar si la idea no funciona o la pista es buena y se puede pasar a probarlo en un modelo más parecido al ser humano. Seguramente en algunos de los dos millones de ratones de laboratorio de todo el mundo. El modelo más caro y de ciclo vital más largo, pero también más parecido a nosotros, fue introducido en la investigación en 1900 de la mano de William Castle, de la Universidad de Harvard. Pero quien lo afianzó fue su discípulo Clarence Little.
Consciente de que, para poder replicar experimentos y comparar resultados era necesario minimizar la diversidad de los objetos de estudio, decidió crear una población casi idéntica genéticamente. ¿Cómo? Cruzando durante varias generaciones hermanos y hermanas cuya descendencia llevaría los mismos genes y tendría la misma propensión a desarrollar cáncer, su campo de trabajo. Creó así las llamadas cepas puras, hoy estándar en todo el mundo. Solo de ratones se puede elegir entre más de más de 478, con distintas características: desde obesidad a cierta predisposición a girar en una rueda. Aunque no sería la única innovación de Little. En plena crisis de 1929, decidió empezar a vender roedores a otras instituciones. Su laboratorio, el Jackson Memorial de Bar Harbor (Maine, EE. UU.), continúa siendo una referencia en la distribución de ratones. Sin embargo, “la práctica habitual para obtener cepas suele ser sencillamente solicitar ejemplares con las características deseadas a otras instituciones”, explica Iñaki Ruiz-Trillo, profesor de investigación en el Instituto de Biología Evolutiva (CSIC-Universitat Pompeu Fabra).
Aunque en su laboratorio no encontraremos ninguna de las especies mencionadas hasta ahora. Allí estudian “el origen de los animales, cómo surgieron los multicelulares a partir de sus ancestros unicelulares. Y ningún organismo modelo puede ayudarnos a responder eso”. ¿Entonces? Hay que crear uno. Es lo que intentan con un unicelular actual: Capsaspora. Para ello necesitan tanto una completa información genética (genoma, transcriptoma, proteómica, etc.), como herramientas para modificarlo a ese nivel. Por ejemplo, introduciéndole genes.
Esas herramientas son características de cada especie y muy costosas de desarrollar. Por eso lo del puñado de modelos. Aunque esto podría cambiar pronto. “Hasta ahora la ciencia se ha movido según la dinámica ‘tenemos este organismo modelo, ¿qué le puedo preguntar?’ y nosotros hemos ido al revés ‘yo tengo esta pregunta, ¿qué organismo podría contestármela?”, aduce. Los avances y el abaratamiento de la secuenciación y las nuevas técnicas de modificación genética, como la técnica CRISPR, prometen una avalancha de soluciones a otras tantas preguntas aún sin destinatario animal adecuado.
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