Lisa Allen es una joven de 34 años. Ahora tiene un trabajo que le gusta, pareja, casa y su aspecto es de lo más saludable. Hace tres años, fumaba como un carretero, pesaba 27 kilos más, su ex novio la acababa de dejar y, para colmo, la habían echado del trabajo. Para olvidarse de todo emprendió un viaje al Cairo, donde se decidió a cambiar de vida. Para conseguirlo, se concentró en un primer objetivo: hacer una marcha de cientos de kilómetros por el desierto.
Así que, como relata Charles Duggig en su libro El poder de los hábitos (Ed. Urano): “En los seis meses siguientes, Lisa sutituyó el tabaco por correr, y eso le hizo cambiar sus hábitos alimentarios, de sueño, empezó a ahorrar, se programaba sus días laborables, planificaba el futuro…” De manera que cuando los neurólogos investigaron su mente, detectaron que el cambio de ese hábito había traído consigo un cambio en los patrones neurológicos que estaban relacionados con sus antiguas costumbres. “Todavía se podía ver la actividad neuronal de sus viejas conductas, pero esos impulsos habían sido desplazados por otros. Al alterar sus hábitos también había transformado su cerebro”, dice Duggig.
Un cambio radical
Nuestra vida no es más que un conjunto de hábitos. Cómo y cuándo dormimos, cómo trabajamos, lo que comemos, hasta la forma en la que hacemos el amor constituye una costumbre. De hecho, un estudio publicado por la Universidad Duke en 2006 revelaba que más del 40% de las acciones que realizan las personas cada día son hábitos.
Roy Baumeister, psicólogo de la Universidad de Florida y coautor de Fuerza de voluntad. Redescubrir la mayor fuerza del ser humano, asegura que los ingredientes necesarios para alcanzar el éxito en el cambio de un mal hábito son: “Establecer la motivación para hacer el cambio y fijar una meta clara, estudiar el comportamiento que nos llevará a la meta y ejercer la fuerza de voluntad”. Y es en este tercer punto donde la ciencia ha puesto sus ojos en los últimos tiempos. Según el propio Baumeister: “La fuerza de voluntad es la capacidad de resistir las tentaciones a corto plazo para cumplir con las metas en el largo”. Es la panacea para casi todo.
La mayoría pensamos que si tuviéramos más fuerza de voluntad comeríamos mejor, haríamos más ejercicio a diario, ahorraríamos más y nos iría mejor en el trabajo.
“Docenas de estudios demuestran que la fuerza de voluntad es un ingrediente fundamental para alcanzar el éxito personal. En 2005, por ejemplo, investigadores de la Universidad de Pensilvania analizaron a 164 estudiantes de primaria, a quienes midieron el coeficiente intelectual y otros factores, incluida la fuerza de voluntad. Los estudiantes que demostraban tener más autodisciplina eran también los que obtenían mejores resultados académicos, faltaban menos a clase y dedicaban más tiempo a hacer los deberes y menos a ver la televisión”, apunta Duhigg. June P. Tangney, de la Universidad George Mason, también midió la fuerza de voluntad de un grupo de estudiantes y encontró que los que sacaron más puntuación tenían mejores notas, más autoestima, menos hábitos compulsivos al comer y beber, y mejores relaciones sociales.
Por otra parte, es muy conocida en la literatura científica la prueba de las marshmallows (las nubes de malvavisco que se consumen como chuches) del psicólogo de la Universidad de Columbia Walter Mischel, que consiste en dejar a un grupo de niños solos ante una bandeja de marshmallows tras advertirles de que, si esperan a que vuelva el terapeuta, podrán comer dos. Si no, solo podrán degustar una golosina. Con este estudio, Mischel y sus colegas definieron un marco de referencia para calificar la capacidad del ser humano de postergar la satisfacción. Se trata de lo que el propio Mischel denominó el sistema “frío y caliente”, que pretende demostrar por qué la fuerza de voluntad triunfa o fracasa.
