Los gigantes siempre nos han fascinado. Por eso, el pastor hebreo David se convirtió en un héroe para su pueblo al abatir con su humilde honda a Goliat, un coloso de tres metros de altura. Y Ulises tuvo que poner en juego todo su ingenio para emborrachar y dejar ciego a Polifemo, un cíclope que rondaba los diez metros de estatura.
Aunque estas fabulosas criaturas nunca existieron, han cautivado con su embrujo a lo largo de los siglos a centenares de artistas. Un ejemplo de gigantismo artístico lo tenemos en el monte Rushmore, en Dakota del Sur, donde entre 1927 y 1941 el escultor Gutzon Borglur talló en piedra los colosales rostros de cuatro presidentes de los EEUU. Bustos que miden 18 metros cada uno. ¿O qué decir del Buda de Ushiku, en Japón, que mide 120 m de altura? ¡Tres veces el tamaño de la Estatua de la Libertad!
Pero ese gigantismo artístico sigue estando vigente. Ahí están, sin ir más lejos, las obras de Ron Mueck, quien esculpe figuras colosales con un hiperrealismo estremecedor. Y el polaco Pawel Althamer, quien en 2012 soltó en la ciudad de Brujas un globo de más de veinte metros de longitud con forma de figura humana. “El gigantismo es la característica del arte contemporáneo”, comenta Philip van Cauteren, director del Museo de Arte Contemporáneo de Gante: “Los artistas deben conquistar su lugar en una sociedad cuyo símbolo son los rascacielos”. Y el espectador, empequeñecido, contempla estas obras con la misma mezcla de admiración y respeto con la que Ulises debió de mirar el ojo de Polifemo.
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