Solo hay que tirar de hemeroteca para encontrar el nombre de Rando en nuestra historia cercana. Durante 20 años de espionaje viajó por más de 48 países. Se codeó con peligrosos villanos y operó para neutralizar actividades de servicios de inteligencia extranjeros y organizaciones terroristas en sus numerosas misiones de infiltración.
Según me narra, quizá el momento más duro de su carrera tuvo lugar tras el 23-F, cuando fue uno de los siete hombres del CESID que logró desarticular la trama golpista de 1981, “cuestión que casi me cuesta la vida”.
[image id=»67503″ data-caption=»Juan Rando. Ha viajado por 48 países en sus 20 años como espía del CNI. Tiene formación tanto en ciencias como en letras, y varios idiomas. » share=»true» expand=»true» size=»S»]Si los agentes operativos (AO) solo representan entre un 7 y un 9% del personal del CNI, y los agentes de campo (AC) entre el 2,5 y el 3,5%, ¿por qué fijarnos en estos últimos? Porque en su trabajo son los que se juegan la vida por obtener la información más difícil y preciada, aquella que por su sensibilidad, complejidad o alejamiento de las fuentes permanece oculta a los procedimientos especiales de los AO; sorteando dificultades y poniendo en grave riesgo sus vidas, se las ingenian para protegernos, razón por la que requieren unas habilidades mentales superdesarrolladas. También porque, por desgracia, el hermetismo de los servicios de inteligencia ha contribuido a alimentar el mito del jamesbondismo y la proliferación de megalómanos de chiste que confunden terriblemente a la sociedad sobre la pasta de la que están hechos los espías. Han sido enormemente populares el Pequeño Nicolás, y José, quien detallaba en un diario nacional la supuesta dureza con la que le habían tratado sus instructores en la finca militar El Doctor, supuestamente durante el proceso de selección. En ambos casos se ha demostrado que fueron bien rechazados en sus intentos de acceder al Centro.
Entrenamiento: ‘les enseñan a no explotar’
Determinadas profesiones, bien sea la de espía o la de astronauta, requieren de un entrenamiento especial antes de jugársela en entornos que sin duda pueden ser hostiles: “Comprendamos que este entrenamiento no está enfocado a torturarles”, explica Manuel Martín-Loeches, profesor de Psicobiología de la Universidad Complutense de Madrid y Director de la Sección de Neurociencia Cognitiva del Centro de Evolución y Comportamiento Humano (UCMISCIII): “Más bien ayuda a digerir adecuadamente sus experiencias y a aceptar la realidad dramática, a veces incluso crítica, a la que se enfrentarán inevitablemente cada día; les enseñan a no explotar”.
Ese entrenamiento previo a la entrada en acción no solo contribuirá a que soporten situaciones de alta tensión, sino que también les previene de daños psicológicos futuros, como puede ser el temido trastorno de estrés postraumático, algo que Quo ha confirmado gracias a la información obtenida a lo largo de los dos meses que hemos pasado analizando su materia gris con psicólogos, neurocientíficos, médicos y expertos en genética.
Alrededor del proceso que se sigue para reclutar agentes hay un silencio sepulcral. Contacto con Carmina, candidata a espía hace unos años para el CNI.
¿De qué pasta están hechos?
Aparentemente, es una chica normal, simpática y comunicativa: “Nadie habla de ello. No solo firmas confidencialidad sobre el tema, sino que existe una ley del silencio no escrita entre candidatos, agentes y ex agentes que muy pocos romperán. Desvelarlo haría poco eficiente el proceso, e incluso pondría en riesgo la seguridad nacional”. Tiene lógica: si los malos conocen las pruebas para ingresar, el acceso por parte de hostiles, o megalómanos, a información clasificada sería más sencillo.
