La tecnología ha hecho que los relatos de espionaje sean cada vez más complejos. Tal y como explica el novelista británico Charles Cumming, uno de los preferidos por los amantes del género, el fantasmagórico asesino a sueldo de Chacal, la célebre novela publicada por Frederick Forsyth en 1971 (y llevada al cine ese mismo año por Fred Zinneman), no lo tendría tan fácil en la actualidad para pasar desapercibido. Ningún atentado es imposible de realizar, pero, tal y como explica Cumming, antes de que el sicario consiguiera acercarse a su objetivo (que era el presidente Charles de Gaulle), sus movimientos por París habrían quedado registrados por los circuitos de videovigilancia callejera, y las falsas identidades que adoptaba a lo largo de la trama podrían haber sido descubiertas fácilmente gracias al SIGINT, un sistema de seguridad que utilizan las agencias europeas para chequear todos los pasaportes que se han movido por la UE en un determinado período de tiempo y detectar aquellos que puedan parecer sospechosos.

Y es que quienes sean aficionados a este tipo de relatos y vean series como Homeland o películas del estilo de Red de mentiras estarán familiarizados con este mundo repleto de drones y espías que escrutan hasta el más ignoto rincón de la superficie del planeta, con móviles y ordenadores hackeados que escupen los secretos mejor guardados, o con retorcidos lavados de cerebro capaces de convertir a cualquiera en un peligroso terrorista. Pero ¿qué hay de realidad en todo ello?

Prisioneros con síndrome de estocolmo

La trama de Homeland arranca cuando el sargento Nicholas Brody, un militar estadounidense desaparecido y dado por muerto durante la guerra de Irak, es rescatado con vida tras haber pasado ocho años cautivo de una célula de Al Qaeda. De regreso a su patria, es tratado como un héroe de guerra, pero en realidad (y al menos durante la primera temporada) se ha pasado al enemigo y se ha convertido en un agente de los terroristas islámicos. Un argumento que recuerda a un gran clásico del cine de intriga, El mensajero del miedo (1962), en la que un veterano de la guerra de Corea regresaba a EEUU tras haber sido sometido durante su cautiverio a un lavado de cerebro para que cometiera un magnicidio.

‘¿Quién querría ver una serie en la que la protagonista se pasa el día haciendo informes?’, se pregunta el escritor David Ignatius

Está claro que ambas historias llevan su premisa al extremo, pero lo que proponen no está muy alejado de la realidad. El pasado mes de octubre se conoció el caso de John Cantlie, un reportero británico secuestrado en Siria por guerrilleros del Estado Islámico que ha comenzado a aparecer en los videos propagandísticos de los yihadistas ensalzando sus acciones. Los expertos que han analizado dichas imágenes no detectan en ellas que el periodista actúe forzado por el miedo; su tono relajado y sus palabras convencidas son interpretadas como indicios de que podría sufrir una especie de síndrome de Estocolmo que le ha llevado a simpatizar con el enemigo. Más similitudes aún presenta el caso del soldado Bowe Bergdahl, quien fue liberado el pasado mes de junio tras pasar nueve años en Afganistán preso de los talibanes. El militar presentaba síntomas de padecer algún tipo de trastorno, incluso parecía ser incapaz de entender cuando le hablaban el inglés; se expresaba únicamente, y con gran soltura, en la lengua pastún. Además, diversas fuentes revelaron que su desaparición había estado rodeada de elementos, cuando menos, sospechosos. El diario The New York Times publicó incluso que Bowen había abandonado voluntariamente su unidad tras dejar una nota en la que afirmaba estar decepcionado de su trabajo, y uno de sus compañeros de armas llegó a reconocer: “En el mejor de los casos, es un desertor. Y en el peor, un traidor”.

Regresando a la ficción, en el bando opuesto al de Nicholas Brody tenemos a Carrie, una analista de la CIA convertida en la gran protagonista de la serie Homeland. Y a diferencia de otros agentes secretos de fantasía, como James Bond y el Jason Bourne que interpetó Matt Damon, se distingue por el hecho de que sus creadores han querido convertirla en una representación más realista de cómo son los espías actuales. Una característica que comparte, por ejemplo, con el agente de la CIA que Leonardo DiCaprio encarnó en el celebrado filme de Ridley Scott Red de mentiras. Pero, ¿en verdad tiene algo que ver lo que estos personajes viven en la pantalla con el trabajo cotidiano de los miembros de las agencias de inteligencia?

David Ignatius, periodista estadounidense especializado en relaciones internacionales y en los conflictos de Oriente Medio, y autor de varias novelas de espionaje, explica que: “Los analistas de la CIA o de cualquier otra agencia, como Carrie, muy rara vez trabajan en el propio lugar del conflicto, ni realizan misiones de infiltración. Su trabajo consiste esencialmente en estudiar y desmenuzar información. Pero claro, la ficción es fantasía y dudo mucho de que el público quisiera ver una serie en la que la protagonista se pasa el día metida en una oficina de Langley consultando el ordenador y elaborando informes”. Ignatius también llama la atención sobre el que podría ser el más llamativo error de la serie: el que sea la CIA la encargada de vigilar a un presunto terrorista (el personaje de Brody) en suelo americano. “La función de esta agencia, como la del MI6 británico, es actuar fuera de las fronteras de su país. De puertas para dentro, siendo rigurosos, ese trabajo tendría que hacerlo el FBI, en el caso americano”.

