Errar es de sabios? Lo que creían en el reino de Serendip, la actual Sri Lanka, es que los sabios tienen la habilidad de sacar partido de lo que les ocurre, aunque se trate de un error. Así lo contaba una de las innumerables leyendas que se trasmitían de padres a hijos. Narraba la historia de tres príncipes que tenían un particular don: el del descubrimiento fortuito.

Encontraban, sin buscarla, la respuesta a problemas que no se habían planteado gracias a su capacidad de observación y a su sagacidad. Aquella leyenda fue recogida en el siglo XVIII por el escritor inglés Horace Walpole en su novela The Tree Princes of Serendip y fue él quien acuñó una nueva palabra: serendipity (serendipia). Aquella palabra es hoy un término científico para referirse a esta actitud: “Estar abierto a encontrar respuestas”, explica el investigador e historiador francés René Tatón.

Un don de príncipes
Este don de príncipes lo tenía Arquímedes; por eso, en su bañera, se dio cuenta de que sus miembros sumergidos desplazaban un volumen de agua en relación con su peso; también lo tenía Alexander Fleming y por ello decidió no tirar a la basura aquella placa de Petri llena de hongos que había dejado por accidente en su rudimentario laboratorio, o Isaac Newton, que se preguntó por qué caía del árbol aquella manzana tan famosa como la del Paraíso. “Son muchos los descubrimientos que ocurrieron por azar y muchas veces el científico se encuentra con uno porque se equivoca…”, continúa René Tatón. Y añade: “En el 90% de los descubrimientos interviene el error, pero nadie lo menciona cuando explica los resultados”.

El apoyo en teorías que no eran ciertas, el uso de material inadecuado, incorrecciones en el método o, sencillamente, predicciones desacertadas han sido el paradójico punto de partida de innumerables avances científicos. “Pero no se equivoquen, en el caso de la observación la suerte sólo favorece a los espíritus preparados”, lo afirmó Louis Pasteur.

Nada es seguro
Desde que el hombre se hizo la primera pregunta y le dio respuesta hasta hoy, han sido infinitas las equivocaciones cometidas. Es muy famosa la frase atribuida a Charles H. Duell, director de la Oficina de Patentes de Estados Unidos, en 1899: “Todo lo que se puede inventar, ya ha sido inventado”. Y él no ha sido el único despistado de la historia. En 1876, un documento interno de la empresa Western Union auguraba: “El llamado teléfono tiene demasiadas limitaciones para ser considerado seriamente un medio de comunicación. No tiene ningún valor para nosotros”.

Y con la perspectiva del tiempo, hoy se leen de otra manera las predicciones referentes a la informática, como la de Thomas Watson, presidente de la empresa IBM, que en 1943 tenía poca esperanza comercial: “Creo que en el mundo hay mercado para unos cinco ordenadores como mucho”. Podría haberse ahorrado el como mucho. “La historia de la ciencia está repleta de errores”, explica Toño Bernedo, jefe técnico del planetario de Madrid y director y guionista del programa Eureka, errores y avances de la ciencia, “pero muchos de esos errores nos sirvieron para avanzar”.

Esa actitud abierta hacia lo nuevo, la serendipia, que es imprescindible para un científico, permite traspasar la puerta hacia lo desconocido, aunque se parta de una idea equivocada: la corriente eléctrica se descubrió por error y por error se investigaron los púlsares; también se equivocaban los científicos que empezaron a investigar las manchas solares y sólo hace 30 años que se descubrió que la corteza terrestre no es rígida y que los continentes que nacieron de Pangea flotan y se desplazan. “Si se desprecian los resultados inesperados por considerarlos errores, jamás se hará un descubrimiento”, explica Roysten M. Roberts en su libro Serendipia, descubrimentos accidentales de la ciencia.

Y para grandes científicos la clave está precisamente ahí, en nuestra capacidad para equivocarnos. Ernest Fisher, premio Nobel de Química, lo explica así: “Si hoy tenemos algo cierto es que nada puede considerarse seguro. Einstein dijo una vez que por muchos experimentos que se realizasen, ninguno demostraría a ciencia cierta que él estaba en lo cierto, sin embargo, un solo experimento podría demostrar que estaba equivocado. Pienso que si todo el mundo compartiera la sensación de que en cualquier momento puede equivocarse se terminarían los fanatismos políticos, sociales, religiosos… Y siento que este es el importante mensaje que debe transmitir la ciencia”.  

Un viaje alucinante

El error que cometió el químico suizo Albert Hoffmann en 1938 le hizo llegar a casa una noche navegando “en un delirio marcado por un grado extremo de fantasía”. Así lo relató él mismo. Se trataba de la primera experiencia conocida con el ácido lisérgico (LSD). Pero el objetivo de Hoffmann no tenía nada que ver con esta droga alucinógena. Quería desarrollar un fármaco para tratar las migrañas y produjo unos miligramos de la dietilamida del LSD. Entonces fue cuando el químico llegó a casa ‘flotando’. Después experimentó consigo mismo y así descubrió las propiedades del LSD. Su trabajo no mejoró en nada las migrañas, pero alentó la investigación química aplicada a las enfermedades mentales.