Le pregunto qué vieron en ella para intentar captarla, una cuestión que resuelve riéndose. La respuesta no es fácil. Sus perfiles son tan complejos y contradictorios que rompen el molde. “Un buen nivel intelectual e instinto de supervivencia muy fuerte; pero eso no es suficiente”, según explica el psicólogo clínico Carlos Ramos, quien ayudó a construir el perfil psicológico del espía Mikel Lejarza, protagonista del último libro de Fernando Rueda: El regreso de El Lobo. “Debe tener especiales reflejos mentales, gusto por el riesgo, dotes comunicativas, control sobre sus emociones, discreción, buena percepción, capacidad de análisis, inteligencia y, lo más importante, una buena memoria operativa”. Ramos me ha facilitado la primera pista para asociar rápidamente que la mejor arma de estos agentes se forja con el intenso entrenamiento de un área concreta de nuestro cerebro: el lóbulo frontal. Esta premisa implica que cualquier persona con esta área de la corteza cerebral sana y a pleno rendimiento podría ser entrenada para ser espía; eso sí, si su psicología y convicciones morales e ideológicas se lo permiten.
Sacar la perla del molusco
Para empezar a convertirse en unbuen espía, lo primero que debe hacer el candidato es romper la barrera psicológica que todos llevamos “de serie”. Según Ramos: “Jamás podrían ser espías aquellas personas tímidas, que se bloquean en situaciones de riesgo, obsesivas, poco objetivas, que prejuzgan demasiado deprisa, que lo cascan todo por ahí o sin inteligencia emocional”. Las tendencias políticas, así como las religiosas, tampoco juegan a favor. Son obstáculos que podrían impedir al candidato realizar su trabajo sin sesgos. “En el servicio no he conocido a nadie que tuviera un ideario político marcadamente comprometido, y mucho menos vinculado a un partido,” explica el ex espía Juan Rando.
“Grabaos a fuego una cosa: la primera norma en los trabajos que se desarrollan en un servicio de inteligencia es que no hay normas»
Por eso, “todo en el proceso de pruebas para la selección está destinado a causarte sorpresa, a romper tus esquemas. La primera norma en los trabajos de un servicio de inteligencia es que no hay normas”, deja caer Rando. También confirma que pruebas a las que se enfrentan los candidatos a espía, como la conocida como el rapto de las Sabinas, en la que llevan a cabo la neutralización física de un criminal, “son 100% reales y no con compañeros compinchados”. Teniendo en cuenta el nivel de peligro al que se enfrentan, la cosa tiene sentido. El salto no puede ser tan cualitativo o se romperían psicológicamente en el intento.
Es en ese momento de ruptura de esquemas cuando sus vidas pueden resumirse en la famosa frase de El Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos”. El acceso a un mundo que muy pocos pueden ver. Un mundo donde la información no ha sido todavía depurada para hacerla llegar a los periodistas, con el fin de evitar el caos social más profundo. Un mundo donde conoces a gente dispuesta a matar por un puñado de euros, a atentar por ideología y a desestabilizar un país por intereses ilegítimos.
La formación de un espía
Caminan al filo de la navaja, y algunos dan un paso más allá. Es el caso de los que florecen y pasan de ser un espía raso a convertirse en agente de campo, aquel que no solo obtiene información sensible para beneficio de su país desde su propio territorio, sino que se infiltra tras las líneas enemigas allí donde hay un conflicto. Confiesa Rando que “en mis 20 años de servicio solo he conocido a dos”, y a uno le tenía delante. El otro, más conocido popularmente, es Mikel Lejarza, alías Lobo. Lo cierto es que ambos agentes no podrían ser más distintos. Lobo fue un espontáneo en la infiltración que se lanzó al ruedo sin poseer formación al respecto y valiéndose de sus amistades y dotes naturales.
Se define por su lóbulo frontal
Rando se convirtió en un militar de carrera apenas entrado en la veintena. Se retiró voluntariamente cuando llegó a comandante de Infantería, tiene varias licenciaturas tanto en ciencias como en letras, dispone de múltiples idiomas, es buceador de combate de la Armada y obtuvo la crème de la crème de los cursos de la OTAN: “Aptitud para el mando de Operaciones Especiales”, un aprendizaje que califica de despiadado: causan baja por lesiones un 25% de los admitidos y fallecen en torno al 2%. Ambos perfiles, efectivamente, son viables, aunque por lo que hemos sabido es mejor el segundo, no ya para acceder, sino para evitar secuelas. La formación y el desarrollo cerebral están relacionados. El impacto del estudio y la preparación previa mejora notablemente el desarrollo del lóbulo frontal, igual que el aprendizaje de idiomas.
