La comunidad científica suele considerar que los casos de fraude son mínimos. Sin embargo, no todo el mundo opina igual: estudios como el del escritor científico William J. Broad y Nicolas Wade del diario The New York Times o el de los investigadores de la Universidad de Montreal Serge Lariveé y María Baruffaldi, apuntan a una práctica más común de lo que acaba finalmente por conocerse.
Según Rosa Sancho, del Centro de Información y Documentación Científica (CINDOC-CSIC), si bien es cierto que el número de incidentes confirmados es muy bajo comparado con la actividad científica total, la frecuencia puede ser mayor de la que se detecta. Esta autora distingue entre fraudes graves y menores, y entre los primeros indica como los más frecuentes la falsificación de datos, seguido de la fabricación de datos y el plagio.
Entre los fraudes menores, destaca la autoría ficticia de un trabajo o el aprovechamiento excesivo de un trabajo propio, como el auto-plagio, la división de una publicación en varias o el inflado de los trabajos.
Arriba tienes una galería con algunos de los fraudes científicos más famosos de la historia.
Las personas que comen carne son más agresivas que los vegetarianos… o no. Habría que confirmarlo porque el psicólogo holandés Diederik Stapel ha confesado que se inventó el estudio que le condujo a esa conclusión, y otros 30 más, que llegaron a publicarse en Science.
Le han pillado porque unos estudiantes de doctorado de Stapel se quejaron de que su profesor nunca les dejaba participar en la recogida de datos; y habían hallado fallos estadísticos.
Al menos se ha disculpado.
La historia guarda en su memoria una gran variedad de fraudes científicos. En algunos casos se debe a la invención de pruebas científicas. Tras dar a conocer Charles Darwin en 1859 su famosa teoría de la evolución, un geólogo aficionado, Charles Dawson, presentó un cráneo del que aseguraba que era «el eslabón perdido entre el simio y el hombre». Sin embargo, se descubrió más tarde que el «Hombre de Piltdown», como se le llegó a conocer al haber sido encontrado supuestamente en dicha zona de Inglaterra, no era más que un cráneo humano actual pulido hasta haberle dado una forma simiesca.
La vacuna que (no) provocaba autismo
Los fraudes pueden ser en ocasiones mucho más peligrosos, sobre todo cuando se pone en peligro la salud de las personas. En 1998, un grupo de científicos anunciaron en Londres que un estudio que habían publicado en una importante revista científica, The Lancet, relacionaba la vacuna tripe viral (sarampión, parotiditis y rubéola) con la presentación de los síntomas de autismo, lo que produjo una caída en el número de niños vacunados, con el evidente peligro que ello suponía. Sin embargo, posteriormente se descubrió que el investigador principal había recibido una importante suma de dinero de una asociación de niños con autismo, que podría utilizar dicho estudio como prueba en un juicio contra la compañía productora de dicho fármaco.
Saltarse los controles no es imposible
Las publicaciones científicas tienen unos rigurosos sistemas de control que suelen funcionar bien, pero no son perfectos. Se tiene constancia de diversos casos, como el del físico Jan Hendrik, que con 32 años publicó 80 artículos en dos de la revistas más prestigiosas, Science y Nature, y del que se comprobó que había inventado o alterado datos, o el de los investigadores del centro Max Delbrück de Medicina Molecular de Berlín Friedhelm Herrmann y Marion Brach, de los que se demostró que habían manipulado y falseado datos en al menos 94 artículos. Para dejar en evidencia esta situación, Alan Sokal, profesor de física de la Universidad de Nueva York, logró publicar en 1996, en la revista Social Text, un texto inventado y sin sentido.
La fusión que se quedó fría
En 1989, los investigadores Stanley Pons y Martin Fleischmann anunciaban ante los medios de comunicación la invención de la denominada “fusión«, un sistema sencillo, barato y limpio de producir energía nuclear sin haberlo publicado en una revista científica, por el supuesto miedo a perder la exclusividad del invento. Sin embargo, tras el paso de los meses, ningún otro científico del mundo logró reproducir los resultados de Pons y Fleischmann.
En España también se tienen constancia de algunos fraudes, o cuando menos, de flagrantes fallos en los sistemas de control de las publicaciones científicas. Antonio Arnaiz Villena, jefe de inmunología del Hospital Doce de Octubre de Madrid, publicó en la revista «Human Immunology» un artículo, retirado poco después por el editor, en el que supuestamente demostraba que los palestinos tienen una fuerte correspondencia genética con los judíos y otros pueblos de Oriente Medio. En 2003, Baltasar Rodríguez Salinas, catedrático jubilado de Análisis Matemático de la Universidad Complutense de Madrid, escribió un artículo de la revista de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en el que aseguraba probar mediante formulación matemática la existencia de Dios. Una evaluación posterior del artículo concluyó que todo era fantasía.
La clonación humana que no fue
Fue una de los escándalos más sonados de 2005. El investigador surcoreano Hwang Woo-suk y su equipo publicaron en 2004 un artículo en la revista Science en el que aseguraban haber logrado por primera vez la clonación de embriones humanos. Sin embargo, un año después se demostró que el trabajo de Woo-suk se basó en datos falsificados. El científico fue condenado a dos años de cárcel por un tribunal de Seúl, ya que se le acusó de malversación de fondos estatales y violación de leyes bioéticas.
El falso eslabón entre aves y dinosaurio
El “Archaeoraptor liaoningensis” llegó a la portada de National Geographic en 1999 por considerarse el eslabón perdido entre los dinosaurios y las aves. El fósil, descubierto en China en perfecto estado, mostraba a un animal con alas y cola de dinosaurio. Sin embargo, en el año 2000, estudios posteriores demostraron que era en realidad un pequeño carnívoro, “Microraptor zhaoianus”, al que le habían trasplantado partes de un ave, “Yanornis martini”.
Un fraude que acabó en suicidio
El biólogo austriaco Paul Kammerer trató de demostrar que las habilidades adquiridas de los animales pasan a sus descendientes. En experimentos con sapos, Kammerer aseguró haber descubierto que al aparearse en el agua les salían a los machos unas diminutas espinas en sus patas traseras para agarrarse mejor a la espalda de las hembras, y así lo dio a conocer en 1923 en una reunión científica en Cambridge. Sin embargo, en 1926 Kingsley Noble, un herpetólogo del Museo Americano de Historia Natural, visitó el laboratorio de Kammerer y descubrió que en realidad le había inyectado tinta china al sapo en sus dedos para resaltar lo que no tenía. Tras el escándalo, Kammerer acabó con su vida de un tiro.
El descubrimiento del virus del Sida ha parecido un culebrón o una pelea de boxeo en el que ha habido hasta golpes bajos. Por un lado, Robert Gallo, del National Cancer Institute, de Bethesda (EE.UU.). Por otro lado, Luc Montagnier, del Instituto Pasteur de París. En 1984, Gallo se presentó en una rueda de prensa como el responsable del hallazgo. Ser el primero suponía no solo la fama, sino también los derechos por la patente para el test que detecta la enfermedad. La polémica derivó en reproches sobre muestras contaminadas, manipuladas e incluso acusaciones por parte del equipo de Montagnier de que Gallo habría utilizado muestras del VIH producidas en el Instituto Pasteur.
El átomo que engordó demasiado
En 1999, la revista New Scientist publicó el descubrimiento del elemento 118, el átomo más pesado conocido hasta entonces. Varios investigadores intentaron reproducir el experimento sin éxito. Finalmente se descubrió que uno de los quince autores de la investigación, del laboratorio Lawrence Berkeley National Laboratory, de EE.UU., había fabricado los datos iniciales.