Cada vez se explota más esa “minería de datos” que en medicina se denomina epidemiología. Se trata de aplicar la estadística a los resultados que se obtienen de investigaciones diversas y a veces aparentemente inconexas. Así se logra tener una perspectiva más a largo plazo de una enfermedad o de una tendencia de la salud de la población. Es lo que comienza a hacerse en neonatología y en sociología (¿veis como parece inconexo?) acerca de la época del año en que naces.
Por ejemplo, el Avon Longitudinal Study of Parents and Children de la Universidad de Bristol tuvo la paciencia de seguir la evolución física de 7.000 niños y niñas de Reino Unido y concluyó, entre otras cosas, que los nacidos en verano y hasta principio del otoño medían 0,5 cm más (de media) a los diez años, y que tenían los huesos más gruesos. Fue después cuando analizaron los fetos de 7 y 8 meses que iban a nacer en verano y realizaron (ahora sí) su propia investigación. Ahí se dieron cuenta de que la vitamina D –que el sol favorece– había tenido mucho que decir.
También se sabe desde hace décadas algo muy lógico: que los nacidos en meses de menos frío sufren menos el ataque de bacterias y enfermedades asociadas a él. Ahora se añade que nacer en verano evita en parte las épocas de polinización, y de setas y hongos, porque estudios como uno de 2009 de la Universidad de Berkeley detallan cómo los virus respiratorios propios de esos meses aumentan el peligro de desarrollar asma.
En todo caso, nacer en período estival tampoco es jauja para la salud física. Una investigación militar realizada en la universidad de Tel Aviv (Israel) comprobó en 2007 que los “bebés de verano” tienen peor visión lejana que los que nacen en otros períodos. En concreto, tienen un 24% más de posibilidades de ser “severamente miopes” el resto de su vida. “Es muy probable que sea por efecto de la exposición a la luz”, según el investigador principal, el oftalmólogo Yossi Mandel. Parece que la causa original es el menor nivel de melatonina que segrega la glándula pineal en verano. El resultado es un sobrecrecimiento del globo ocular, algo que se sabe que es crucial en el desarrollo de la miopía.
El imborrable ciclo de la luz
En el fondo de casi todas las “marcas” que deja en nuestra vida el hecho de nacer en verano yace la cuestión de las horas de luz solar. Hay muchas sombras aún, y sobre todo, mucha mitología; pero también hay bastantes certezas. Un experimento con ratones hecho en la Vanderbilt University (también publicado en Nature Neuroscience) despejó muchas dudas sobre lo imborrable de las consecuencias. Se criaron a la vez dos grupos de roedores, unos expuestos a ciclos lumínicos que simulaban el verano y otros el invierno; todo ello, desde su nacimiento hasta su destete.
Cuando ya fueron adultos, se les intercambió el régimen de vida, y entonces quedó clara la impronta que el ciclo lumínico vivido al nacer había dejado en ellos. Los ratones nacidos en invierno seguían mostrándose menos activos al pasar al “horario de verano”, mientras que las crías paridas en época estival no mostraban menos vitalidad en su invierno artificial. Y esa diferencia persistía cuando pusieron a todos a vivir en la oscuridad. Los investigadores constataron que, efectivamente, los relojes genéticos de sus células estaban ralentizados o acelerados en uno y otro grupo. Pero analizaron también las consecuencias psicológicas y concluyeron que la camada de verano se adaptaba mejor a los cambios de estación, y que la de invierno padecía un síndrome similar al que en humanos se describe como trastorno afectivo estacional; es decir, una depresión invernal que a veces puede ser intensa (sobre todo en mujeres).
Buscando sensaciones
En esas consecuencias psicológicas y neuronales que la estación de nacimiento deja en nosotros abundó recientemente el investigador Spiro Pantazatos, de la Universidad de Columbia (EEUU). El neurólogo ha descubierto que los hombres nacidos en verano tienen una mayor tendencia a la esquizofrenia, merced a una peculiaridad en su masa gris (lee el recuadro de la página a la izquierda.). Pero no alcanza aún “a comprender por qué en las mujeres es al revés”, nos cuenta desde su despacho. Y lo achaca a “los efectos que el fotoperíodo del verano tiene sobre los genes que regulan el ciclo circadiano” (el reloj celular).
Pantazatos quiere encontrar el origen genético y neuronal de “características psicológicas y de comportamiento que otras investigaciones han detectado”. Por ejemplo, que “los nacidos en verano –sobre todo las mujeres– buscan más las sensaciones, mientras que quienes nacen en la estación fría son menos dados a asumir riesgos, especialmente los hombres”, detalla a Quo. Como Pantazatos, otros investigadores tratan ahora de tirar del hilo de la estadística social. Un ejemplo simple: una encuesta entre 40.000 ingleses demostró que los nacidos en verano son más optimistas. ¿Por qué? Tampoco está claro qué hace que las mujeres austríacas con cumpleaños estivales tengan un 13,4% menos hijos que las demás; o cuál es la razón de que los “hijos del verano” suelan tener después más formación académica y mejores sueldos que los alumbrados en verano. El autor de este reportaje nació en diciembre y ahora empieza a comprender algunas cosas…
Redacción QUO
La clave está en cuánto somos capaces de predecir de la pieza, y hasta qué…
Un nuevo estudio prevé un fuerte aumento de la mortalidad relacionada con la temperatura y…
Los investigadores ha descubierto un compuesto llamado BHB-Phe, producido por el organismo, que regula el…
Un nuevo estudio sobre la gran mancha de basura del Pacífico Norte indica un rápido…
Una nueva teoría que explica cómo interactúan la luz y la materia a nivel cuántico…
Pasar dos horas semanales en un entorno natural puede reducir el malestar emocional en niños…