En busca de la Atlántida

Según Platón ”la Atlántida ocupa el centro del mundo“. Con sólo esta pista, científicos de todo el mundo buscaron el continente desaparecido. A finales del siglo XIX descubrieron que algo en el centro del Atlántico se elevaba sobre el fondo marino como una muralla. Su error: creyeron haber encontrado la Atlántida. En los años cuarenta, en exploraciones con submarinos, vieron que se trataba de dos grandes cadenas montañosas creadas por el movimiento de los continentes. Fue el primer paso para descubrir que la corteza terrestre no era rígida, como se pensaba, sino que flota sobre una capa interior caliente y fluida llamada magma.

Loco por un Cadillac

T. Midgley, investigador de la empresa Delco, sabía que el repiqueteo que se oía en el Cadillac de su jefe y en los coches se producía por una explosión retardada debida a la combustión incompleta de la gasolina. Pensó una teoría disparatada: si una planta florece temprano y sus hojas son de color óxido, quizá es porque este color absorbe mejor la energía del Sol. Así, añadió un colorante rojo a la gasolina –yodo– y para su deleite el problema se resolvió. Más adelante descubrieron que el color rojo no tenía nada que ver, pero sí que era cuestión de añadir algo. En 1921 dieron con el tetraetil del plomo que, disuelto en gasolina, produce etilo fluido y evita el repiqueteo. Fue el principal aditivo de la gasolina durante 70 años.

El planeta que nunca existió

En 1859, el astrónomo francés Leverrier cometió un error: creyó haber descubierto un planeta cercano al Sol que provocaba perturbaciones en la órbita de Mercurio. Lo llamó Vulcano, como el dios del fuego. Observadores de todo el mundo orientaron sus telescopios en busca del escurridizo y pequeño planeta y, sin querer, cada una de aquellas noches observaron intensamente y durante décadas la superficie del Sol. Jamás se encontró Vulcano, pero su búsqueda hizo que estudiaran nuestra estrella y las manchas solares que ya había observado Galileo (1612), aunque en su época le tacharan de hereje por afirmar que el Sol era impuro.

La aspirina olvidada

En el mundo se consumen cada día 216 millones de aspirinas, 2.500 cada segundo. Y eso que pudo no existir. En 1870, Bayer sintetizó el ácido salicílico buscando un componente contra las bacterias. Fue un fracaso: no mejoraba la infección y producía náuseas. Félix Hoffman, químico de la compañía, notó que el compuesto reducía la fiebre. Preparó una forma modificada y… ¡eureka! encontró la aspirina. 

La electricidad animal

Luigi Galvani (1737-1798) quería demostrar que existía la ‘electricidad animal’: un fluido que partía del cerebro y movía los músculos. Conectó un arco metálico desde el cerebro de una rana muerta hasta un músculo y, de pronto, la extremidad se movió. Fue Alessandro Volta quien le sacó de su error: el arco bimetálico había generado una diferencia de potencial y lo que se había producido era una corriente eléctrica externa: había creado la pila eléctrica.

El color más caro

En 1856 sólo los reyes y los altos cargos de la Iglesia podían costearse un manto púrpura. Este color y sus derivados se extraía de caracoles y hacían falta 9.000 para un gramo de colorante. Pero el estudiante William Perkin logró popularizarlo. Quería sintetizar quinina en su laboratorio y experimentaba con anilina cuando notó que el agua del frasco se volvía morada. Produjo accidentalmente el primer colorante artificial. Envió una muestra a una fábrica que la probó en seda y algodón y dejaron en paz a los caracoles.

Señales extraterrestres

Año 1967. Universidad de Cambridge, Inglaterra. Un equipo de científicos detecta en el Universo una señal que se repite rítmicamente. Dura tres centésimas de segundo y reaparece cada 1,3. Nunca antes se había oído algo así y creyeron que era una señal de extraterrestres. Llamaron a su descubrimiento LGM, las siglas de Little Green Man (‘hombrecitos verdes’) pero no lo publicaron hasta el año siguiente, cuando ya habían encontrado tres fuentes similares más y eran conscientes del error cometido: en realidad habían descubierto los púlsares.

América fue un error

Colón buscaba una ruta hacia el Oriente navegando al Oeste, pero estaba equivocado. Aunque creía correctamente que el mundo era una esfera, subestimó su tamaño. Sus predicciones se apoyaban en el globo terráqueo que había diseñado Martin Behaim según la circunferencia de Ptolomeo, para quien la Tierra era un 25% más pequeña de lo real. Por eso, Colón murió creyendo haber encontrado la nueva ruta a las Indias.

Nadie buscaba la píldora

El objetivo del químico Carl Djrerassi era sintetizar el estradiol, una hormona femenina utilizada en desórdenes de la menopausia. Pero se equivocó en el método y produjo accidentalmente una que era más parecida a la progesterona. Este compuesto, la 19-norprogesterona, contenía un átomo de carbono menos en la molécula y era más potente que la hormona natural. Había encontrado el primer anticonceptivo sintético.

El ‘Walkman’

Los ingenieros que lo fabricaron querían conseguir en realidad una mini-grabadora portátil que podría ser de gran utilidad para los periodistas. Los trabajadores de Sony en Japón lograron colocar en un chip los circuitos de reproducción de sonido, pero no los de grabación. Algo fallaba irremediablemente. Antes de tirar su prototipo a la basura, el presidente de la empresa, Akio Morita, decidió transformar aquella medio grabadora en un reproductor de cassete con audición mediante auriculares. Y así nació el ‘walkman’.