Los orígenes del cine español son inseparables de la ciencia. El llamado séptimo arte se instaló en nuestro país de la mano de una serie de personajes que, sin dejar de ser artistas, eran también científicos e inventores. Para empezar, el ingeniero Segundo de Chomón es, sin lugar a dudas, el padre del cine español. Tras servir en el Ejército durante la Guerra de Cuba, descubrió el cinematógrafo en París, en el año 1899.
El hotel eléctrico
Se formó como realizador a las órdenes de Georges Méliès (el director del célebre Viaje a la Luna) y en 1907, de vuelta en España, comenzó a realizar sus propias películas.
La casa de Segundo, además de un estudio, era un auténtico laboratorio en el que experimentaba continuamente con las lentes. Entre sus invenciones figuran algunas sin las cuales sería imposible concebir el cine moderno. Por ejemplo, el llamado “paso de manivela”, un sistema que le permitía ralentizar la cámara y filmar fotograma a fotograma, lo que hoy conocemos como stop motion. Con dicha técnica filmó la que sin duda es su película más célebre, El hotel eléctrico (1908), uno de los primeros filmes de animación de la historia del cine.
Pero no fue esa su única invención. Segundo creó el primer sistema de coloreado de películas, el Pathecolor, e inventó la técnica de la sobreimpresión de dos imágenes en un mismo fotograma, con lo que creó asombrosos trucajes para su cinta Pulgarcito.
Pero si ha habido una figura española en la que la ciencia y el cine se hermanaran de manera asombrosa, ese es José Val del Omar. Nació en Granada en 1904 y llegó al cine tras haber trabajado como vendedor de coches Buick. Fascinado por el mundo de la óptica, ya en su primera película, En un rincón de Andalucía, dio la campanada en cuanto a innovación tecnológica se refiere. El semanario La Pantalla publicaba un titular que decía: “Un muchacho español logra dos inventos que revolucionan el arte del cinema”. El primero era un objetivo de ángulo variable, el zoom, y lo inventó por pura necesidad expresiva: quería filmar el Albaicín desde la Alhambra y necesitaba acercarse a sus casas, y al no poder hacerlo físicamente, lo hizo técnicamente. El segundo era la pantalla panorámica, que décadas después se puso de moda con filmes como La conquista del Oeste.
Florinda y los Pulgones
Además de un cineasta reputado (en 1962, su película Fuego en Castilla ganó la Concha de Oro de Cannes ex aequo con Viridiana, de Luis Buñuel), Val del Omar fue un investigador incansable. Cuando no estaba filmando, se encerraba en su laboratorio y desarrollaba una actividad frenética que se plasmó en una extensísima nómina de inventos. A él le debemos la diafonía, aplicable tanto en cine como en televisión, y que desdobla el sonido en dos canales, uno frente al espectador y otro a su espalda. Y adelantándose al futuro varias décadas, en sus últimos años experimentó incluso con los primitivos formatos de vídeo y láser. Como escribió el historiador Juan Bufill: “Algunas de sus invenciones anticipan e incluso superan propuestas técnicas actuales, como el sonido estereofónico y el cine tridimensional”. En definitiva, técnicamente el cine actual no sería el mismo sin la aportación de este granadino excepcional.
Pero hubo también otros pioneros que utilizaron los inventos de Chomón y de Val del Omar para realizar las que son las primeras muestras españolas de cine estrictamente científico. Y en este aspecto, la que abrió la senda fue la pareja formada por Guillermo Zúñiga y Carlos Velo. Por cierto, este último, biólogo de formación, fue quien, al enterarse de la gran pasión que Luis Buñuel sentía por la entomología, le facilitó las hormigas, mariposas y demás insectos que aparecen en Un perro andaluz. La primera película de la pareja fue La vida de las abejas (1931), una reconstrucción rigurosa de la vida de un zángano, a la que siguió Florinda y el viento (1935). Esta última ilustra la historia dramatizada de una planta: desde que el viento arrastra la semilla y germina hasta un espectacular clímax narrativo en el que la planta es invadida por una horda de voraces pulgones y salvada in extremis por un ejército de mariquitas que devoran a los parásitos.
La mantis que no descubrió buñuel
Cuando en 1962, durante el rodaje de Diario de una camarera, la actriz Jeanne Moreau le preguntó a Luis Buñuel qué hacía por las noches, este le respondió. “Pienso”. “¿En qué?”, inquirió ella. “En insectos”, contestó el cineasta. El interés de Buñuel por la entomología se remonta a su niñez. En sus memorias cuenta cómo durante una excursión infantil encontró un ejemplar de mantis que le pareció único. Lo bautizó como Seperuelus pinaris, aunque cuando se lo enseñó a su profesor se llevó la decepción de descubrir que se trataba de un bicho de lo más común.
La afición por los insectos llegó a tal punto que Buñuel abandonó la carrera de ingeniería para dedicarse de lleno al estudio de la entomología. Posteriormente, Buñuel plasmó esa pasión en casi todos sus filmes, aunque es Robinson Crusoe la película donde mejor se refleja ese interés. Inolvidable resulta la escena (inexistente en la novela original) en la que el protagonista descubre el cono de una hormiga león, Myrmeleon formicarius, que se entierra dejando al descubierto sus mandíbulas en el vértice de un cráter en el que resbalan sus víctimas. Para probar su eficacia, Robinson echa otra hormiga en su interior, que rápidamente es devorada por el voraz inquilino.
Al igual que Buñuel, otros cineastas españoles han tenido una formación científica que han reflejado en sus películas, como Juan Antonio Bardem, matemático de carrera. Pero el mayor reconocimiento oficial a la aportación científica ibérica al mundo del cine se produjo en 1971, cuando Juan de la Cierva se convirtió en el primer español en ganar un Oscar. Fue premiado en la categoría de Innovación Científica y Tecnológica por la invención de un sistema llamado Dynalens, que cambió para siempre la manera de filmar las secuencias de acción
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