Caliente o frío
Nuestra mente tiene dos sistemas: uno es frío, lento y deliberado, y permite el autocontrol, el establecimiento de objetivos y la fuerza de voluntad. El otro es el apasionado, emocional e instintivo, y se caracteriza por respuestas rápidas y automáticas a ciertos detonantes como las propias marshmallows, sin tener en cuenta las implicaciones a largo plazo.
“Cuando la fuerza de voluntad falla, la exposición al estímulo caliente sobrepasa a la del frío y lleva a la ejecución de acciones impulsivas”, asegura el propio Mischel. Este psicólogo, que lleva 40 años poniendo a prueba la fuerza de voluntad de cientos de niños desde su edad preescolar, asegura que es posible prever si estos tendrán o no éxito en el futuro por el grado de fuerza de voluntad que demuestren de niños.
De hecho, treinta años después de los primeros experimentos, B.J Casey, de la Facultad de Medicina de Weill Cornell, y Yuichi Shoda de la Universidad de Washington, volvieron a hacer un seguimiento de 59 de los 100 niños de las marshmallows que ya rondaban la cuarentena. Y tras medir su fuerza de voluntad con una prueba de autocontrol en adultos detectaron que esta había permanecido intacta durante todo ese tiempo. Así que concluyeron que la sensibilidad de un individuo a los llamados estímulos calientes parece persistir durante toda la vida.
Además, durante el experimento estudiaron la actividad cerebral de todos, y constataron que, ante estímulos tentadores, los individuos con bajo nivel de autocontrol mostraban patrones diferentes de quienes lo tenían alto.
Cerebro procrastinador
El córtex prefrontal, el que controla las funciones ejecutivas como la toma de decisiones, mostraba mayor actividad en los individuos con más autocontrol. Asimismo, el estriado ventral, una región que se cree que maneja los procesos de deseo y recompensa, mostró aumentos de actividad en aquellos con menos autocontrol. Y estudios con imagen cerebral han revelado que hay un complejo circuito de regiones del cerebro involucradas en llevarnos por el buen camino. Las áreas exactas varían dependiendo de la tarea que pretendamos evitar (si estamos intentando controlar el impulso de hacer algo, concentrarnos en una tarea, o debemos suprimir las emociones, etc.). Pero parece claro que gran parte de la actividad cerebral en estos casos está en el lado derecho de los lóbulos frontales del cerebro.
De hecho, según una investigación de Hugh Garavan, del Trinity College de Dublín, cuando esta zona del lóbulo frontal se encuentra temporalmente interrumpida por una técnica no invasiva denominada estimulación magnética transcraneal, respondemos mucho peor a una prueba de control de impulsos por ordenador. Además, algunas investigaciones de imagen cerebral sugieren que cuando hacemos uso de la autodisciplina entra en funcionamiento la zona que se ocupa de nuestra memoria de trabajo, es decir, la que se refiere a la información temporal, la que necesitaremos a corto plazo. Los estudios demuestran que quienes tienen problemas con este tipo de memoria también los tienen con el autocontrol, lo que sugiere que estos dos procesos están relacionados de alguna forma.
Aunque es difícil definir con precisión lo que hace que una persona sea más impulsiva o recatada mirando a su cerebro, se producen cambios con la edad que dan algunas pistas. Los lóbulos frontales son las últimas partes del cerebro en madurar, y siguen creciendo y cambiando a los veinte años. Esto podría explicar por qué los adolescentes tienden a ser menos disciplinados y más propensos a la búsqueda de emociones fuertes que otros, y por qué los ancianos también tienen la fama de ser más desinhibidos. De hecho, los estudios de neuroimagen muestran que, a medida que envejecemos, la red de control de los impulsos recluta más áreas del cerebro para la tarea, lo que sugiere que se vuelve menos eficiente. Tal vez la restricción requiere más esfuerzo a medida que vamos cumpliendo años. Pero ¿qué hace que unos individuos tengan más fuerza de voluntad que otros?
