Si el mar no hubiera dormido en calma aquella madrugada, el comandante Salmond habría podido ver la traicionera roca que solo asoma en aguas revueltas. Tal vez hubiera impedido que el HMS Birkenhead encallara cerca de Ciudad del Cabo en 1845. Y si un nuevo impacto durante la maniobra de escape no hubiera precipitado el hundimiento de la nave, quizá el teniente coronel Alexander Seton hubiera sobrevivido. Pero el desenlace fue tristemente heroico. Mientras el último grito en ingeniería naval, partido en dos, comenzaba a rasgar la oscuridad del mar en su camino hacia el fondo, Seton blandió su espada, mandó formar a sus hombres y abrió paso a los trece niños y a las siete mujeres que viajaban con sus soldados, padres y maridos sacrificados. Perecieron 445 personas, y nació un mito que, con el tiempo, también se ha ido a pique: que las mujeres y los niños son los primeros a quienes hay que salvar.
La leyenda de la caballerosidad en alta mar
El desengaño ha sido cuestión de tiempo y se ha producido tras la publicación de un detallado estudio sobre la realidad del comportamiento humano en los naufragios. Según sus resultados, la tasa de supervivencia más alta no es la de las mujeres ni la de los niños, como cabría esperar si se cumpliese la ley no escrita de “las mujeres y los niños primero”. En realidad, los miembros de la tripulación son quienes tienen más probabilidades de salvarse. Después están los capitanes, por delante de los hombres. Las mujeres y los niños solo encabezan la lista por la cola.
“Tras el hundimiento del Birkenhead, el mito se alimentó aún más tras el desastre del Titanic en 1912, en el que las mujeres tuvieron una ventaja en la supervivencia respecto de los hombres”, explica el coautor de la investigación, el economista Oscar Erixson. El 70% de las mujeres y de los niños que viajaban en el transatlántico se salvaron de las gélidas aguas del océano Atlántico, mientras que solo el 20% de los hombres pudieron contarlo.“Estos dos sucesos han servido como ejemplos de la caballerosidad masculina en el mar y han moldeado las creencias de las personas sobre lo que sucede en los naufragios”, afirman Oscar Erixson y Mikael Eliner en su investigación Gender, social norms, and survival in maritime disasters, publicada en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS). La realidad ha emergido de los datos de dieciocho tragedias marítimas acontecidas desde mediados del siglo XIX, en las que el destino de más de 15.000 personas quedó sellado.
Mujeres y niños: los últimos de la cola
Mientras decenas de inmigrantes británicos, franceses y alemanes cavilaban sobre el viaje que comenzarían cuando arribasen a Nueva York, la proa del SS Arctic cortaba a toda máquina la densa niebla que lo separaba de los fiordos, acantilados, islas y cabos del salvaje litoral de Terranova, en Canadá. Pero la fortuna no había embarcado con ellos, y la embestida con el vapor francés Vesta, que se cruzó en su camino, fue inevitable. Cuando el capitán Luce se dio cuenta de que se hundía, optó por una huida hacia la costa. Pero nunca llegó. El barco se sumergió en el abismo, y con él las almas de todas las mujeres y los niños del pasaje. La mayoría de los supervivientes formaba parte de la tripulación, que copó los botes salvavidas; mientras, los pasajeros trataban denodadamente de fabricar una balsa con los restos de la nave.
Este suceso es uno de los muchos que demuestran que en caso de naufragio la tasa de supervivencia de las mujeres es, como media, la mitad que la de los hombres. “Una prueba de que el cumplimiento de la norma de las mujeres y los niños primero es excepcional en los desastres marinos”, afirma Erixson. Aunque también es cierto que esa desventaja se ha reducido desde la I Guerra Mundial. Si bien la probabilidad de sobrevivir ha aumentado en general, la de las mujeres lo ha hecho un 8,5%, por el 7,3% de los varones. No es fácil explicar este fenómeno. “Una razón puede ser que la sociedad se ha hecho más igualitaria. Las mujeres ya no se ponen ropas incómodas como hacían antes, y sus habilidades nadadoras puede que también hayan mejorado como resultado de este cambio”, opina el investigador. Pero también han influido las leyes que obligan a llevar suficientes botes salvavidas y a incorporar mecanismos que permitan botarlos incluso cuando el barco esté escorado.
