El diccionario lo define como tendencia obsesiva hacia lo prohibido, atracción por lo malsano, insinuando que toda inclinación al morbo podría tener algo de patológica. No desestimaremos ni una sola de las razones que dan los académicos, pero cuando el morbo es sexual cabe relajar el término con matices de sensualidad e incluso lascivia. En este contexto, y servido en dosis razonables, no es escandaloso ni repulsivo, siempre que no simbolice abuso físico, psicológico o social, y la conducta que lo sigue esté consensuada y no genere quebraderos internos de cabeza, según explica el psicólogo y sexólogo Eugenio López.
¿Qué o quién nos provoca morbo? “Sobre todo”, responde López, “aquello que guarda algo de misterio y parece inescrutable, lo que no encaja en los estándares de atracción habituales y aceptados socialmente”. A partir de ahí, el repertorio es inacabable.
Lugares comunes
A Gustavo Adolfo Bécquer, por ejemplo, le subía la libido imaginarse en un cementerio practicando sexo con una virgen desnuda. Con Camilo José Cela los platos volaban durante el coito. Y Salvador Dalí enloquecía con el uniforme de Hitler. La escritora Roser Amills descubrió el morbo de estos y otros personajes como Einstein, Jorge Luis Borges y Amy Winehouse mientras recababa información para un trabajo. Y lo que iba a ser un poemario sobre erotismo acabó en Las 1.001 fantasías más eróticas y salvajes de la historia.
En sus páginas es fácil dar con aquellos argumentos o pretextos que acaloran también al resto de los mortales y apresuran su libido. Si, como decía Plutarco, el morbo es la desobediencia de la razón, una vez que esta se nubla cabe esperar cualquier cosa de la portentosa imaginación humana, principal alimento del deseo morboso. “El interés sexual que despierta una persona o una situación debe más a lo que esconde, representa o insinúa que a lo que puede apreciarse a simple vista. A veces incluso es un pensamiento repentino y fugaz, aunque por un instante haga perder la cabeza”, explica Eugenio López.
En general, las relaciones desiguales despiertan un morbo a veces casi paralizante. La pianista, de Elfriede Jelinek, dejó páginas inolvidables sobre entrega, amor, sumisión y sexo. También lo obsceno se convierte en morbo cuando confluyen odio y deseo. En Portero de noche, Charlotte Rampling y Dirk Bogarde dejan sin aliento a sus miembros más suspicaces en esa ardiente relación de dependencia que resurge años después de que él, agente nazi, abusara sexualmente de ella, joven judía, en un campo de concentración. Lo que parece incuestionable es que el morbo es un componente rotundo de la sexualidad, incluso de la civilización misma. Como ha dicho en alguna ocasión el escritor Mario Vargas Llosa, es válido si combate prejuicios, inválido si empobrece el acto sexual y lo vuelve un ejercicio puramente físico, desprovisto de sensibilidad y emoción.
Pero ocurre que, con el tiempo, en la pareja aumentan los antagónicos del morbo. En un sondeo realizado en 2010 entre mujeres casadas, las psicólogas norteamericanas Karen E. Sims y Marta Meana detectaron que la sensualidad y el erotismo femenino declinan cuando la mujer, “empantanada con las obligaciones del día a día”, asume sus responsabilidades de esposa, madre y profesional. Por eso, el morbo debería ser bienvenido cuando los guiones sexuales se han agotado. Es el espetón que remueve las ascuas de las chimeneas, y un lenguaje de códigoscomplejos en el que la emoción cuenta tanto como los genitales.
“Pero a veces se busca más, y la sutileza se vuelve grosería u ordinariez, y se llega incluso al fetichismo patológico y soez”, advierte Eugenio López. Patológico. Es cuando el deseo morboso se convierte en perversión y el sexo en crueldad física, psicológica e incluso sanguinaria.
Son patológicas muchas formas de sadomasoquismo y la atracción hacia personas con un defecto físico o enfermedad; sobre todo porque, como indica López, pueden implicar alguna forma de abuso. También pueden llegar a serlo algunas prácticas de riesgo que provocan una subida de adrenalina, precursora de las hormonas sexuales.Hay quien siente morbo con el dolor. El Kama Sutra dispone de sinuosos consejos para los más entusiastas: ligeros cachetes que en dosis prudentes pueden proporcionar sensaciones únicas y altos niveles de adrenalina.
El problema empieza cuando ese dolor llega al extremo y genera en el cerebro descargas de endorfinas y dopamina. Véase, si no, el desenlace de El imperio de los sentidos, la película que dirigió el japonés Nagisa Oshima en 1976. Una vez más, la raya que separa el placer del tormento la marca el sentido común particular.
Redacción QUO
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