¿Tesón de serie?
En primer lugar se ha estudiado si los factores socioeconómicos tienen algo que ver. Por un lado, una investigación con voluntarios de Stanford mostró que los niños que tenían mejores condiciones y eran más inteligentes (sobre todo aquellos que tenían mejor coeficiente verbal) eran visiblemente menos impulsivos por término medio.
Según sugiere un estudio de Ozlem Ayduk, de la Universidad de California en Berkeley, los niños más inteligentes tienen más habilidades para usar trucos que les permitan apartar la tentación de su mente y, así, evitarla. Ayduk y sus colegas están buscando a los descendientes de los primeros voluntarios que se sometieron a los estudios de Stanford, para descubrir si esta habilidad se hereda, pero aún no han tenido respuestas concluyentes a esto.
Por otro lado, también hay diferencias relacionadas con el sexo. Los hombres, en general, parecen ser menos capaces de controlar sus impulsos que las mujeres, con diferencias evidentes desde los cuatro años. Esto podría deberse a la influencia social y cultural, que podría hacer a las chicas jóvenes más obedientes y deseosas de agradar que los chicos.
Lo que no tiene discusión es que los hombres sufren más habitualmente problemas de control de impulsos como hiperactividad, drogadicción y desórdenes de personalidad, lo que sugiere que podrían tener de forma natural más problemas para contenerse. “La explicación podría estar en los efectos de las hormonas sexuales en el cerebro”, sugiere Hugh Garavan.
Al margen de las diferencias que nos predisponen a un buen o mal control de nosotros mismos, algunos investigadores creen que ejercitar la fuerza de voluntad no solo tiene una base neurológica sino también física. Suzanne Segerstrom, psicóloga de la Universidad de Kentucky, en Lexington, ha demostrado que también sufrimos pequeños cambios físicos cuando nos controlamos. En su experimento, monitorizó el ritmo cardíaco de los participantes y descubrió que los más resistentes a la tentación tuvieron un incremento temporal del ritmo cardíaco, seguido de una bajada inmediata.
Ella cree que este cambio sutil en el ritmo cardíaco es un indicador del deseo por conseguir algo (aumento del ritmo) y la respuesta inmediata de autocontrol (bajada inmediata). Segerstrom sugiere, además, que hay personas con una ventaja física para resistir la tentación.
Además, algunos expertos comparan la fuerza de voluntad con un músculo que se agota si se usa en exceso.
Y dura, y dura…
En un estudio realizado por Roy Baumeister, se encerró a varios adultos en una habitación impregnada de olor a galletas recién salidas del horno en la que habían dispuesto una mesa con un plato de galletas y otro de rábanos. Allí, se les pidió a algunos coger un producto y a otros otro. Después, se les dio un complicadísimo rompecabezas para cuya resolución tenían 30 minutos. Entonces detectaron que los que habían comido rábanos se dieron por vencidos a los 8 minutos, mientras que los que habían comido galletas no tiraron la toalla hasta los 19. Con lo que concluyeron que usar el autocontrol para no comer las galletas les había dejado debilitados para afrontar esfuerzos posteriores.
Pero hay ciertas creencias morales y personales que alargan “la pila” del autocontrol. Para ilustrar este hecho, Mark Muraven, psicólogo de la Universidad de Albany, comprobó que quienes se sienten obligados a ejercer el autocontrol por cuenta de otros se agotan mucho antes que aquellos que lo hacen convencidos y apoyados por sus propias metas y deseos internos. Y eso sí, también se ha demostrado que un buen estado de ánimo ayuda a tener más fuerza de voluntad.
Como en el caso de los músculos, la voluntad también puede ejercitarse. De hecho, según un estudio de la Universidad de Case Western Reserve, basta con pequeños cambios en hábitos cotidianos, como lavarnos los dientes durante varios días con la mano contraria, para fortalecerla.