Lo esencial es mantener la autoridad
Que un capitán se hunda con su nave es muy romántico… pero un poco inútil e, incluso, macabro. Eso sí, un buen líder al menos debería ser el último en abandonar la nave. Nuevamente, el revelador estudio afirma que la tasa de supervivencia de mujeres y niños depende en gran medida de la actitud que el capitán de la nave adopte durante la catástrofe. Tras analizar la diferencias de los hundimientos en los que el comandante había dado la orden de ayudar a las mujeres y a los niños respecto a aquellos en que no lo hizo, comprobaron que la tasa de supervivencia aumentaba un 9,6 % en los casos en que el capitán lo ordenaba. Y es que hay que tener mucha suerte para que un naufragio acabe bien si la persona al mando no es capaz de mantener el orden.
Sirve como ejemplo de lo anterior el hundimiento del SS Morro Castle en su trayecto desde La Habana a Nueva York en 1934. Poco antes de que un fuego comenzara a cebarse con el barco, el capitán Wilmott sufrió un mortal ataque al corazón. El desconcierto reinó entre la tripulación y el primer oficial, Warms, asumió el mando, pero sin lograr imponer su autoridad sobre la tripulación. Es más, algunos de sus miembros ya se habían subido a los botes salvavidas antes de que se diera la voz de alarma. El destino quiso que gracias a la temperatura del agua, de 21 grados, tres cuartas partes de los pasajeros sobrevivieran hasta que fueron rescatados. Un balance muy positivo en comparación con el resto de los sucesos estudiados.
Aunque, probablemente el resultado habría sido diferente si el Morro Castle hubiera sido un transatlántico cargado de inmigrantes en lugar de un barco de turistas que viajaban a sus anchas sin zonas diferenciadas en función de la clase de billete. En los mastodontes marinos, los pasajeros de primera clase se acomodaban en las cubiertas superiores, mientras que los emigrantes viajaban en la cubierta inferior, desde la cual era más difícil salir en caso de accidente. Las familias viajaban en los compartimentos del medio, y los solteros en los cuartos de proa y de popa. Puede que por eso las posibilidades de sobrevivir aumenten cuanto más alta sea la clase social del pasajero.
Ejemplos de altruismo en la tragedia
¿Pero qué hacen dos economistas estudiando si el mito de las mujeres y los niños primero ese cumple? “Los modelos económicos suelen asumir que las personas se comportan según su propio interés. Al mismo tiempo, sabemos que las normas sociales guían el comportamiento en muchas situaciones”, explica Erixson. “Por eso queríamos poner a prueba la teoría en su situación más extrema y ver si las personas se regían por los códigos sociales y morales cuando la vida está en riesgo. Pero no. Parece que actúan de modo egoísta, en la línea de las predicciones de la teoría económica”, concluye. Parece que esta investigación viene a quitarnos la confianza en la bondad del ser humano. Pero tampoco hay que ser tan categórico. “Los datos de este estudio deben interpretarse como el resultado de una persona media. Pero también hay individuos para quienes los beneficios de ayudar al prójimo sobrepasan el coste del riesgo que conlleva,”, apunta Erixson, al tiempo que define ese comportamiento como “altruismo extremo”. Y ese impulso es contagioso.
Un ejemplo lo tenemos en el hundimiento del MS Estonia en 1994, en el que los pasajeros se volcaron en ayudar a los discapacitados. Formaron cadenas humanas hasta la cubierta del barco y los botes salvavidas antes de que se hundiera. Y a pesar de las olas de ocho metros de altura y del agua helada, dos hombres cuidaron toda la noche de un tercero desnudo, para mantenerlo caliente. Con historias como estas, seguro que no perderemos la esperanza.
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