La realidad de este mundo está hecha de objetos y de sucesos. Los objetos ocupan el espacio con materia, y los sucesos el tiempo con cambios. Toda la materia, unos dos billones y medio de trillones de cuatrillones de kilos, se distribuye en objetos cuyas propiedades evolucionan con el tiempo. Una galaxia, un árbol y una catedral son objetos que aparecen, se transforman y desaparecen. En el principio de los tiempos, la materia del Universo se desparramaba en una especie de sopa de quarks. Cada objeto actual tiene una particular evolución que arranca de aquella lejana fecha. Desde entonces han ocurrido tres cosas de auténtica trascendencia. La primera es, desde luego, la creación de la materia. La nada se rebeló contra sí misma y así surgió la materia inerte. Algunos miles de millones de años después, en un rincón del Universo, un pedazo minúsculo de materia inerte se rebeló contra la incertidumbre de su entorno y se complicó lo bastante para ganar independencia. Así surgió la materia viva. Y hace bien pocos millones de años, una parte bien modesta de la materia viva protagonizó la tercera gran rebelión y se complicó aún más hasta lograr anticipar muy altos grados de la incertidumbre. Así emergió la materia inteligente: el ser humano. Podemos imaginar una partición de la historia de nuestro rincón del Universo en tres grandes edades: I) La edad de la materia inerte; II) La edad de la materia viva, cuando solo existía materia inerte y materia viva; y III) La edad de la materia inteligente, en la que coexisten las tres clases de materia y en la que estamos inmersos actualmente. Consideremos ahora la probabilidad de que un objeto de la edad de la materia inerte experimente un cambio. El hecho de que tal cambio ocurra dependerá de un tipo de selección que bien podemos llamar “selección fundamental”, impuesta por leyes tan básicas y universales como la gravitación, la conducción de calor y la propagación de la luz. Un ejemplo de selección fundamental: la gran mayoría de los cuerpos celestes, a partir de cierto tamaño, son esféricos porque la uniformidad e isotropía del espacio (ausencia de posiciones y de direcciones especialmente privilegiadas), y el carácter central de las fuerzas dominantes seleccionan (favorecen) esta forma por encima de cualquier otra alternativa. Los estratos rocosos que asoman en las montañas debido a la erosión suelen aparecer como típicas hileras horizontales de rocas seudocúbicas. Por selección fundamental, se desprenden de cuando en mucho, ruedan ladera abajo, se erosionan, se redondean, pasan al fondo del mar en forma de arena, se comprimen por la presión y millones de años después aparecen de nuevo en forma de roca en lo alto de las montañas…
Somos seres independientes
Consideremos ahora un objeto típico de la materia viva. Para existir, para mantener una identidad viva, no basta con superar el examen de la selección fundamental. Un individuo vivo supera, además, la llamada “selección natural”. Esta idea, debida a Darwin, es probablemente una de las más simples, brillantes y potentes de toda la historia de la ciencia. Un ser no vivo sigue mansamente los caprichos de la incertidumbre de su entorno. La temperatura de una piedra varía, con mayor o menor inercia, al compás de las fluctuaciones de la temperatura ambiental. Un individuo vivo, en cambio, tiende a mantener su identidad independiente de tales caprichos y oscilaciones. La temperatura de un ratón fluctúa mucho menos que la temperatura de su ambiente. En el mundo de lo vivo, la selección natural acentúa la presencia de ciertas propiedades y, atención, introduce un concepto nuevo en la historia del Universo: la función. En efecto, solo por pasar el filtro darwiniano de la selección natural, una innovación queda adornada con una función, que no es sino el detalle por el cual el individuo mejora su disposición para defender su independencia. Un objeto muy frecuente del mundo vivo es el huevo. Todos los animales, todos, descienden de esta prestigiosa célula. La selección fundamental, en la incertidumbre ambiental y de las condiciones de isotropía de las aguas del Cámbrico, favoreció la forma esférica. La esfera triunfó espectacularmente como una buena forma para el concepto huevo. La selección fundamental es generosa con la esfera, de modo que la selección natural no tuvo más que firmar esta forma espontánea, que ya de por sí era razonablemente frecuente. Cada golpe de cincel de la selección natural distorsiona, pues, una o varias propiedades de los objetos vivos. En ocasiones, un cambio en la incertidumbre ambiental descubre una función oculta en una novedad seleccionada naturalmente por otra novedad bien distinta. Es el caso del concepto “pluma”, que emerge con la función de proteger térmicamente y que, millones de años después, resulta que se consolida con otra tanto o más trascendente: la capacidad de volar. Un golpe de selección puede proveer de más de una función. Pero también es importante comentar que la misma función puede asomar en la evolución como consecuencia de dos golpes de selección bien diferentes. Las plumas no son imprescindibles para volar, como bien saben los murciélagos, ciertos insectos, ciertas semillas… Incluso es posible que la selección natural apruebe soluciones similares en objetos bien diferentes para resolver incertidumbres parecidas (convergencia). Es el caso de la forma de los delfines (mamíferos) y la de los atunes (peces). O el ojo del tipo del pulpo (molusco), una estructura reinventada (reseleccionada) decenas de veces a lo largo de la evolución en géneros muy distantes de animales. En todo caso, una cosa está clara: la inseparable relación entre dos conceptos, el de función y el de algún tipo de selección no fundamental.
Redacción QUO