Otro factor clave en el entrenamiento se encuentra en la amígdala, y puede que sea genético. Explica Xurxo Mariño, doctor en Biología por la Universidad de Santiago de Compostela y especialista en Neurofisiología: “La amígdala, que es una región del encéfalo relacionada con las emociones, y otras partes del sistema nervioso que conforman el carácter están hasta cierto punto determinadas genéticamente; y eso, en cierta medida, determina lo echado para adelante que puedes ser”. Esta zona también se activa cuando percibimos una situación peligrosa, lo que pone en alerta a la persona para que se defienda. Es lo que se conoce técnicamente como la respuesta “lucha o huye” que encontramos en todos los mamíferos.
El manejo de armas también depende del lóbulo prefrontal. Muchos consideran que el entrenamiento con armas va vinculado a la profesión de espía. “Se equivocan”, dice Rando. “En 20 años, sólo en un 20% de misiones tuve que llevar armas. Y por pura precaución”. Incidimos en lo que decíamos antes: la mejor arma de un espía es su cerebro.
Decía Le Carré que un espía lo es todasu vida. “Esto se debe a que para ellos las labores de espionaje son como una droga”
Le pregunto al neurocientífico qué le llama más la atención del cerebro de un espía: “Su inteligencia; son personas que tienden a ser genios”. En estudios realizados estos últimos años se han observado las señales fisiológicas que deja la inteligencia en el cerebro: “Tienen mejor interconectadas ciertas áreas del sistema nervioso. Además, la velocidad de conducción de las señales eléctricas se produce a mayor rapidez”, explica el neurocientífico Xurxo Mariño y “es algo visible tras horas de entrenamiento, crea más conexiones neuronales”, completa Martín-Loeches. Esto significa que tienen una mente más ágil que manejará la información entre las distintas áreas del cerebro con mayor facilidad, especialmente una de las más importantes para un espía y también ubicada en el lóbulo frontal: la memoria operativa. “Esta es la responsable de que los espías puedan trabajar con la misma intensidad en varios planos”, explica Martín-Loeches.
Para entender qué es, imaginaos la cola de impresión de una impresora. Los planes que tenemos en el cerebro son acciones en espera que podemos ir alternando si las tenemos programadas en primer plano. No podemos hacer multitasking igual que una impresora no puede imprimir dos cosas al mismo tiempo. Pero los espías saltan de una a otra con mayor facilidad. “El cerebro humano puede retener seis o siete acciones a la vez. Dos o tres si son complejas”, matiza Martín-Loeches. Pongámonos en el pellejo de Rando, cuando vivió lo que considera uno de los momentos más complejos de su vida: “Me tocó huir de mis compañeros golpistas del antiguo CESID por intentar desactivar la trama. Me serraron un radio de la moto, me manipularon la dirección del coche, intentaron secuestrarme y me vi obligado a esquivar cuatro meses pistolas con y sin silenciador de sicarios y compañeros, durmiendo en cualquier parte mucho menos de lo necesario».
«Cada vez que daba un paso tenía que calcular todos mis movimientos para evitar encerronas”. Esto implica varios procesos seguidos en la memoria operativa: comprobar la seguridad de la moto, si le siguen, si huele raro, conducir, estar pendiente del trayecto… El cerebro no puede llevar a cabo todas estas acciones al mismo tiempo, pero el de un espía puede alternarlas tan rápido que parece que está haciendo multitasking. “En otra de mis misiones fui secuestrado en el Khyber-Pass (Afganistán) por talibanes”. En ese momento la cosa se complicaba: se añadía manejar una identidad que no era la suya como si se tratara de un actor, y relacionarse con el enemigo en otro idioma diferente del suyo. Al mínimo error estaba muerto.
[image id=»67505″ data-caption=»Un agente doble evitó un atentado en un avión en el aniversario de la muerte de Bin Laden. El terrorista iba a emplear un explosivo adherido al cuerpo con un pañal. » share=»true» expand=»true» size=»S»]Trabajar en varios planos es algo que se le da muy bien a las mujeres, “aunque varios estudios lo tachan de mito”, matiza Martín-Loeches. Muchos consideran que las féminas pueden ser mejores espías. Hace unos años pudimos conocer la historia de la ex agente Valerie Plame, quién sacó a la luz que Sadam Husein no tenía armas de destrucción masiva, por lo que se enfrentó al ex presidente de los EE.UU George Bush.