Hackeando ordenadores y móviles

En el balance positivo, el experto afirma que la mayor parte de la parafernalia técnica que rodea la acción, como puede ser el uso de drones y satélites para vigilar y cazar sospechosos, se ajusta bastante a la realidad. Y es que las habilidades para manejar la tecnología más puntera se han convertido en una constante en las actuales historias de espionaje. En el ya citado filme Red de mentiras, el personaje de Leonardo DiCaprio se introduce en la habitación de un sospechoso para acceder a su ordenador personal y obtener la dirección y la clave de su cuenta de correo, para así controlar los emails que recibe e identificar a sus remitentes, miembros de una organización yihadista.

Los satélites espía son incapaces de hazañas tales como leer una matrícula o captar nítidamente el rostro de una persona

John Pironti, experto en seguridad informática de la empresa CompuCom, y que ha colaborado en ocasiones con el MI6 británico, asegura que: “Actualmente tenemos programas capaces de descodificar códigos de seguridad, lo que permite hackear cualquier ordenador con una probabilidad de éxito casi del 100%. Pero, por supuesto, es una tarea que lleva su tiempo. Horas en el mejor de los casos, pero lo normal es tardar días. Es casi milagroso lograrlo solo en unos pocos instantes, tal y como hacen los protagonistas de estas historias”.

En las películas de la saga Bourne, por ejemplo, el personaje utiliza un chip que clona toda la información de cualquier teléfono móvil, a la vez que permite conocer el emplazamiento de su usuario. Pironti afirma desconocer si la CIA u otras agencias poseen un gadget similar, pero recuerda que entre las muchas revelaciones que realizó el agente desertor Edward Snowden estaba la de la tecnología que la Agencia Nacional Americana de Seguridad (NSA) utilizaba para acceder a cualquier móvil. Consistía básicamente en hackear la central que controlaba determinadas antenas de telefonía para capturar la señal del celular deseado, que luego se redirigía a una red controlada. A partir de ahí, el resto era sencillo, y los agentes podían manipular el teléfono a su gusto, acceder a su contenido y con la posibilidad de encenderlo a distancia. De esta manera, si la persona vigilada lo apagaba como medida de seguridad, ellos volvían a ponerlo activo para tener siempre controlada su posición.

Las águilas de acero que escanean el suelo

En el filme Red de mentiras, Russell Crowe es un alto cargo de la CIA que, desde su despacho en EEUU, sigue a través de varios monitories los pasos de su agente de campo desplazado a Pakistán, gracias a las imágenes que, en tiempo real, le sirve una red de drones. Ese despliegue es bastante realista, tal y como explica Greg Davis, un técnico que ha colaborado en el diseño de los aviones espías estadounidenses ScanEagle UAV. Estas unidades (en la foto superior vemos una capturada en Irán en 2012) pueden detectar a una persona desde una altura de cinco mil metros, y son capaces incluso de saber si lleva un arma. “La diferencia con la ficción”, afirma Davis, “es que la resolución nunca es tan nítida como la que obtienen en las películas”.

Los guantes más codiciados

La ficción copia a la realidad? Bueno, en ocasiones sucede exactamente lo contrario. Prueba de ello es que algunos de los gadgets más espectaculares que hemos visto en películas como Misión: Imposible, 4, se han convertido en realidad. Sucede, por ejemplo, con los guantes magnéticos que Tom Cruise utiliza para trepar por las paredes de un edificio en Dubái. La agencia de investigación militar estadounidense DARPA se ha inspirado en ellos para crear un modelo que sea capaz de adherirse incluso a superficies de cristal. Para ello, han creado un tejido especial capaz de soportar hasta trescientos kilos de peso. Y no es el único gadget de la película que va a saltar al mundo real. Una compañía alemana llamada UltraTrans ha anunciado que está tratando de crear un taje magnético que permita levitar, como el que Jeremy Renner usa en la cinta.

Los ojos del cielo

Los satélites espía son otro elemento omnipresente en las modernas historias de espionaje. En la película Juego de patriotas vemos cómo uno de estos ingenios rastrea el desierto libio para localizar un campo de entrenamiento de terroristas y, una vez descubierto, enfoca mediante un zoom el rostro de una persona para identificarla. En el mundo real, estos satélites existen, y los que utiliza Estados Unidos reciben el nombre de KH-11. Se sabe muy poco de ellos, ya que son material ultrasecreto, y lo único que ha trascendido es que se utilizan para escudriñar áreas muy vastas de la superficie terrestre, ya que su resolución es bastante pequeña (no supera los 15 cm), lo que los imposibilita para poder leer matrículas de coches, identificar rostros, y otras tecnohazañas a las que nos ha acostumbrado el cine.

Infartos provocados a distancia

En un episodio de la serie Homeland asesinan al vicepresidente de los EEUU, William Walden, hackeando su marcapasos para provocarle un infarto letal. Una estrategia criminal tan retorcida como factible, tal y como demostró un experimento realizado por Barnaby Jack, especialista en seguridad informática de IOActive, quien logró manipular por control remoto un marcapasos y convertirlo en una bomba capaz de descargar 830 voltios en el corazón de su portador. Ahora se ha sabido también que el ex vicepresidente Dick Cheney ya era consciente de ese riesgo e hizo desactivar el wireless de su dispositivo.

El corazón del espionaje mundial

El cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, es uno de los edificios que más aparecen en el cine. Aunque, paradójicamente, solo está permitido filmar en dos de sus estancias. La primera es el vestíbulo, en cuyo suelo figura el emblema de la agencia (y que aparece en la imagen inferior, de la película Argo de Ben Affleck). La otra es el memorial, una sala desde la que el presidente de EEUU y el director de la agencia pronuncian discursos, y en cuyo muro hay cien estrellas (foto superior), una por cada agente fallecido en acto de servicio.

El espía del futuro

Este es el aspecto que tendría MOIRE, el nuevo satélite de vigilancia que está desarrollando DARPA. Va equipado con una membrana óptica que le permite tener acceso al 40% de la superficie terrestre desde una sola perspectiva.