A finales de julio de 1944, Hitler dio órdenes tajantes: París no debía caer en manos de los aliados. Las tropas que ocupaban la ciudad debían resistir hasta el último aliento y convertir la capital francesa en un nuevo Stalingrado que mantuviera al enemigo ocupado, retrasando su avance hacia Alemania. Y si la derrota era inevitable, el Führer decretó que todos los monumentos de la ciudad fueran dinamitados. “Es preciso que París no caiga en manos del enemigo si no es convertido en un montón de ruinas”, exigió Hitler en un telegrama enviado a Dietrich von Choltitz, el general que mandaba las tropas de ocupación. Pero, afortunadamente, el militar germano nunca cumplió aquellas órdenes.
Revuelta callejera
Hitler se equivocaba al pensar que los aliados tenían especial interés en liberar París. Al contrario, tras haber desembarcado en Normandía, el plan del general Eisenhower consistía en que americanos y británicos avanzasen lo más deprisa posible hacia Berlín. Su intenciónera poner fin a la guerra cuanto antes y abandonar cualquier objetivo que pudiera retrasar aquella meta, lo que implicaba dejar París aislada hasta que las tropas alemanas que la ocupaban se rindiesen por sí solas.
Por supuesto, el general francés De Gaulle no estaba de acuerdo. El líder de la llamada Francia libre consideraba que la liberación de la capital francesa tenía un valor simbólico impagable, y decidió forzar la situación. Consciente de que los aliados se verían obligados a intervenir si se producía una sublevación entre la población parisina, con el consiguiente riesgo de que los alemanes la reprimieran con dureza, movilizó a sus contactos con la Resistencia francesa para que se produjese el levantamiento.
Siguiendo sus intrucciones, el 17 de agosto los gendarmes y los trabajadores del suburbano se declararon en rebeldía. Los agentes parisinos capturaron el edificio de Correos, donde se centralizaban las comunicaciones de la ciudad. Como era de esperar, los alemanes reaccionaron rápidamente, sitiaron el lugar con tanques y pusieron fin a la sublevación policial en unas pocas horas. Pero el ejemplo cundió entre la población parisina y, arengados por el Partido Comunista, centenares de obreros levantaron barricadas por las calles para impedir el desplazamiento de los alemanes. Se produjeron también escaramuzas puntuales entre patrullas germanas y miembros de la Resistencia, lo que creó una situación que cada día se hacía más caótica.
Los 150 de ‘la nueve’
El día 22, tras recibir noticias de que los alemanes eran incapaces de reinstaurar el orden en las calles de París, el general Leclerc, quien mandaba las tropas francesas procedentes de las colonias en África y que entonces luchaban en Europa a las órdenes de estadounidenses y británicos, pidió permiso para avanzar con sus fuerzas hacia la ciudad. Pero en un principio la autorización le fue denegada. Pese a ello, De Gaulle le pidió que desobedeciera las órdenes del alto mando aliado y se dirigiera a la capital. Y así lo hizo.
Viendo que Leclerc era incontrolable y que no se iba a detener en su avance, los americanos decidieron entonces apoyarle y enviaron la Cuarta División de Infantería para ayudar a los franceses.
Entre las tropas con cuyo apoyo Leclerc se dirigió a reconquistar la ciudad, y que formaban la 2ª División Blindada, se encontraba una unidad muy especial. Era la 9ª Compañía de Reconocimiento, conocida popularmente como La Nueve. Estaba integrada en su mayoría por soldados españoles, antiguos combatientes republicanos exiliados, y la mandaba un belga, el coronel Joseph Putz, quien había luchado con las Brigadas Internacionales en nuestra Guerra Civil.
Los alemanes trataron de frenar el avance aliado colocando su artillería en los accesos a la capital, pero los tanques franceses y americanos acabaron inutilizándola. Y así, tras dos días de avances y combates continuos, los carros de combate aliados penetraron en París por la puerta de Orleáns con las primeras luces del 25 de agosto.
Batalla de tanques en los Campos Elíseos
Los españoles de La Nueve fueron los primeros combatientes en pisar las calles de la capital francesa. Una de sus secciones, formada por tres tanques y varios vehículos, y mandada por un valenciano –el teniente Amado Granell–, se dirigió a toda velocidad hacia el ayuntamiento. Los parisinos, al ver a través de sus ventanas las banderas francesas pintadas en los vehículos, estallaron en una explosión de júbilo. “Son los nuestros, son las tropas de Leclerc”, fue el grito que empezó a correr de boca en boca. Tan grande era la excitación que Granell relató que en aquellos momentos no fue la resistencia alemana lo que detuvo el avance, sino la multitud que se lanzaba a las calles a saludar a los soldados y obstaculizaba la marcha de los vehículos.
Pero aún no estaba todo ganado. En París quedaban veinte mil soldados alemanes. El general Von Choltitz había dispuesto sus tanques en los puntos estratégicos de la ciudad, como el acceso a los diversos puentes, y prácticamente toda la villa estaba tomada por francotiradores.
Durante toda la mañana de ese día, París se convirtió en un campo de batalla. Los tanques franceses y americanos se batían en singular duelo con los carros alemanes en los Campos Eliseos, mientras la infantería peleaba casi calle por calle contra las unidades motorizadas de la Waffen SS, que se empeñaban en resistir tenazmente. Por la tarde, los teutones lanzaron un contraataque desesperado, pero no lograron hacer retroceder a los aliados.
Finalmente, sobre las 20:00 h, una patrulla francesa mandada por un español, el teniente Antonio Gutiérrez, logró penetrar en el cuartel general alemán y capturar a Von Choltitz, quien se rindió incondicionalmente. Solo una hora antes, el general había recibido una llamada de Berlín recordándole las órdenes de hacer volar París antes de que cayera en manos del enemigo, pero se negó a cumplirlas. La ciudad se había salvado.
Los últimos núcleos de resistencia alemana acabaron por rendirse o fueron neutralizados a lo largo de aquella misma noche. Quedaban en las calles casi cuatro mil soldados alemanes muertos (unos dieciocho mil fueron hechos prisioneros), y alrededor de dos mil aliados yacían sin vida.
El día 26 de agosto, París amaneció siendo nuevamente libre. Aquella fue una jornada inolvidable para sus habitantes y para las tropas que la habían liberado; culminó con un espectacular desfile de la victoria por los Campos Elíseos y un emotivo discurso pronunciado por el general De Gaulle: “¡París ultrajada! ¡París destrozada! ¡París martirizada! Pero París ha sido liberada. Por ella misma, por su pueblo, con la colaboración de los Ejércitos de Francia y Estados Unidos”.
La leyenda, según relataron años después los escritores Dominique Lapierre y Larry Collins en un célebre libro, cuenta que Hitler preguntó si sus órdenes habían sido cumplidas: “¿Arde París?”, preguntó. Pero durante unos segundos nadie se atrevió a responderle.
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