Cuestión de madurez
Su historia, más que recomendable, ha sido novelada y llevada al cine en Caza a la Espía.
El lóbulo frontal no entiende de género, y en ambos casos es de las últimas áreas cerebrales en desarrollarse. “Mientras el sistema visual madura en tres o cuatro años, el lóbulo frontal no lo hace hasta pasados los 20. Y a partir de ahí cambia continuamente” explica Martín-Loeches.
Entrenar sus dotes para la comunicación y su percepción para saber si está siendo vigilado es otro de sus aprendizajes básicos. También tienen que conocer el terreno donde van a moverse como la palma de su mano, y adoptar cualquier nueva identidad sin dejar lagunas… Todo esto, sin caer en el estrés que puede derribar su equilibrio. Si a cualquier humano se le encoge el estómago de nervios ante una entrevista laboral, ¿cómo manejan el estrés de estar siempre al filo de la navaja? Martín-Loeches explica que “el estrés es un estímulo, y por tanto depende de cómo te tomes esos estímulos. Aquí se da una situación que para el resto de los mortales será muy estresante: tu vida está en peligro, tienes que correr… Mientras que para ellos, por su entrenamiento o condición genética, son capaces de controlar sus emociones y convertir ese riesgo en una ventaja que les estimule a pensar y actuar con mayor precisión y velocidad”.
Una profesión para toda la vida
Hay algo más que anima a estos inquietantes profesionales: son gente con un afán de superación continuo, a la que le gustan los retos y, aunque a Rando le cuesta reconocérmelo entre sonrisas, saborean un chute de adrenalina con más placer que un niño un caramelo.
Pero no es oro todo lo que reluce. Los agentes operativos están expuestos a graves secuelas psicológicas por sus actividades. Como el temido trastorno por estrés postraumático (TEPT) y el peligroso síndrome de Estocolmo, es decir, que el espía se pase al bando de los malhechores. Tampoco hay que obviar el riesgo de que se active un comportamiento psicopático, aparezcan trastornos neurovegetativos, depresión o enfermedades asociadas a altas dosis de estrés.
Según reconoce el escritor Fernando Rueda sobre Lobo: “No le habían preparado psicológicamente para reaccionar a la muerte de amigos y para asimilar que la policía, los de ETA y hasta el propio servicio podían matarle. No tiene TEPT, pero los problemas personales que ha padecido sí han repercutido en su estado físico”. Hay agentes que no muestran en absoluto secuelas, pero son pocos.
No hay estudios que valoren las consecuencias que sobre los espías ejerce la presión, aunque sí en otros grupos expuestos a un alto grado de estrés. Varias investigaciones valoraron el índice de TEPT en personas que estuvieron en campos de concentración: sólo un 10% no padecía signo alguno de TEPT, sino un admirable afán por reconstruir su vida, olvidarlo todo y salir adelante.
Rando, capaz de parar una rebelión con un tenedor, trabajó dos décadas para nuestros servicios de inteligencia. Dejó huella; tanto que cuando salió del Centro el CNI perdía uno de los mejores y más preparados agentes. “En este momento es cuando deben reinventarse, buscar algo nuevo que les motive, o estarán perdidos”, dice el psicólogo clínico Carlos Ramos. Es así como Rando sacó en la UNED la carrera de Derecho, en la que consiguió el más alto grado que concede la Universidad española. Hoy es un abogado penalista especialista en Procesal: “Utilizo todas y cada una de las cosas que aprendí como espía para el actual desarrollo de mi profesión”, asegura Rando. Trabaja en España, Marruecos y Francia. Sabe cómo moverse por las instituciones y cómo evitar que un cliente le mienta. Y, según asegura, no ha perdido un juicio en 16 años de ejercicio.
El cerebro de un espía se ejercita como un músculo, y hay que entrenarlo continuamente: “Están casi condenados a mantener las neuronas activas; de no ser así, estas morirán con rapidez. Es una reacción casi instintiva, como cuando decimos que algo nos lo pide el cuerpo. A ellos les pide acción”, explica Martín-Loeches.
Se une a esto, además, que su sistema de recompensas “ya está acostumbrado a sentir placer ante el desarrollo de ciertas actividades. Es como una droga”.
Redacción QUO
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