Imaginemos que dentro de cien mil años la avanzadilla de una civilización extraterrestre llega por primera vez a la Tierra. Los exploradores intergalácticos aterrizan en nuestro planeta buscando indicios de vida inteligente. Tras varios meses rastreando los cinco continentes y tomando muestras, los alienígenas envían un mensaje a sus superiores: “El planeta está deshabitado. No hemos hallado el menor indicio de que aquí haya existido jamás una civilización avanzada. Los rumores sobre esa supuesta raza humana solamente eran leyendas”. ¿Ciencia ficción? Desde luego, pero…
Está claro que los humanos somos la especie dominante del planeta. Hemos transformado su superficie e imagen construyendo ciudades, talando bosques, perforándolo para acceder a sus fuentes de recursos subterráneos… Pero ¿realmente es tan profunda la huella que hemos dejado en él? Juguemos por un momento a imaginar que la especie humana se extinguiera de forma repentina y dramática, como consecuencia de un cataclismo o una epidemia desconocida. ¿Qué ocurriría entonces con nuestra querida Tierra?
Lo cierto es que el planeta ya notaría nuestra desaparición a las pocas horas de producirse. El biólogo John Orrock, del Centro Nacional de Análisis Biológicos de California, afirma que la primera noche tras el cataclismo luciría un cielo diez veces más claro de lo habitual, a causa del descenso en el nivel de contaminación atmosférica provocado por un solo día sin actividad humana. Pero eso no es nada comparado con los cambios que se avecinarían.
Los animales domésticos se volverían salvajes, pero sufrirían un proceso de especialización por el que solo sobrevirían las subespecies más fuertes. O lo que es lo mismo: habría perros en estado salvaje, pero no existirían jamás manadas de caniches montaraces.
Según Gordon Masterson, presidente de la Asociación de Ingenieros de Gran Bretaña, la mayoría de los edificios se convertirían en auténticas ruinas en poco más de un siglo, salvo las grandes obras de la ingeniería moderna, como la Torre Eiffel y el Golden Gate de San Francisco. Muchas de estas estructuras están diseñadas de tal forma que podrían durar hasta tres mil años, pero, al no existir nadie que se ocupe de su mantenimiento, su destrucción se produciría mucho antes. Las tormentas y temblores de tierra provocarían un desgaste efectivo, de tal forma que en solo 300 o 400 años se vendrían abajo. Eso sí, las ruinas sobrevivirían aún varios miles de años.
La naturaleza reclama su reino
Las zonas deforestadas de nuestro planeta volverían a estar pobladas por una vegetación frondosa en doscientos años, y en trescientos, los mares se verían limpios de casi toda la contaminación e inmundicia, y repoblados por abundante fauna marina al desaparecer la amenaza de la sobreexplotación pesquera.
Al cabo de cincuenta mil años, según explica Ronald Cheeser (biólogo de la Universidad de Texas), los residuos de plástico se terminan de descomponer. Tampoco los residuos radioactivos acumulados en los cementerios atómicos serían eternos, y se calcula que el 95% (los llamados residuos de actividad media) se desintegrarían en tres mil años. El mayor problema lo constituirían los residuos de actividad alta; solo son el 1% del total, pero podrían tardar casi doscientos mil años en desaparecer del todo (aunque hay quien cree que pueden durar dos millones de años).
Además, serían necesarios diez mil años para que desaparecieran los últimos iones del dióxido de carbono acumulado en la atmósfera y que el aire volviera a ser puro. Así, al cumplirse los doscientos mil años de la extinción, los extraterrestres se encontrarían con un planeta que habría renovado su virginidad y en el que nada delataría el paso de nuestra especie. El arte, la industria y todo rastro de nuestra actividad habría sido borrado.
Aunque, si los alienígenas tuvieran unos conocimientos científicos excepcionales y el azar quisiera echarles una mano, lograrían recuperar nuestro legado póstumo en la inmensidad del espacio. Las ondas de radio y televisión podrían captarse en algún lugar indeterminado de la inmensidad del Universo para atestiguar que una vez hubo alguien en este planeta que tuvo algo que decir. Aunque en muchos casos solo fueran tonterías.
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